jueves, 17 de septiembre de 2020

Amor verdadero



El primer domingo en que nosotros dos salimos a pedalear en bicicleta, mis tripas orquestaron quejidos avisándome que debía localizar con prisa un baño. Ella era bioquímica y trabajaba en una clínica privada sobre la avenida Cisneros; mientras que yo, me proyectaba como un donador compulsivo de plaquetas. Cada quince días pedía un turno con la misma excusa: entregar mi sangre para estar cerca de ella y saborear el aroma de su perfume, sentir su cabellera larga y rojiza acariciar, sin intención, mi brazo, o disfrutar de la suavidad de sus manos cuando me ajustaba con violencia la goma de suero.

No recuerdo si fue la sexta o la séptima vez que me clavó la aguja, cuando inventé una languidez por el ayuno y le propuse tomar un café en el bar de enfrente. Ella, con la seriedad con que me trataba siempre, no me permitió acabar la frase:

—No, gracias —, me dijo sin mirarme, y abandonó la sala.

Nunca me consideré un tipo muy agraciado. Digamos que según los cánones de la belleza masculina me mantengo en la media. Pero si hay algo que me sobra, es constancia. Así que, en las siguientes visitas, me enfoqué en temas cotidianos de manera tal, que ella se viera en la obligación de responderme. Aunque fuera por educación.

—¿Qué locura el tránsito no? Imposible encontrar dos metros donde estacionar. Toda la manzana ocupada. ¿Siempre es así por acá?

—Todos los días son así. Los trescientos sesenta y cinco. Por eso prefiero venirme en bicicleta. Hago un poco de ejercicio y evito estos problemas.

Aquella vez todo siguió como si nada. Y con un rechazo en mi prontuario debía buscar señales más claras, si es que quería jugar mis últimas fichas.

 

Un día mientras esperaba sentado en la sala, la vi conversando y al notar mi presencia, se recogió el cabello detrás de su oreja y contorneó una sonrisa tímida. 

Veintidós veces me había clavado una jeringa en los brazos y nunca me había mostrado ese gesto. Si bien, nuestras charlas se habían enriquecido con cada pinchazo, y de vez en cuando se le escapaba alguna carcajada, esta vez parecía andar con la guardia baja: ya me había contado de sus mascotas, que vivía en un monoambiente y que odiaba a su vecina del tercero C. Yo no quise interrumpirla. Sólo esperaba el momento correcto para sacar provecho de la situación. 

Al terminar con la extracción de sangre junté coraje y le dije:

—Si te queda bien este domingo, te espero en la plaza y salimos a dar una vuelta en bicicleta. Dicen que va a estar soleado —. Y, me quedé esperando la respuesta.

Ella me miró como si procesara una decisión importante, se sacó los guantes y antes de abandonar la sala giró y me dijo:

—¿A las 17:30 en la plaza San Martín te queda? —y asentí con la cabeza.

Llegué a casa y llamé a mamá para contarle. No es que sea de esos hijos calzonudos, pero era la única persona que conocía mis intenciones luego de descubrir innumerable cantidad de marcas de “picadura de mosquitos”, que no se creyó ni medio.

—¿No te estarás drogando vos? Mirate el brazo. Te acordás cómo terminó tu amigo, el peladito ese... ¿Nacho, Pancho?

—Cacho, mamá. No te asustes, no es nada de eso —. Y, no me quedó más remedio que contarle toda la historia, para borrarle la mirada de horror con la que me veía.

Realmente yo sentía en el pecho esa torpeza que se confunde con amor, y necesité compartirlo con alguien, aunque ese alguien fuese mi propia madre. Mis amigos no sabían de esto. Los conocía y conocía sus reacciones ante estas situaciones cursis. Me los imaginé diciéndome “Te gusta complicarte la vida a vos”, “por suerte no es cardióloga, sino, donas el bobo” o frases de ese tipo. No iban a comprender que estaba enamorado de alguien que conocía mis niveles de colesterol, mis triglicéridos y mi ácido úrico.

 

Es probable que el día del paseo, me traicionaran los nervios o la ansiedad. Cada tanto ella me hablaba de algún tema, y yo veía el movimiento de sus labios, pero no lograba entenderla. En cada pedaleada, en ese esfuerzo cauteloso por girar la corona de mi bicicleta; sólo estaba acelerando un proceso que me arremetía con puntadas de cuchillos en mi estómago. 

Ya llevábamos unas quince cuadras, cuando el sudor bañó mi frente. La piel, al igual que mis labios, perdían ese usual tono saludable, pero no podía desaprovechar la ocasión que conseguí con tanto trabajo. De golpe no podía más, era imposible retener.

—Te parece si caminamos un poco — le dije sin estar seguro de eso.

Ella me miró extrañada, y por suerte no se opuso a mi pedido.

Giramos en la esquina y se nos interpuso un bar. Afuera se ubicaban varias mesas con sombrillas que se cerraban ante la puesta de sol. Y con la excusa del café pendiente, fuimos a pesar de no visualizar una mesa libre en la vereda. Al llegar, ella encadenó su bicicleta y yo arrojé la mía contra una planta. Me dije qué la parió, no llego. Y, sin dar tanta explicación, atiné a decirle:

—Pedí dos cafés que ya vengo enseguidita —. Y la dejé ahí... parada.

Casi corriendo ingresé al local. Continué derecho hasta chocar con la pared del fondo y me metí en un pasillo. Vi el cartel con el tipo dibujado en la puerta y recé para que esté disponible. Tenía una sola oportunidad. Cerré los ojos, tomé el picaporte con fuerza y la puerta se abrió.

De a poco fui recobrando los signos vitales, pero mi piel seguía pálida. Salí airoso, pensando "Por Dios, que no entre nadie al baño". Lo segundo que pensé fue: “¿Me seguirá esperando después de que la dejé sola?” Qué clase de enamorado sale corriendo así en una primera cita sin tomarse el tiempo al menos, de explicarle qué le sucede. Por ultimo pensé: ¿Cómo hago para explicárselo sin caer en lo vulgar?

Sin esperanzas la busqué entre la gente que permanecía de pie, pero no logré encontrarla. La preocupación me ganó y con ello el inevitable vacío. Busqué mi bicicleta con la intención de emprender mi retirada a casa, y casi sin querer observé en una de las mesas, unos ojos claros que se cruzaron con los míos y como cada vez que me separaba de ella, sentí cómo la sangre me volvía al cuerpo.


jueves, 10 de septiembre de 2020

La decisión correcta



Era inevitable que los recuerdos de Ramiro, su hijo, le causaran nostalgia mientras permanecía sentada en su cama rodeada de fotos. Siempre recurría a ellas cuando andaba de alas caídas. Cuando la ausencia de su esposo le pesaba más de lo habitual. Tantos años, que no parecían demasiados, pero todos desparramados sobre el acolchado deshojaban innumerables historias. Tantas fotos de él jugando a la pelota con la remera de Racing que le regalo su padre, con el disfraz de hombre araña o el de bombero. Otras con bonetes de cartón soplando velas. Esa con los primos y de golpe esto. Un cambio tan complicado de asimilar, quizás no para la mayoría, pero sí para ella. No era un capricho así nomás, necesitaba tiempo para acostumbrarse y procesarlo. Porque su tiempo era otro; de otras costumbres, de otros credos. Iba en contra de su educación, de su crianza, de un estereotipo grabado en algún lugar donde ella no tenía acceso como para ir, apretar un botón y comprenderlo todo. Reconocía que el pedido tan particular de su hijo, no la tomaba por sorpresa. Había tenido quince años mintiéndose a sí misma, intentando negar una realidad que no se permitía ver. 

Primero se convenció de que él, prefería tener más amigas mujeres, porque con ellas se llevaba mejor. Que le gustaba jugar con su ropa y su maquillaje como el resto de los niños. Que tenía rasgos delicados, dotados de una elegancia singular; y traía a la memoria un profesor en sus años de facultad, con rasgos similares, pero que tenía esposa y eso, le daba cierto alivio. Las evidencias habían sido tantas, y tantas insinuaciones de parte de él, pero solo su confesión fue lo único que terminó de convencerla. Tuvo que escucharlo de sus propios labios, decir lo que sentía y cómo se sentía, aunque desgraciadamente, eso terminó en una discusión de frases sin filtro, con gritos y portazos.

Esa noche, ella quedó atrapada entre las sábanas de tanto dar vueltas, los sueños se interrumpieron con preguntas, ¿Qué dirían en el barrio, o las maestras cuando se enteren en la escuela que su hijo era...? ¿Lo dejarían entrar a la iglesia cuando se sepa?

—¿Que más me podría pasar?, primero la muerte de Jorge que me deja sola y ahora esto, ¿por qué a mí? Si lo crie igual que a Martín y que a Fernando. Y ahí andan los dos con sus familias, con sus hijos, pero este pendejo me sale con esto, ¿a dónde me equivoque, qué hice mal? — se preguntaba en un silencio absoluto.

Cuando recordaba las palabras de Ramiro, debía taparse la boca para retener el llanto. La incomodidad la invadía e incluso por momentos le volvía el enojo. Era evidente que su confusión rozaba el desvarío cuando recreaba la discusión que habían tenido hace apenas un rato:

—¿Cómo que salir a comprar ropa de mujer juntos?, ¿vos me querés matar, hacerme morir de un infarto? ¡Mira!... mira si te escuchara tu padre, no puedo ni imaginarme las cosas que diría.

—¿Por qué no podés ser normal como los demás? —le dijo casi sin pensarlo.

—Yo soy normal mamá. Me gustan los tipos, nada más.

—Por favor, no me digas esas cosas así, la presión... ya me duele la nuca.

—No es para tanto, te pido que me acompañes a comprar ropa, no a ponerme las tetas.

Cada comentario de él le desfiguraba la expresión en su cara. Pero esa negación y el desgano por comprenderlo, solo hizo, que él se enfurezca y se vaya a su cuarto. No sin antes decirle:

—Mira mamá, te guste o no, me siento así. Homosexual, puto, un marica o como quieras llamarme. Y si no te acostumbras a esto, te vas a quedar sin nada.

—¿Sin nada? ¿Qué me querés decir? ¿A dónde vas a ir? ¡Vení!... vení para acá Ramiro—. Pero quedó hablándole al aire, porque él ya no la escuchaba. El volumen de la música atentaba con desplomar las paredes de su cuarto.

La semana pasó desapercibida, envuelta en una cotidianidad sofocante. Ambos evitando cruzarse. Él comía en su habitación, ella sola en la cocina. Pero su enojo duró apenas, lo que duran los enojos de las madres, porque lo desplazaron sus miedos que no le dieron respiro. Sabía que lo podía perder. Porque ir en contra de esa rebeldía, podría dejar una resaca, de las que hacen doler la cabeza. Y en esas charlas con ella misma, donde alentaba posturas y replanteaba reacciones, reconoció su principal miedo. Era el miedo a que lo juzguen, que sufra el rechazo por ser diferente, por ser él mismo. No vivían en una metrópolis, esto era apenas un poco más grande que un pueblo. Un lugar lleno de prejuicios, aunque no se imaginó, que existiese algún otro sitio donde esté a salvo de eso. Donde las miradas pasen con indiferencia y naturalidad. 

Sin dudas quería verlo feliz, porque ante todo era su hijo. No tenía otra alternativa y se dio cuenta que no podía frenar ese sentir. Ese cambio que exigía a gritos salir a la luz. Necesitaba acompañarlo en esa dirección, porque supuso que ahora, la necesitaría más que nunca. Porque si ella; la que lo parió no pudo controlar su primera reacción, mucho menos; iba a poder evitar la reacción de los demás. No sabía bien que hacer, pero de seguro, debía ser algo rápido.

Varios días pasaron y ella intentó hablarle sin captar su atención. Pero llegó el sábado y como cada día, se acercó a la puerta de su habitación intentando doblegar esa resistencia.

—Rami, averigüé un par de tiendas que venden ropa para... chicas adolescentes. Si querés, vamos de una escapada. Podemos ir a pie, total no están muy lejos de casa y de paso charlamos un poco. —La falta de respuestas y la espera interminable la estaban matando—Ya estuve viendo algo de la vidriera, te va a encantar, ¿qué te parece?

Ella permaneció parada, casi inmóvil. Necesitaba recuperar a su hijo, recuperar sus miradas cómplices, sus caricias, que volviera a confiar en ella. Golpeó la puerta con suavidad y temor. Escuchó la voz de su hijo —pasá mamá, está abierto —. Que le dijera mamá, y que al entrar a la habitación, él se levantara y la abrazara, la llevaron a creer que no se había equivocado.

 


jueves, 3 de septiembre de 2020

Las dos miradas



No me llamó ni Martincito, ni Tincho, ni Toto como cuando era bebé... sino, Martín. Y esto que parece no decir mucho, me señala alguna cagada que salió a la luz y debo preparar una buena explicación para seguir usando la compu. Para colmo, ahora no recuerdo alguna macana reciente, y la última vez que me llamó así, fue hace unos meses atrás, cuando en el campito de la esquina le di ese puntinazo a la pelota de Mingo.

Me acuerdo como si fuera hoy, un viento asqueroso ese día, impresionante. No quiero exagerar, pero parecían minitornados remolineando en el poco pasto reseco que quedaba en la canchita, mejor dicho, en el terreno baldío del viejo Corbalán. 

Yo le había explicado a mamá que no era mi culpa, la culpa la tuvo El Nutria. —Así le decíamos a Rubén, por los dientes—. Él empezó con las cargadas. Me boludeaba sabiendo que yo había errado un penal muy parecido el día anterior: de esos penales imposibles de errar. No es que yo sea Messi pateando penales, sino, porque el arquero era el Rulo: algo así como parar un matafuego en el medio del arco. Pero aquella vez justo la agarré mordida, y me salió una masita: se le podía contar los gajos mientras rodaba ese esférico por el suelo. Esférico… ya estoy hablando como el viejo Corbalán. 

Y como esa tarde —la tarde de la cagada— Mingo avisó que tenía que irse, y además era el dueño de la pelota, les gritó desde el fondo:

—¡¡¡El que mete el gol, gana!!!

Y apenas terminó de decirlo, Tico saca desde la izquierda un lateral que termina en los pies de Marito, este avanza varios metros casi llegando al área de ellos, sacude un centro a la manchancha —a media altura—, y encuentra la mano del patadura de Javito que defendía para ellos. Flor de quilombo se armó: que era mano contra el cuerpo, que estaba afuera del área, que rozar no es lo mismo que tocarla, y que se yo cuantas quejas más de parte de ellos; pero Mingo cobró penal y se la tuvieron que morfar. 

Esta vez no atajaba Rulo, sino El Nutria, que andaba con el chiste fácil.  

—¿Te sacate las pantuflas de ayer? —me decía, junto otras pavadas que ni me acuerdo. Me brotó la calentura desde el cuello de sólo escucharlo. Las orejas me hervían y lo miré con bronca, mejor dicho, con odio lo miré. El viento me empujaba por la espalda, animándome a que vaya a cagarlo a piñas, pero preferí enfocarme en el arco de madera. Lo miré y lo vi mal parado, recostado un poco sobre la izquierda y la tierra en el aire le obligaba a entrecerrar los ojos. Acomodé la pelota, tomé los cinco pasos de distancia que siempre acostumbraba a tomar para patear penales, y empecé la carrera con los dientes y los puños apretados. Le sacudí un zurdazo de lleno con la punta del botín: salió un balinazo que se metió justo donde tejen las arañas. El Nutria ni la vio. 

Cuando ya desataba mi festejo con sabor a revancha; la sonrisa se me fue borrando al ver que la trayectoria de la pelota copiaba en el aire la forma de una banana. Por más que hice fuerza con los ojos, con la cabeza, con todo el cuerpo intentando desviarla, fue directo a la ventana del viejo Corbalán. Los muchachos acompañaron a coro con un, ¡¡¡uuuhhh!!! 

Por suerte no rompí ningún vidrio. Aunque fue una suerte a medias, porque paso algo peor: la pelota entró silbando por la ventana que estaba abierta de par en par, porque justo ese día de mierda al viejo se le habría ocurrido ventilar la casa o vaya a saber por qué la dejó así; pero con tanta mala suerte, que fue a dar en el jarrón de Estercita —así le decía él—. Y no le decía así porque el jarrón fuese de su esposa, sino porque era un regalo traído del extranjero y en su interior descansaban las cenizas de Doña Ester, que terminaron esparciéndose vaya a saber por dónde con semejante ventarrón. Nosotros, al escuchar el estallido de algo romperse en mil pedazos nos alzamos a la mierda, como cuando rompíamos el foco del alumbrado público a gomerazos, o cuando Catalina nos descubría robando mandarinas colgados del tapial. El único que quedó parado en medio de la cancha fue Mingo, que no quería perder su pelota por nada del mundo.

—Dejala Mingo, otro día venimos a buscarla. Vamos antes que salga el viejo —le dije, para que mi acto cobarde, no me cargue de tanta culpa.

Uno lo piensa ahora en frío y dice: —¿Cómo lo pudimos dejar solo a Mingo? —, pero que se le va a hacer... si la pelota ya estaba en las últimas. No era una tango plastificada de las nuevas, se parecía más a un huevo de gajos deshilachados, que entre las costuras ya asomaba la goma naranja de la cámara.

Lo que no pude saber en ese momento fue que, Mingo en esas ganas ciegas por querer recuperarla, hizo lo que cualquier chico de once años habría hecho en su lugar: me entregó al mejor estilo Judas, después que el viejo Corbalán volvió del almacén y lo encontró hurgando en su casa. Tras notar lo sucedido con el jarrón, no le quedó más remedio que mandarnos al frente para limpiar su nombre.

A la hora, más o menos, sentí que golpeaban la puerta. El grito me llegó como un sopapo, previo a los que se vendrían después. Era un grito parecido al que acabo de escuchar recién, con el mismo tono. —¡¡¡Martiiin!!! —pero sonaba más a una "e" —¡¡¡Marteeen!!! —grito desde la puerta mi mamá y salí de mi pieza con las manos en la espalda, como esperando recibir una tarjeta roja. 

Llegué a la puerta, y lo vi al viejo Corbalán parado y con una mirada que conocía; parecida a la que debí haber traído el día anterior, esa después de errar el penal imposible. Una mirada apagada y creí reconocer su angustia. No estaba ahí para reclamar un jarrón nuevo, ni mucho menos, las cenizas de su esposa. Solo se apareció para decirme sin palabras, que había roto algo mucho más delicado, personal e irreparable. A mostrarme como mi descuido desapareció de un plumazo y para siempre, el objeto que lo unía a su esposa. Ese que, de alguna forma, mantenía su presencia en esa casa o tal vez en su cabeza, y no supe como retrucarlo. Porque si me hubiese culpado apenas me tuvo enfrente con un enojo razonable después de mi error, hubiera podido desviar la acusación: echarle la culpa al viento, o alguno de los chicos, o que la pelota era ovalada; pero ante ese silencio que no esperaba, ante ese gesto vacío no podía hacer nada más que quedarme parado mirando algo que no había visto hasta ese día: ver un hombre mayor, llorar con lágrimas de un niño, mientras me mostraba pedazos del jarrón que traía en sus manos huesudas.

Y así, sin decirme ni una sola palabra, dio media vuelta y se fue caminando.


lunes, 10 de agosto de 2020

La Mecedora


Úrsula había muerto hace casi dos años por un cáncer que la consumió súbitamente. Su casa con rejas antiguas y paredes cubiertas con enredaderas seguía manteniendo su esencia: las rosas del jardín denotaban un cuidado singular aun cuando Saúl, su marido, rara vez recordaba regarlas. El perfume de su piel seguía impregnado en las sábanas y en la ropa aún seguía guardada en el placard.

Los recuerdos de un pasado no tan lejano se conservaban intactos. Como el cuadro de marco labrado, que colgaba en una de las paredes del living encima del hogar, y donde Úrsula se había hecho retratar por Delia Lomaglio, una pintora gitana poco conocida. En aquella pintura se la observaba en su vieja silla: una mecedora de madera heredada de su abuelo, que Úrsula usaba a menudo y que en el ocaso de sus días la mantuvo postrada. Se sentaba por horas enfrente del ventanal que daba al patio, algunas veces inmersa en la lectura, y otras veces observaba su jardín de rosas mientras acariciaba a su gato negro que se subía a su falda y ronroneaba por horas. Ese cuadro desbordaba tanto realismo que, al caminar frente a él, daba esa impresión un tanto siniestra, de que Úrsula los seguía con una mirada.

En su juventud, Saúl fue un hombre muy apuesto, y ella era del tipo de mujer que no permiten que el marido acuda solo a una reunión donde haya otra presencia femenina. Se rumoreaba que Úrsula era capaz de intimidar a quien sea, cuando se veía amenazada por la belleza de otra mujer. Historias que al escucharlas, no parecían ciertas.

Del fruto de ese matrimonio concibieron a tres hijos, y con ello siete hermosos nietos que los visitaban cada fin de semana. A los pequeños les encantaba corretear por toda la casa, subiendo y bajando escaleras, pero una sola cosa tenía terminantemente prohibido: jugar con la silla mecedora de su abuela: esto a Úrsula le cambiaba el humor.

 

Luego de transitar su duelo, Saúl empezó a tener charlas cada vez más frecuentes con Luisa —la vecina que vivía en el edificio de enfrente—. Al igual que él, era viuda. Primero conversaron desde veredas opuestas, y cuando se dio cuenta que su compañía en verdad le quitaba el peso de la amargura, una vez a la semana iba al edificio a tomar el té.

Una tardecita de despedidas con besos en la mejilla, él tomó coraje y la invitó a cenar a su casa un domingo, a lo que Luisa aceptó con gusto. Saúl pensó que no era mala idea darse una oportunidad de rehacer su vida.

Llegó ese día ella golpeó a su puerta, pero Saúl ni se había bañado. Y no porque no tuviese interés por aquella cena, sino, porque sus hijos lo visitaron sin aviso y se quedaron hasta tarde aprovechando el día veraniego. Él no quiso insinuarles que se vayan por miedo a levantar sospechas y por desconfiar que la noticia no fuera bien recibida en la familia.

Tras expresarle a Luisa unas justificadas disculpas, la hizo pasar y le pidió que lo aguarde un instante, mientras él se duchaba rápido. Ella se quedó en el comedor observando el buen gusto de Úrsula por los muebles de roble, las bandejas de plata, la alfombra persa ubicada en el living y la elegancia de los candelabros de cristal que colgaban del techo iluminando la sala. Se acercó al ventanal y observó los rosales del jardín, y también descubrió en una esquina la silla de la que Saúl le había comentado alguna vez. Tentada por la curiosidad, su reacción fue la que cualquier persona tendría ante un objeto tan poco común. Aprovechando que nadie la observaba se sentó con delicadeza y se apoyó sobre el respaldar para mecerse. 

Saúl cerró las dos canillas y cuando el agua dejó de caer, lo sorprendió un grito de espanto. Sin dudarlo entreabrió la puerta del baño y preguntó algo asustado:

—¿Luisa, te encuentras bien? —, pero no obtuvo respuestas. Se tapó con la toalla y bajó la escalera con cuidado.

Al llegar al comedor vio a Luisa sentada en la silla de Úrsula. 

—¡Luisa, Luisa! —repitió nuevamente, pero a ella no se le movió un músculo.

Saúl se acercó despacio, el corazón parecía salírsele del pecho, y cuando alcanzó a verle la cara, se tapó la boca con las manos. Luisa tenía una expresión de horror: la piel descolorida y los labios arrugados; las manos quedaron tiesas ante un gesto espantoso como si se atajara de vaya a saber qué.

 

La ambulancia solo llegó para confirmar lo que era obvio, Luisa había fallecido de un paro cardíaco, y nada se podía hacer.

Retiraron el cuerpo, y Saúl se quedó solo. No quiso llamar a sus hijos para no preocuparlos y, además, no era su intención contarles que hacía con una mujer en su casa. ¿Qué fue lo que pudo desencadenar esa muerte?, nada tenía sentido. Recorrió con la mirada una vez más el comedor y apagó las luces. Subió las escaleras, y el eco de sus pasos se mezcló con el crujir de la madera. Giró la cabeza y miró hacia el ventanal que se iluminaba con el resplandor de la luna, y un escalofrío le recorrió la espalda cuando, después de saltar sobre la mecedora, el gato negro de Úrsula comenzó a ronronear.


martes, 4 de agosto de 2020

El Asado no es una comida.



El asado viene impreso en nuestro ADN, y aunque sea una frase un tanto trillada, cómo imaginan que habrá hecho aquel hombre primitivo, tras descubrir las facultades que brinda ese elemento tan noble, como lo es el fuego... No cabe ninguna duda que su segundo paso, habrá sido cazar un mamut o algún animal prehistórico para asarlo al calor de las llamas y festejar semejante proeza con su gente.

Tomándolo sólo desde una perspectiva conceptual y un tanto fría —como podría ser la culinaria—, diría que no demanda un análisis exhaustivo. Por lo que, claramente podría abordarse en tan solo un par de líneas, similares a las que ocuparía la elaboración de un peceto al horno o una tortilla de papas. Sería una comida más del montón y se mezclaría en algún cajón, junto a las demás recetas de Doña Petrona de Gandulfo que nunca preparamos. 

Un digno competidor por un espacio en la mesa de los domingos podría ser la pasta, cuya elaboración es un acto solitario, casi invisible. En mesas enharinadas, donde en la mayoría de los hogares el espacio suele ser un impedimento para el cortejo de los invitados, por eso se prepara antes. Mientras que, en el asado, hasta el que no hace nada es una pieza importante. A tal punto diría, que es un eslabón indispensable para que todos los ingredientes permanezcan en completa armonía. Pues encender el fuego sin comensales presentes se asemeja a conseguir un logro, una meta importante y no tener con quien compartirla. Sin olvidar que puede derivar en frases como: "No sé para que les digo a qué hora venir si vienen cuando se les da la gana" o " esto no es un restaurante para que lleguen justo a la hora de comer". Porque el asado comienza mucho antes. Mucho antes incluso de sazonar la carne. Arranca apenas con el primer mate —no por casualidad estos elementos deben ser primos o compartan algún parentesco por los sentimientos que ambos despiertan—. Sí, no quiero sonar desmesurado, pero desde bien temprano se inician las primeras charlas, nada profundas, esas que se expresan para lograr una interacción mientras se acomoda la leña y se prepara el escenario donde llevar a cabo el espectáculo. Por eso la importancia de la picada previa y el aperitivo. Porque obligan de cierta manera, a que el desembarco se precipite mucho antes del horario en que el festín culinario se lleva a cabo.   

Si pretendiésemos un análisis meticuloso, en principio se lo podría realizar con los ojos cerrados, y no me refiero con esta expresión a que es algo que podría cumplirse a ciegas, sino, literalmente cerrar los ojos y percibir los factores que lo presentan como un menú diferente y lo convierten en un ritual placentero donde comulgan todos los sentidos. Basta escuchar el chirrido de la madera o el carbón en ese acto tan maravilloso de la combustión, ese que se entremezcla con los rumores del ambiente y con el aire en movimiento. O el aroma que desprende la grasa al fundirse; ni hablar del sabor de la carne ahumada cuanto su textura crujiente acaricia el paladar.  

El verdadero asado es sentimiento en estado puro. Desde el instante que el niño arroja los primeros bollos de diario o pequeñas ramas, y disfruta el chisporroteo de la sal. Es como estar enseñándole a escribir su nombre, a pasar una pelota o decir buenos días. Un aprendizaje que lo escoltará por el resto de sus días. Donde se permitirá mediante este instrumento tan loable, crear un contexto fértil donde sembrar recuerdos que trasciendan el paso del tiempo. Y al igual que el índice de un libro, podrá ser consultado cuando gran parte del contenido se haya mezclado en la inmensidad de los acontecimientos. 

"Te acordás aquel asado en lo de Juan, cuando me contaste que conociste a Clara... ¡Quién iba imaginar que terminarías casado y con cuatro pibes!" 

"¿En que asado era, cuando Mariana se re-mamó y se puso a llorar porque se le había dado por querernos a todos?". 

Y sí, no cabe dudas que el asado es motivo de reunión, de confesiones y festejos. Pero no hace falta que el viento sople en la espalda o las tostadas caigan con la mermelada hacia arriba, también se amolda para esos días cuando la sonrisa es un gesto mezquino. Nos ayuda a digerir tragos amargos y porque no, a cambiar el curso de malas elecciones. Porque después de cruzar los cubiertos y dar comienzo a la sobremesa, todo puede pasar en ese himno que no es exclusividad de este banquete, sino una reacción propia del agasajo, de compartir un momento íntimo después de cualquier degustación. 

El asado no es sólo una comida, es la excusa para que un día se considere completo. No es por el aplauso para el asador, ni por ostentar como se cuece la carne a punto. Es reencontrarse con los afectos y con uno mismo. Por eso, cuando tus amigos o familiares te inviten a comer en alguna pizzería, restaurante o incluso una parrilla, sentí sobre tus hombros la responsabilidad de continuar con el legado que se nos confió miles de años atrás. Y deciles con voz firme ¡mejor hagamos un asado!, hoy yo pongo la casa, vengan todos a comer acá.

 

Marcelo Villafañe


jueves, 30 de julio de 2020

Volver a ninguna parte



Laura llegó hasta la puerta de la habitación donde su marido permanecía internado. Hizo una pausa antes de entrar. De su bolso sacó un espejo, se pintó los labios y se acomodó el pelo. ¿Cómo la vería después de tanto tiempo? ¿Sería capaz de reconocerla? La noticia la había tomado por sorpresa. Esa ínfima posibilidad que ocurra y esta vez ocurrió. No sabía cómo reaccionar, ¿Qué se siente en estos casos?, regocijo por él, angustia y temor por ella. Porque nunca imaginó que esto sucedería, ¿Un hombre en coma por diez años podría despertar del letargo, de ese mundo neutro? Su conciencia turbia se invadía por algún pensamiento egoísta, de esos que no se comparten ni con uno mismo. 

Siete años dedicados enteros a él. Visitándolo cada día después del accidente. Peinando y recortando su barba, aseando su cuerpo marchito, ejercitando esos brazos y piernas casi sin vida. Siempre renovando la esperanza de algún reflejo, de algún tenue parpadeo o al menos un cambio en su respiración. Algo que compensara tanto sacrificio, pero nada de eso sucedía. Solo se sucedían los días, uno encima de otro, casi calcados con el mismo lápiz. Era de esperarse que tarde o temprano el amor se confunda con compasión. ¿Qué más podría hacer? Sí había dejado la piel por cuidarlo. Incluso se había dejado a ella misma: despeinada, ojerosa, desalineada, vistiendo los mismos trapos. Los médicos que le remarcaban que él no volvería. Que no alimentase falsas ilusiones, que solo era un cuerpo, un envase, ¡rehaga su vida, esto no tiene vuelta atrás! y el estar tan seguros fue su más grande equivocación. 


Del otro lado de la pared, en aquella habitación, Juan sufría las consecuencias de su quietud. Cuando milagrosamente abrió los ojos, de inmediato dejó de soñarla. Despertó con el anhelo deseoso de cruzarse con su mirada, pero en su lugar, una señora mayor de lentes oscuros y rodete canoso, permanecía sentada entrelazando puntos al crochet. Gran sorpresa se llevó esa mujer cuando lo vio reaccionar; cuando escuchó el sonido rasposo de su voz oxidada. Al notarlo se fue con prisa de la habitación. 

Él no comprendía ese realidad desquiciada. Pero la preocupación se coló por los huesos cuando, sin éxito, quiso enderezar sobre la cama ese cuerpo lánguido. No conforme con su fracaso, se concentró en enviar impulsos a cada extremidades para asegurarse de que todo esté en su lugar, y disfrutó de ese pequeño logro. Aunque sus músculos carecían del hábito diario para mantenerlo erguido. Respiró hondo, observó detenidamente el escenario: los aparatos y cables que lo invadían, la cama, el olor inconfundible, y supo con certeza donde se hallaba. 

¿Dónde podría estar Laura si no fuese a su lado? Desconocía que ella se encontraba en su casa a tan solo cinco cuadras, donde juntos bocetaron una vida compartida. Una con hijos, con perros y portarretratos familiares con gente sonriendo.

Ese pensamiento lo inquietaba y la única voz que necesitaba oír, era la de ella. Había perdido la percepción del tiempo, e ignoraba que lo indujo a estar postrado en esa pesadilla. 


Se consumía la tarde cuando ella se asomó disimulando cierta incomodidad. Dio varios pasos hasta situarse al costado de la cama y le dio un beso en la mejilla. Juan la observó y le costó reconocerla. Diez años ausente no son tantos, pero la notó rara. Un cambio que a simple vista, no lograba precisar con exactitud. Supuso, que sería un efecto adverso por tanta medicación y le restó importancia.

De inmediato ella improvisó una suerte de síntesis de todo el tiempo perdido. Su voz de a ratos temblorosa, fluía en un torrente sin pausas. Como si cada palabra la eximiera de contar su secreto, y hablo por horas de los amigos, de la familia, de presidentes, hasta de fútbol. De cuanto tema se le presentaba en la mente. Mientras él, solo la admiraba, era un niño ansiando ese juguete inalcanzable. 

Pero entre tantas frases finamente elaboradas hubo unos detalles que Laura descuidó. Quizás por los nervios o por la inexperiencia en el oficio de ocultar verdades. «¿Después de tantos años y tan solo un beso en la mejilla?» Juan ya más lúcido, más calculador, enumeró en su mente las evidencias: habían pasado diez años, ella soltera, ella carismática, él un vegetal. Hilvanó puntos y el círculo se iba cerrando. Entendió que cabía una gran probabilidad de que no esté sola, de que alguien más durmiera en su cama, use sus platos de porcelana blancos, corte su césped, lea sus libros en el sillón de terciopelo verde. Solo pasó media hora cuando su duda se consumó. En un gesto involuntario por correr el flequillo de su cara, reveló en su dedo anular una sortija de compromiso, esa que lastimosamente confirmaba su teoría. 

Comprendió porque no la había conocido apenas se asomó. No era su pelo, ni el tiempo, ni su ropa... sino su mirada. Su mirada era otra, distante, le pertenecía a alguien más. Y en su acierto pudo advertir la pesadumbre sobre su pecho, en ese cuerpo incapacitado de brindar un abrazo o escapar corriendo de aquel lugar. No la interrumpió. Dejó que continuara hablando y recreó los últimos días de esa relación. Comprendió que ella estuvo a su lado, no cabían reproches pues, eran sus palabras, las de ella, las que llegaban como sueños a ese mundo que lo tenía prisionero. Al igual que los versos de García Márquez que le leía sentada junto a la cama de ese hospital. 

Por un instante dejó fantasear con lo que hubiese pasado si se despertaba tiempo atrás, ¿Qué podría hacer ahora si las cartas ya estaban echadas? Y entonces se permitió conocerla de nuevo. Pudo volver a enamorarse de esa versión más sabia, de esa seguridad que antes se rodeaba de miedos e incertidumbres; de las arrugas que se formaban con su sonrisa. Y tras comprender que su mundo comenzaría cuando logre dar su primer paso a través de la puerta de esa habitación... pero sin Laura, sin sus besos. Se dio cuenta de que su despertar milagroso fue en el tiempo equivocado. 

Es por eso, por no hacerse de la fuerza necesaria para transitar un camino nuevo, se despojó de su valentía y lentamente cerró los ojos y se acobijó en aquella realidad que ya lo tenía acostumbrado. Donde aún flotaban aquellos versos de García Márquez, y donde ella lo miraba con ese único brillo; aquel... con el que es imposible mirar a los demás. 

jueves, 23 de julio de 2020

Una pausa



Usted camina furioso, nadie imagina lo que está a punto de hacer. Su rumbo es conocido, ha visitado tantas veces esa casa que podría describirla en detalle como si fuera suya. Su ánimo colérico se originó tras colocar dos medidas de café molido y agregar agua en su cafetera express, mientras escuchó perplejo aquello que vos le contabas avergonzada entre lágrimas. Ese secreto oscuro e insostenible que te mantenía abstraída desde hace unos meses. Sabiendo que, de aquel episodio desgarrador, se gestaba una vida en tu vientre de niña. Usted se apoyó sobre la mesada con sus puños apretados, bajó la cabeza y cerró con fuerza los párpados, intentando darle un cause al dolor. Su respiración se aligeró, resopló con bronca y el aire se filtró entre sus dientes apretados. Encendió la cafetera y te pidió a vos que cuando el café esté listo, le sirvas un pocillo chico con dos cucharadas de azúcar. Del cajón de los cubiertos usted tomó un cuchillo y se abrió camino con paso enérgico. Queriendo erradicar cuanto antes de su cabeza, esa confesión que le carcome la conciencia, que enciende su odio más primitivo, y que ahora comanda su accionar.

Usted no comprende como su amigo de la infancia, fue capaz de ultrajar esa flor tan delicada, de raíces frágiles. Arrebatándole de una manera perversa los restos de tu niñez. Usted sabe que el daño es irreparable, ni el deseo del olvido, podrá deshacer esas marcas. Como la imperfección en una obra de arte, esa pincelada desacertada capaz de cambiar el rumbo del destino, si es que alguien o una fuerza mayor, se divierte escribiendo de antemano semejante aberración. Usted continúa aturdido, no consigue colocar en la balanza los pormenores de lo que está a punto de acontecer. Mientras, lo piensa a él leyendo en el living de esa casa, plácido, reconfortándose al calor del hogar, sin sospechar siquiera, que vos te atreviste a decir lo que te ordenó callar, ese que iba a ser tu pequeño secreto compartido, porque no volvería a suceder, porque usted se pondría triste y te culparía de arruinar su vida.

En ese andar no registra entorno alguno. No ve casas, ni álamos sin hojas, ni autos estacionados. No percata siquiera los buzones al costado de la acera, ni siente el frío gélido del invierno que avecina. Tampoco lo ve a Mario el cartero, que pasa a su lado con la mano tendida en lo alto en ese saludo no correspondido; y no es por ser mal educado, porque usted es una persona instruida, asistió a las universidades más respetadas, su trabajo es bien remunerado y proviene además de una familia de clase, esas familias correctas. Usted no lo saluda porque no puede, porque es incapaz de contemplar su presencia o la de cualquier otro individuo. Porque ese dolor lo enceguece por completo. El impulso que lo mantiene en movimiento es tan vehemente que no da lugar a la razón, siente que camina por un túnel donde solo se visualiza el otro extremo, el de esa puerta, que se agranda con cada uno de sus pasos.

En ese trayecto la mente le compone formas delante suyo, como esas cuando vos dabas los primeros pasos con tu risa contagiosa, pero rápidamente se diluye a medida que usted sigue avanzando. Luego te presentas nuevamente, esta vez más grande. Caminando con el guardapolvo blanco y tu mochila estampada. Por un momento el fuego se apacigua y la nostalgia lo ablanda, hasta que apareces con tu vestido de quinceañera, ambos bailando el vals y usted se detiene, solo para disfrutarla. Ese recuerdo aparenta ser real, pero esa imagen que lo dista de su cometido, se esfuma como el vapor que emana de la alcantarilla y todo vuelve a ser gris y tormentoso. Es poca la distancia por recorrer, para llegar a donde él supo jugar con vos años atrás, cuando usted lo visitaba cada tanto y se quedaba a comer o a beber un taza de café para acompañar una charla. Donde él te cargaba en brazos, donde te acariciaba tus rizos, donde te miraba con buenos ojos, o así lo creía usted.

La vida los vio crecer, siempre amigos, siempre incondicionales, pero eso a usted no lo frena, no mitiga su sed de venganza. Al contrario, solo alimenta su locura, porque su mente es cómplice de su juicio. Una especie de mal consejera, de voz cizañera que lo alienta con recuerdos de tus palabras sentidas: de aquel forcejeo inútil, de tu llanto precoz, de la mano de él tapando tus súplicas, de esa lengua áspera y olorosa deslizándose por tu mejilla, barriendo la inocencia pulcra de tu piel. De esos besos no correspondidos, de ese acto repulsivo y su bronca se torna incontrolable. Apura su marcha, porque no resiste, porque ese odio lo hará estallar por dentro sino no lo escupe de una buena vez. Porque no pretende otra justicia divina que no sea la suya, la de su propia mano. Hasta que finalmente sus pies tropiezan contra el cordón y en cinco pasos se detiene frente a la puerta.

Golpea tres veces, tres pausados e intensos golpes. Cuando usted observa girar el picaporte, lleva su mano a la espalda donde esconde el cuchillo. Él asoma ese rostro sorprendido, con la sonrisa forzada ante esa visita inesperada, y antes que sospeche su intención, usted coloca su mano libre sobre el hombro de él. Y mirándolo fijo, sin siquiera emitir palabra, clava su primera estocada certera al abdomen. Los ojos del que alguna vez fue su amigo se llenan de desconcierto, abriendo su boca, conteniendo el aire, frunciendo el ceño. Usted saborea el placer que le produce ver ese sufrimiento, es como un narcótico y entonces estalla el éxtasis. Una y otra vez ese cuchillo se clava abriendo heridas letales hasta que el cuerpo cae en el piso del living y usted no satisfecho con ello, se zambulle sobre él, como un ave de rapiña y continúa su festín desenfrenado. Hasta por fin, conseguir el desahogo de toda esa furia contenida, recién cuando siente el pleno vacío. La escena es macabra. Las paredes blancas atestiguan ese salvajismo. Usted se incorpora despacio y da media vuelta. Se quita la sangre de la cara y el cuello, con las mangas de su camisa, y como si nada hubiese ocurrido camina de regreso a casa, calmo, sin culpa ni arrepentimiento. Sus vecinos lo observan paralizados, no se animan siquiera a preguntarle si esa sangre que lo cubre es suya o de alguien más. Nadie imagina lo que está a punto de hacer, solo usted tiene la certeza, que al llegar a su casa, su hija le habrá preparado en su cafetera Express, un café con dos de azúcar.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...