jueves, 8 de octubre de 2020

Entre las sombras


Martín sospechaba que algo se escondía entre las esqueléticas sombras que proyectaban los árboles enfrente de su casa. Aquellas mismas sombras que coloreaban con susurros las paredes de su cuarto. Él suponía que la luz ahuyentaba esa oscuridad y confiaba en que esa era la única manera de mantenerse a salvo.

Esa noche su madre antes de preparar la cena, y considerando que se acercaba el fin de semana, dejó que él eligiera el menú. Aunque sabía con certeza cuál sería su elección: Milanesas con papa fritas, y queso cheddar fundido.

Cuando Martín terminó el primer plato y quiso repetir, la advertencia de sus padres no tardó en llegar:

—¡Mirá que después hay postre! —le dijo la mamá—. Si te servís de nuevo te va a hacer mal la pancita. 

No conforme con un solo veredicto, Martín lo miró a su papá que era más permisivo para con sus caprichos, y juntó las manos a modo de rezo.

—Bueno, Tincho —le dijo el padre—. Pero sólo la mitad. Ya sabés qué pasa cuando te llenas mucho: después andás llorando porque soñás cosas feas.

Martín evadió la advertencia y para complacerlos asintió con la cabeza, pero a sus seis años no podía medir las consecuencias ante las milanesas freídas en grasa, y esas irresistibles papas fritas con queso.

Cuando quedó satisfecho se sentaron en los sillones del living, frente al televisor, para mirar Jurassic Word por enésima vez, mientras disfrutaban del postre helado con chip de chocolate que su mamá les sirvió. No pasó ni media película para que el cansancio de ese día agitado y la pesadez de su estómago se haga sentir.

La mamá lo acompañó a la cama y le leyó dos cuentos. Los ojos de Martín intentaron resistirse el encanto de aquel tono calmo y uniforme que ella empleaba para narrarle historias pero, al final, cedieron.

Transcurrió apenas una hora cuando un grito irrumpió los silencios de esa noche y el llanto se filtró en cada recoveco de la casa. 

—¡Te juro, mami, te juro que vi algo asomarse!

—Pero no, Martín. Mirá... ¿Ves? es el perchero con el gorro y tu campera.

—¿Y el ruido ese de afuera?

—Ya te dije, son las castañas que caen de la planta con el viento. Le avisé a papá que las pode de una buena vez, pero últimamente termina cansado de trabajar.

No muy convencido con las explicaciones de su mamá abrazó con fuerza un oso de peluche contra el pecho y se volvió a acostar. Ella aguardó sentada en un costado de la cama, acariciándole la espalda hasta lograr que se quedase nuevamente dormido. Lo arropó, apagó las luces y se fue, pero esta vez dejó la puerta abierta de la habitación de Martín por si debía acudir a los llamados del hijo que, desde hace una semana, intentaban que durmiera solo.

Con movimientos sigilosos ella regresó a su habitación, se acostó junto a su esposo y aprovecharon a quitarse la etiqueta de padres para entregarse al roce de los cuerpos. Tras quedar exhaustos, los dos cayeron en un sueño profundo.

Eran las cuatro de la mañana cuando la puerta del placard se abrió. El quejido lastimoso de las bisagras volvió a despertar a Martín. Asustado, abrió los ojos en la oscuridad conteniendo la respiración e intentando reconocer alguna silueta entre las penumbras. No demoró en llamar a gritos a sus padres, pero no le respondieron. El sonido de su voz parecía quedar atrapado en una densa masa de humedad, y un pestilente olor a azufre brotó de la nada.

En un movimiento conjunto tomó las sábanas para cubrirse y contrajo sus piernas acurrucándose como un feto. Se armó de coraje y sacó uno de sus brazos tanteando el mueble hasta ubicar el velador, pero al presionar con insistencia el interruptor la lámpara no se prendió. Su aliento provocaba bocanadas de un vapor gélido y no paraba de temblar. Intentó pensar en algo que le hiciera olvidar sus miedos: «No es nada», «es tu imaginación», «sólo son las sombras del patio». Las respuestas que solía darle su mamá eran el alimento que encontró para no pensar en nada estúpido, nada que le haga suponer que algo o alguien merodeaba entre las sombras de su cuarto.

Durante varios minutos sólo transcurrió el tiempo, como si quisieran prolongar la incertidumbre. Tras esa eternidad, su coraje se desplomó cuando notó que sus sábanas, de a poco, se tensaban. Sintió el lento deslizar de la tela a través de su cuerpo, primero descubriendo su cabeza, los hombros y al llegar a su cintura, por más que intentó agarrarlas con fuerza, se las tragó la oscuridad.

Abrazado a sus rodillas cerró los ojos rogando que sea un sueño.

Una sombra como la brea, devoraba los destellos de luna que ingresaban a través de la ventana. Resignado a perecer ante eso que se mantenía oculto, recordó: ¡la linterna del campamento! Sin pensarlo más, abrió el cajón de su mesa de luz y en un solo movimiento la encendió. Con su brazo extendido a modo de espada apuntó el resplandor hacia esa negrura, y se oyó un susurro similar al aliento ¡hahhh!, después las sombras, de a poco, se fueron retrayendo hasta desaparecer.

Recién ahí sus papás reconocieron el llanto acongojado de Martín que sonaba más apenado que otras veces. Su mamá, entredormida, fue tanteando las paredes hasta llegar a la pieza. Al verla, Martín saltó de la cama y se perdió entre su camisón. Ella lo consoló y escuchó atenta cada detalle que él explicó de los hechos. Después lo abrazo y calzó la cabeza de Martín contra su pecho murmurando al aire, preocupada: Te dije que no te sirvieras de nuevo, te dije...


jueves, 1 de octubre de 2020

No se juega con la comida


Julián se despertó por la angustia de un mal sueño, pero a diferencia de otras veces el abrir los ojos y saberse libre de ese encanto no ahuyentó su malestar. Miró en la habitación de sus padres, pero ya no estaban: debían de haber comenzado la jornada de trabajo. El sol aún se ocultaba, y afuera las paredes murmuraban quejidos cuando el agua hirviendo recorría las viejas cañerías de bronce. Sobre tensos alambres colgaban ganchos de acero, y en el cuarto en donde todos los días se desnataba y se preparaba la manteca, las cuchillas y la chaira aguardaban impacientes sobre una mesa de madera

 Julián se asomó de curioso, nomás. Vestía unas bombachas de corderoy y zapatillas de luces con abrojos. Contempló ese escenario como otras tantas veces: la cadena rodeando el tronco, enganchado en lo alto el aparejo y las sogas gruesas, el carretón, un balde de plástico y un par de perros —Barbucho y Cachafáz— recostados bajo el ombú. 

La peonada se acercó para dar una mano. Prendieron fuego, y un caldero de hierro fundido comenzó a entibiarse el agua. A un costado entre las primeras brasas la pava cubierta de hollín dio inicio a los primeros mates. Otros, guitarra en mano, prefirieron milonguear al calor de la ginebra.

Julián nunca imaginó que esa chancha tendría las horas contadas. Como si en algún punto, el cariño que él sentía por el animal lo convenció de que el destino de Pancha —así la llamaba— fuera a torcerse. 

La relación entre ellos dos se había escrito hace tiempo, cuando Pancha medía lo que mide un cuis o un ratón. En aquella paridera cubierta con chapas, ella pasó la noche apretada contra las ancas de la madre. Después de eso le costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a una teta libre donde mamar. El papá de Julián —paisano instruido en estos temas—, apartó a Pancha de los demás lechones, y Julián con un biberón de leche tibia la alimentaba, mientras le acariciaba la franja blanca que le cruzaba el lomo entre la negrura.

—Ay m’hijo... —Se lamentó su padre la noche anterior Quién lo manda a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo. 

Si bien no se elige con quién amistarse era cierto que, en los papeles, esa chancha no era de julián, sino del patrón. Aunque era innegable que la Pancha era como los perros: únicamente reconocen a un solo dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián cuando la llamaba a la distancia y disfrutaba pasearlo en su lomo por la ensenada de los caballos. Era mansita casi siempre. ¡Salvo cuando tenía cría! Supo ahí el significado de la frase: más mala que una chancha

 

Julián trepó a un paraíso y desde ahí, a lo lejos, logró verla. Los peones la arreaban de a pie, con dos sogas que le cinchaban el cogote. Caminaba pausada, arrastrando con pereza su gordura. Se detenía cada tanto a relucir las mañas, pero entre los gritos y el revoleo de ponchos conseguían que diera unos cuantos pasos más, para volver a detenerse. Julián quería silbarle para... no sabía, en verdad, para qué. Tal vez, para espantarle el temor y se sintiese acompañada. De lo que sí creía estar seguro es que, de silbarle, la estaría guiando a su inevitable final y prefirió callar.

No bien pudieron traerla, una manea se le enroscó en las patas traseras como una yarará. Tras enganchar el aparejo en la manea, entre cuatro peones se aferraron firmes a la soga y tiraron con fuerza para izarla como a una bandera. Los gritos de Pancha se hicieron eco en los silencios de la mañana, y la garganta de Julián fue un remolino amargo de dolor. No sabía qué hacer, aunque a esa altura ya no se podía hacer nada. 

 Un paisano se acercó con timidez hacia la Pancha. El trinar de gorriones se amainó de golpe y los perros agacharon la cabeza presintiendo que algo malo estaba por suceder. La densa niebla se mezcló con el humo del cigarro. El paisano extrajo el facón de su vaina, pero sin voltear hacia arriba para no verlo: se imaginó como ese par de ojos nuevos estudiaban con desprecio cada uno de sus pasos. Sólo un padre conoce, realmente, el sufrir de un hijo.

El paisano apoyó su rodilla sobre la tierra humedecida por el rocío. Hizo una pausa sin tiempo. Conocía muy bien su labor de verdugo: agarrar el cuchillo por el cabo, cerrar el puño firme y entrarle por el cogote empujando la carne hasta traspasar el corazón. 

La Pancha lo olfateaba y lo miraba sin pestañear. Quién sabe qué sentiría. ¿Se daría cuenta de que el hombre que una vez le salvó la vida, ahora juntaba coraje para hundirle el facón? Él no permitió que la duda lo ablandase y pensó: “lo mejor es no saberlo”.

Una estocada seca desató el alarido de Pancha. Julián cerró los ojos y se cubrió la cara como intentando atajar las lágrimas que ya corrían por sus mejillas: no quería llorar frente a ellos. La sangre cayó a chorros, y Barbucho en un intento trunco por meter su hocico recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó a colocar el balde:

—¡Vamos a tener buena morcilla negra! —gritó, mientras revolvía con su mano la sangre espesa.

El paisano no le respondió y se apartó dejando caer el cuchillo ensangrentado. Del bolsillo de la camisa sacó un negro y con pitadas largas lo fumó como si en ese acto de soledad se fuese a limpiar su conciencia.

Tras los últimos espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo y la fueron recostando, lentamente, hasta quedar postrada con la mirada fría. 

Desde la casa, la madre lo llamó: 

—¡A cambiarse Julián, que se te hace tarde para ir al cole! 

Julián se barrió las lágrimas con el revés de su manga y bajó del árbol. Con desgano se puso el guardapolvo y se llevó la mochila a la espalda. Ya sentado en el transporte escolar, apoyó la cabeza contra la ventanilla y se aferró al único consuelo posible de todo aquello. Sabía que, al regresar del colegio, su madre lo esperaría con un buen pan casero con chicharrón, chicharrón de cerdo calientito, recién hecho.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Amor verdadero



El primer domingo en que nosotros dos salimos a pedalear en bicicleta, mis tripas orquestaron quejidos avisándome que debía localizar con prisa un baño. Ella era bioquímica y trabajaba en una clínica privada sobre la avenida Cisneros; mientras que yo, me proyectaba como un donador compulsivo de plaquetas. Cada quince días pedía un turno con la misma excusa: entregar mi sangre para estar cerca de ella y saborear el aroma de su perfume, sentir su cabellera larga y rojiza acariciar, sin intención, mi brazo, o disfrutar de la suavidad de sus manos cuando me ajustaba con violencia la goma de suero.

No recuerdo si fue la sexta o la séptima vez que me clavó la aguja, cuando inventé una languidez por el ayuno y le propuse tomar un café en el bar de enfrente. Ella, con la seriedad con que me trataba siempre, no me permitió acabar la frase:

—No, gracias —, me dijo sin mirarme, y abandonó la sala.

Nunca me consideré un tipo muy agraciado. Digamos que según los cánones de la belleza masculina me mantengo en la media. Pero si hay algo que me sobra, es constancia. Así que, en las siguientes visitas, me enfoqué en temas cotidianos de manera tal, que ella se viera en la obligación de responderme. Aunque fuera por educación.

—¿Qué locura el tránsito no? Imposible encontrar dos metros donde estacionar. Toda la manzana ocupada. ¿Siempre es así por acá?

—Todos los días son así. Los trescientos sesenta y cinco. Por eso prefiero venirme en bicicleta. Hago un poco de ejercicio y evito estos problemas.

Aquella vez todo siguió como si nada. Y con un rechazo en mi prontuario debía buscar señales más claras, si es que quería jugar mis últimas fichas.

 

Un día mientras esperaba sentado en la sala, la vi conversando y al notar mi presencia, se recogió el cabello detrás de su oreja y contorneó una sonrisa tímida. 

Veintidós veces me había clavado una jeringa en los brazos y nunca me había mostrado ese gesto. Si bien, nuestras charlas se habían enriquecido con cada pinchazo, y de vez en cuando se le escapaba alguna carcajada, esta vez parecía andar con la guardia baja: ya me había contado de sus mascotas, que vivía en un monoambiente y que odiaba a su vecina del tercero C. Yo no quise interrumpirla. Sólo esperaba el momento correcto para sacar provecho de la situación. 

Al terminar con la extracción de sangre junté coraje y le dije:

—Si te queda bien este domingo, te espero en la plaza y salimos a dar una vuelta en bicicleta. Dicen que va a estar soleado —. Y, me quedé esperando la respuesta.

Ella me miró como si procesara una decisión importante, se sacó los guantes y antes de abandonar la sala giró y me dijo:

—¿A las 17:30 en la plaza San Martín te queda? —y asentí con la cabeza.

Llegué a casa y llamé a mamá para contarle. No es que sea de esos hijos calzonudos, pero era la única persona que conocía mis intenciones luego de descubrir innumerable cantidad de marcas de “picadura de mosquitos”, que no se creyó ni medio.

—¿No te estarás drogando vos? Mirate el brazo. Te acordás cómo terminó tu amigo, el peladito ese... ¿Nacho, Pancho?

—Cacho, mamá. No te asustes, no es nada de eso —. Y, no me quedó más remedio que contarle toda la historia, para borrarle la mirada de horror con la que me veía.

Realmente yo sentía en el pecho esa torpeza que se confunde con amor, y necesité compartirlo con alguien, aunque ese alguien fuese mi propia madre. Mis amigos no sabían de esto. Los conocía y conocía sus reacciones ante estas situaciones cursis. Me los imaginé diciéndome “Te gusta complicarte la vida a vos”, “por suerte no es cardióloga, sino, donas el bobo” o frases de ese tipo. No iban a comprender que estaba enamorado de alguien que conocía mis niveles de colesterol, mis triglicéridos y mi ácido úrico.

 

Es probable que el día del paseo, me traicionaran los nervios o la ansiedad. Cada tanto ella me hablaba de algún tema, y yo veía el movimiento de sus labios, pero no lograba entenderla. En cada pedaleada, en ese esfuerzo cauteloso por girar la corona de mi bicicleta; sólo estaba acelerando un proceso que me arremetía con puntadas de cuchillos en mi estómago. 

Ya llevábamos unas quince cuadras, cuando el sudor bañó mi frente. La piel, al igual que mis labios, perdían ese usual tono saludable, pero no podía desaprovechar la ocasión que conseguí con tanto trabajo. De golpe no podía más, era imposible retener.

—Te parece si caminamos un poco — le dije sin estar seguro de eso.

Ella me miró extrañada, y por suerte no se opuso a mi pedido.

Giramos en la esquina y se nos interpuso un bar. Afuera se ubicaban varias mesas con sombrillas que se cerraban ante la puesta de sol. Y con la excusa del café pendiente, fuimos a pesar de no visualizar una mesa libre en la vereda. Al llegar, ella encadenó su bicicleta y yo arrojé la mía contra una planta. Me dije qué la parió, no llego. Y, sin dar tanta explicación, atiné a decirle:

—Pedí dos cafés que ya vengo enseguidita —. Y la dejé ahí... parada.

Casi corriendo ingresé al local. Continué derecho hasta chocar con la pared del fondo y me metí en un pasillo. Vi el cartel con el tipo dibujado en la puerta y recé para que esté disponible. Tenía una sola oportunidad. Cerré los ojos, tomé el picaporte con fuerza y la puerta se abrió.

De a poco fui recobrando los signos vitales, pero mi piel seguía pálida. Salí airoso, pensando "Por Dios, que no entre nadie al baño". Lo segundo que pensé fue: “¿Me seguirá esperando después de que la dejé sola?” Qué clase de enamorado sale corriendo así en una primera cita sin tomarse el tiempo al menos, de explicarle qué le sucede. Por ultimo pensé: ¿Cómo hago para explicárselo sin caer en lo vulgar?

Sin esperanzas la busqué entre la gente que permanecía de pie, pero no logré encontrarla. La preocupación me ganó y con ello el inevitable vacío. Busqué mi bicicleta con la intención de emprender mi retirada a casa, y casi sin querer observé en una de las mesas, unos ojos claros que se cruzaron con los míos y como cada vez que me separaba de ella, sentí cómo la sangre me volvía al cuerpo.


jueves, 10 de septiembre de 2020

La decisión correcta



Era inevitable que los recuerdos de Ramiro, su hijo, le causaran nostalgia mientras permanecía sentada en su cama rodeada de fotos. Siempre recurría a ellas cuando andaba de alas caídas. Cuando la ausencia de su esposo le pesaba más de lo habitual. Tantos años, que no parecían demasiados, pero todos desparramados sobre el acolchado deshojaban innumerables historias. Tantas fotos de él jugando a la pelota con la remera de Racing que le regalo su padre, con el disfraz de hombre araña o el de bombero. Otras con bonetes de cartón soplando velas. Esa con los primos y de golpe esto. Un cambio tan complicado de asimilar, quizás no para la mayoría, pero sí para ella. No era un capricho así nomás, necesitaba tiempo para acostumbrarse y procesarlo. Porque su tiempo era otro; de otras costumbres, de otros credos. Iba en contra de su educación, de su crianza, de un estereotipo grabado en algún lugar donde ella no tenía acceso como para ir, apretar un botón y comprenderlo todo. Reconocía que el pedido tan particular de su hijo, no la tomaba por sorpresa. Había tenido quince años mintiéndose a sí misma, intentando negar una realidad que no se permitía ver. 

Primero se convenció de que él, prefería tener más amigas mujeres, porque con ellas se llevaba mejor. Que le gustaba jugar con su ropa y su maquillaje como el resto de los niños. Que tenía rasgos delicados, dotados de una elegancia singular; y traía a la memoria un profesor en sus años de facultad, con rasgos similares, pero que tenía esposa y eso, le daba cierto alivio. Las evidencias habían sido tantas, y tantas insinuaciones de parte de él, pero solo su confesión fue lo único que terminó de convencerla. Tuvo que escucharlo de sus propios labios, decir lo que sentía y cómo se sentía, aunque desgraciadamente, eso terminó en una discusión de frases sin filtro, con gritos y portazos.

Esa noche, ella quedó atrapada entre las sábanas de tanto dar vueltas, los sueños se interrumpieron con preguntas, ¿Qué dirían en el barrio, o las maestras cuando se enteren en la escuela que su hijo era...? ¿Lo dejarían entrar a la iglesia cuando se sepa?

—¿Que más me podría pasar?, primero la muerte de Jorge que me deja sola y ahora esto, ¿por qué a mí? Si lo crie igual que a Martín y que a Fernando. Y ahí andan los dos con sus familias, con sus hijos, pero este pendejo me sale con esto, ¿a dónde me equivoque, qué hice mal? — se preguntaba en un silencio absoluto.

Cuando recordaba las palabras de Ramiro, debía taparse la boca para retener el llanto. La incomodidad la invadía e incluso por momentos le volvía el enojo. Era evidente que su confusión rozaba el desvarío cuando recreaba la discusión que habían tenido hace apenas un rato:

—¿Cómo que salir a comprar ropa de mujer juntos?, ¿vos me querés matar, hacerme morir de un infarto? ¡Mira!... mira si te escuchara tu padre, no puedo ni imaginarme las cosas que diría.

—¿Por qué no podés ser normal como los demás? —le dijo casi sin pensarlo.

—Yo soy normal mamá. Me gustan los tipos, nada más.

—Por favor, no me digas esas cosas así, la presión... ya me duele la nuca.

—No es para tanto, te pido que me acompañes a comprar ropa, no a ponerme las tetas.

Cada comentario de él le desfiguraba la expresión en su cara. Pero esa negación y el desgano por comprenderlo, solo hizo, que él se enfurezca y se vaya a su cuarto. No sin antes decirle:

—Mira mamá, te guste o no, me siento así. Homosexual, puto, un marica o como quieras llamarme. Y si no te acostumbras a esto, te vas a quedar sin nada.

—¿Sin nada? ¿Qué me querés decir? ¿A dónde vas a ir? ¡Vení!... vení para acá Ramiro—. Pero quedó hablándole al aire, porque él ya no la escuchaba. El volumen de la música atentaba con desplomar las paredes de su cuarto.

La semana pasó desapercibida, envuelta en una cotidianidad sofocante. Ambos evitando cruzarse. Él comía en su habitación, ella sola en la cocina. Pero su enojo duró apenas, lo que duran los enojos de las madres, porque lo desplazaron sus miedos que no le dieron respiro. Sabía que lo podía perder. Porque ir en contra de esa rebeldía, podría dejar una resaca, de las que hacen doler la cabeza. Y en esas charlas con ella misma, donde alentaba posturas y replanteaba reacciones, reconoció su principal miedo. Era el miedo a que lo juzguen, que sufra el rechazo por ser diferente, por ser él mismo. No vivían en una metrópolis, esto era apenas un poco más grande que un pueblo. Un lugar lleno de prejuicios, aunque no se imaginó, que existiese algún otro sitio donde esté a salvo de eso. Donde las miradas pasen con indiferencia y naturalidad. 

Sin dudas quería verlo feliz, porque ante todo era su hijo. No tenía otra alternativa y se dio cuenta que no podía frenar ese sentir. Ese cambio que exigía a gritos salir a la luz. Necesitaba acompañarlo en esa dirección, porque supuso que ahora, la necesitaría más que nunca. Porque si ella; la que lo parió no pudo controlar su primera reacción, mucho menos; iba a poder evitar la reacción de los demás. No sabía bien que hacer, pero de seguro, debía ser algo rápido.

Varios días pasaron y ella intentó hablarle sin captar su atención. Pero llegó el sábado y como cada día, se acercó a la puerta de su habitación intentando doblegar esa resistencia.

—Rami, averigüé un par de tiendas que venden ropa para... chicas adolescentes. Si querés, vamos de una escapada. Podemos ir a pie, total no están muy lejos de casa y de paso charlamos un poco. —La falta de respuestas y la espera interminable la estaban matando—Ya estuve viendo algo de la vidriera, te va a encantar, ¿qué te parece?

Ella permaneció parada, casi inmóvil. Necesitaba recuperar a su hijo, recuperar sus miradas cómplices, sus caricias, que volviera a confiar en ella. Golpeó la puerta con suavidad y temor. Escuchó la voz de su hijo —pasá mamá, está abierto —. Que le dijera mamá, y que al entrar a la habitación, él se levantara y la abrazara, la llevaron a creer que no se había equivocado.

 


jueves, 3 de septiembre de 2020

Las dos miradas



No me llamó ni Martincito, ni Tincho, ni Toto como cuando era bebé... sino, Martín. Y esto que parece no decir mucho, me señala alguna cagada que salió a la luz y debo preparar una buena explicación para seguir usando la compu. Para colmo, ahora no recuerdo alguna macana reciente, y la última vez que me llamó así, fue hace unos meses atrás, cuando en el campito de la esquina le di ese puntinazo a la pelota de Mingo.

Me acuerdo como si fuera hoy, un viento asqueroso ese día, impresionante. No quiero exagerar, pero parecían minitornados remolineando en el poco pasto reseco que quedaba en la canchita, mejor dicho, en el terreno baldío del viejo Corbalán. 

Yo le había explicado a mamá que no era mi culpa, la culpa la tuvo El Nutria. —Así le decíamos a Rubén, por los dientes—. Él empezó con las cargadas. Me boludeaba sabiendo que yo había errado un penal muy parecido el día anterior: de esos penales imposibles de errar. No es que yo sea Messi pateando penales, sino, porque el arquero era el Rulo: algo así como parar un matafuego en el medio del arco. Pero aquella vez justo la agarré mordida, y me salió una masita: se le podía contar los gajos mientras rodaba ese esférico por el suelo. Esférico… ya estoy hablando como el viejo Corbalán. 

Y como esa tarde —la tarde de la cagada— Mingo avisó que tenía que irse, y además era el dueño de la pelota, les gritó desde el fondo:

—¡¡¡El que mete el gol, gana!!!

Y apenas terminó de decirlo, Tico saca desde la izquierda un lateral que termina en los pies de Marito, este avanza varios metros casi llegando al área de ellos, sacude un centro a la manchancha —a media altura—, y encuentra la mano del patadura de Javito que defendía para ellos. Flor de quilombo se armó: que era mano contra el cuerpo, que estaba afuera del área, que rozar no es lo mismo que tocarla, y que se yo cuantas quejas más de parte de ellos; pero Mingo cobró penal y se la tuvieron que morfar. 

Esta vez no atajaba Rulo, sino El Nutria, que andaba con el chiste fácil.  

—¿Te sacate las pantuflas de ayer? —me decía, junto otras pavadas que ni me acuerdo. Me brotó la calentura desde el cuello de sólo escucharlo. Las orejas me hervían y lo miré con bronca, mejor dicho, con odio lo miré. El viento me empujaba por la espalda, animándome a que vaya a cagarlo a piñas, pero preferí enfocarme en el arco de madera. Lo miré y lo vi mal parado, recostado un poco sobre la izquierda y la tierra en el aire le obligaba a entrecerrar los ojos. Acomodé la pelota, tomé los cinco pasos de distancia que siempre acostumbraba a tomar para patear penales, y empecé la carrera con los dientes y los puños apretados. Le sacudí un zurdazo de lleno con la punta del botín: salió un balinazo que se metió justo donde tejen las arañas. El Nutria ni la vio. 

Cuando ya desataba mi festejo con sabor a revancha; la sonrisa se me fue borrando al ver que la trayectoria de la pelota copiaba en el aire la forma de una banana. Por más que hice fuerza con los ojos, con la cabeza, con todo el cuerpo intentando desviarla, fue directo a la ventana del viejo Corbalán. Los muchachos acompañaron a coro con un, ¡¡¡uuuhhh!!! 

Por suerte no rompí ningún vidrio. Aunque fue una suerte a medias, porque paso algo peor: la pelota entró silbando por la ventana que estaba abierta de par en par, porque justo ese día de mierda al viejo se le habría ocurrido ventilar la casa o vaya a saber por qué la dejó así; pero con tanta mala suerte, que fue a dar en el jarrón de Estercita —así le decía él—. Y no le decía así porque el jarrón fuese de su esposa, sino porque era un regalo traído del extranjero y en su interior descansaban las cenizas de Doña Ester, que terminaron esparciéndose vaya a saber por dónde con semejante ventarrón. Nosotros, al escuchar el estallido de algo romperse en mil pedazos nos alzamos a la mierda, como cuando rompíamos el foco del alumbrado público a gomerazos, o cuando Catalina nos descubría robando mandarinas colgados del tapial. El único que quedó parado en medio de la cancha fue Mingo, que no quería perder su pelota por nada del mundo.

—Dejala Mingo, otro día venimos a buscarla. Vamos antes que salga el viejo —le dije, para que mi acto cobarde, no me cargue de tanta culpa.

Uno lo piensa ahora en frío y dice: —¿Cómo lo pudimos dejar solo a Mingo? —, pero que se le va a hacer... si la pelota ya estaba en las últimas. No era una tango plastificada de las nuevas, se parecía más a un huevo de gajos deshilachados, que entre las costuras ya asomaba la goma naranja de la cámara.

Lo que no pude saber en ese momento fue que, Mingo en esas ganas ciegas por querer recuperarla, hizo lo que cualquier chico de once años habría hecho en su lugar: me entregó al mejor estilo Judas, después que el viejo Corbalán volvió del almacén y lo encontró hurgando en su casa. Tras notar lo sucedido con el jarrón, no le quedó más remedio que mandarnos al frente para limpiar su nombre.

A la hora, más o menos, sentí que golpeaban la puerta. El grito me llegó como un sopapo, previo a los que se vendrían después. Era un grito parecido al que acabo de escuchar recién, con el mismo tono. —¡¡¡Martiiin!!! —pero sonaba más a una "e" —¡¡¡Marteeen!!! —grito desde la puerta mi mamá y salí de mi pieza con las manos en la espalda, como esperando recibir una tarjeta roja. 

Llegué a la puerta, y lo vi al viejo Corbalán parado y con una mirada que conocía; parecida a la que debí haber traído el día anterior, esa después de errar el penal imposible. Una mirada apagada y creí reconocer su angustia. No estaba ahí para reclamar un jarrón nuevo, ni mucho menos, las cenizas de su esposa. Solo se apareció para decirme sin palabras, que había roto algo mucho más delicado, personal e irreparable. A mostrarme como mi descuido desapareció de un plumazo y para siempre, el objeto que lo unía a su esposa. Ese que, de alguna forma, mantenía su presencia en esa casa o tal vez en su cabeza, y no supe como retrucarlo. Porque si me hubiese culpado apenas me tuvo enfrente con un enojo razonable después de mi error, hubiera podido desviar la acusación: echarle la culpa al viento, o alguno de los chicos, o que la pelota era ovalada; pero ante ese silencio que no esperaba, ante ese gesto vacío no podía hacer nada más que quedarme parado mirando algo que no había visto hasta ese día: ver un hombre mayor, llorar con lágrimas de un niño, mientras me mostraba pedazos del jarrón que traía en sus manos huesudas.

Y así, sin decirme ni una sola palabra, dio media vuelta y se fue caminando.


lunes, 10 de agosto de 2020

La Mecedora


Úrsula había muerto hace casi dos años por un cáncer que la consumió súbitamente. Su casa con rejas antiguas y paredes cubiertas con enredaderas seguía manteniendo su esencia: las rosas del jardín denotaban un cuidado singular aun cuando Saúl, su marido, rara vez recordaba regarlas. El perfume de su piel seguía impregnado en las sábanas y en la ropa aún seguía guardada en el placard.

Los recuerdos de un pasado no tan lejano se conservaban intactos. Como el cuadro de marco labrado, que colgaba en una de las paredes del living encima del hogar, y donde Úrsula se había hecho retratar por Delia Lomaglio, una pintora gitana poco conocida. En aquella pintura se la observaba en su vieja silla: una mecedora de madera heredada de su abuelo, que Úrsula usaba a menudo y que en el ocaso de sus días la mantuvo postrada. Se sentaba por horas enfrente del ventanal que daba al patio, algunas veces inmersa en la lectura, y otras veces observaba su jardín de rosas mientras acariciaba a su gato negro que se subía a su falda y ronroneaba por horas. Ese cuadro desbordaba tanto realismo que, al caminar frente a él, daba esa impresión un tanto siniestra, de que Úrsula los seguía con una mirada.

En su juventud, Saúl fue un hombre muy apuesto, y ella era del tipo de mujer que no permiten que el marido acuda solo a una reunión donde haya otra presencia femenina. Se rumoreaba que Úrsula era capaz de intimidar a quien sea, cuando se veía amenazada por la belleza de otra mujer. Historias que al escucharlas, no parecían ciertas.

Del fruto de ese matrimonio concibieron a tres hijos, y con ello siete hermosos nietos que los visitaban cada fin de semana. A los pequeños les encantaba corretear por toda la casa, subiendo y bajando escaleras, pero una sola cosa tenía terminantemente prohibido: jugar con la silla mecedora de su abuela: esto a Úrsula le cambiaba el humor.

 

Luego de transitar su duelo, Saúl empezó a tener charlas cada vez más frecuentes con Luisa —la vecina que vivía en el edificio de enfrente—. Al igual que él, era viuda. Primero conversaron desde veredas opuestas, y cuando se dio cuenta que su compañía en verdad le quitaba el peso de la amargura, una vez a la semana iba al edificio a tomar el té.

Una tardecita de despedidas con besos en la mejilla, él tomó coraje y la invitó a cenar a su casa un domingo, a lo que Luisa aceptó con gusto. Saúl pensó que no era mala idea darse una oportunidad de rehacer su vida.

Llegó ese día ella golpeó a su puerta, pero Saúl ni se había bañado. Y no porque no tuviese interés por aquella cena, sino, porque sus hijos lo visitaron sin aviso y se quedaron hasta tarde aprovechando el día veraniego. Él no quiso insinuarles que se vayan por miedo a levantar sospechas y por desconfiar que la noticia no fuera bien recibida en la familia.

Tras expresarle a Luisa unas justificadas disculpas, la hizo pasar y le pidió que lo aguarde un instante, mientras él se duchaba rápido. Ella se quedó en el comedor observando el buen gusto de Úrsula por los muebles de roble, las bandejas de plata, la alfombra persa ubicada en el living y la elegancia de los candelabros de cristal que colgaban del techo iluminando la sala. Se acercó al ventanal y observó los rosales del jardín, y también descubrió en una esquina la silla de la que Saúl le había comentado alguna vez. Tentada por la curiosidad, su reacción fue la que cualquier persona tendría ante un objeto tan poco común. Aprovechando que nadie la observaba se sentó con delicadeza y se apoyó sobre el respaldar para mecerse. 

Saúl cerró las dos canillas y cuando el agua dejó de caer, lo sorprendió un grito de espanto. Sin dudarlo entreabrió la puerta del baño y preguntó algo asustado:

—¿Luisa, te encuentras bien? —, pero no obtuvo respuestas. Se tapó con la toalla y bajó la escalera con cuidado.

Al llegar al comedor vio a Luisa sentada en la silla de Úrsula. 

—¡Luisa, Luisa! —repitió nuevamente, pero a ella no se le movió un músculo.

Saúl se acercó despacio, el corazón parecía salírsele del pecho, y cuando alcanzó a verle la cara, se tapó la boca con las manos. Luisa tenía una expresión de horror: la piel descolorida y los labios arrugados; las manos quedaron tiesas ante un gesto espantoso como si se atajara de vaya a saber qué.

 

La ambulancia solo llegó para confirmar lo que era obvio, Luisa había fallecido de un paro cardíaco, y nada se podía hacer.

Retiraron el cuerpo, y Saúl se quedó solo. No quiso llamar a sus hijos para no preocuparlos y, además, no era su intención contarles que hacía con una mujer en su casa. ¿Qué fue lo que pudo desencadenar esa muerte?, nada tenía sentido. Recorrió con la mirada una vez más el comedor y apagó las luces. Subió las escaleras, y el eco de sus pasos se mezcló con el crujir de la madera. Giró la cabeza y miró hacia el ventanal que se iluminaba con el resplandor de la luna, y un escalofrío le recorrió la espalda cuando, después de saltar sobre la mecedora, el gato negro de Úrsula comenzó a ronronear.


martes, 4 de agosto de 2020

El Asado no es una comida.



El asado viene impreso en nuestro ADN, y aunque sea una frase un tanto trillada, cómo imaginan que habrá hecho aquel hombre primitivo, tras descubrir las facultades que brinda ese elemento tan noble, como lo es el fuego... No cabe ninguna duda que su segundo paso, habrá sido cazar un mamut o algún animal prehistórico para asarlo al calor de las llamas y festejar semejante proeza con su gente.

Tomándolo sólo desde una perspectiva conceptual y un tanto fría —como podría ser la culinaria—, diría que no demanda un análisis exhaustivo. Por lo que, claramente podría abordarse en tan solo un par de líneas, similares a las que ocuparía la elaboración de un peceto al horno o una tortilla de papas. Sería una comida más del montón y se mezclaría en algún cajón, junto a las demás recetas de Doña Petrona de Gandulfo que nunca preparamos. 

Un digno competidor por un espacio en la mesa de los domingos podría ser la pasta, cuya elaboración es un acto solitario, casi invisible. En mesas enharinadas, donde en la mayoría de los hogares el espacio suele ser un impedimento para el cortejo de los invitados, por eso se prepara antes. Mientras que, en el asado, hasta el que no hace nada es una pieza importante. A tal punto diría, que es un eslabón indispensable para que todos los ingredientes permanezcan en completa armonía. Pues encender el fuego sin comensales presentes se asemeja a conseguir un logro, una meta importante y no tener con quien compartirla. Sin olvidar que puede derivar en frases como: "No sé para que les digo a qué hora venir si vienen cuando se les da la gana" o " esto no es un restaurante para que lleguen justo a la hora de comer". Porque el asado comienza mucho antes. Mucho antes incluso de sazonar la carne. Arranca apenas con el primer mate —no por casualidad estos elementos deben ser primos o compartan algún parentesco por los sentimientos que ambos despiertan—. Sí, no quiero sonar desmesurado, pero desde bien temprano se inician las primeras charlas, nada profundas, esas que se expresan para lograr una interacción mientras se acomoda la leña y se prepara el escenario donde llevar a cabo el espectáculo. Por eso la importancia de la picada previa y el aperitivo. Porque obligan de cierta manera, a que el desembarco se precipite mucho antes del horario en que el festín culinario se lleva a cabo.   

Si pretendiésemos un análisis meticuloso, en principio se lo podría realizar con los ojos cerrados, y no me refiero con esta expresión a que es algo que podría cumplirse a ciegas, sino, literalmente cerrar los ojos y percibir los factores que lo presentan como un menú diferente y lo convierten en un ritual placentero donde comulgan todos los sentidos. Basta escuchar el chirrido de la madera o el carbón en ese acto tan maravilloso de la combustión, ese que se entremezcla con los rumores del ambiente y con el aire en movimiento. O el aroma que desprende la grasa al fundirse; ni hablar del sabor de la carne ahumada cuanto su textura crujiente acaricia el paladar.  

El verdadero asado es sentimiento en estado puro. Desde el instante que el niño arroja los primeros bollos de diario o pequeñas ramas, y disfruta el chisporroteo de la sal. Es como estar enseñándole a escribir su nombre, a pasar una pelota o decir buenos días. Un aprendizaje que lo escoltará por el resto de sus días. Donde se permitirá mediante este instrumento tan loable, crear un contexto fértil donde sembrar recuerdos que trasciendan el paso del tiempo. Y al igual que el índice de un libro, podrá ser consultado cuando gran parte del contenido se haya mezclado en la inmensidad de los acontecimientos. 

"Te acordás aquel asado en lo de Juan, cuando me contaste que conociste a Clara... ¡Quién iba imaginar que terminarías casado y con cuatro pibes!" 

"¿En que asado era, cuando Mariana se re-mamó y se puso a llorar porque se le había dado por querernos a todos?". 

Y sí, no cabe dudas que el asado es motivo de reunión, de confesiones y festejos. Pero no hace falta que el viento sople en la espalda o las tostadas caigan con la mermelada hacia arriba, también se amolda para esos días cuando la sonrisa es un gesto mezquino. Nos ayuda a digerir tragos amargos y porque no, a cambiar el curso de malas elecciones. Porque después de cruzar los cubiertos y dar comienzo a la sobremesa, todo puede pasar en ese himno que no es exclusividad de este banquete, sino una reacción propia del agasajo, de compartir un momento íntimo después de cualquier degustación. 

El asado no es sólo una comida, es la excusa para que un día se considere completo. No es por el aplauso para el asador, ni por ostentar como se cuece la carne a punto. Es reencontrarse con los afectos y con uno mismo. Por eso, cuando tus amigos o familiares te inviten a comer en alguna pizzería, restaurante o incluso una parrilla, sentí sobre tus hombros la responsabilidad de continuar con el legado que se nos confió miles de años atrás. Y deciles con voz firme ¡mejor hagamos un asado!, hoy yo pongo la casa, vengan todos a comer acá.

 

Marcelo Villafañe


Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...