viernes, 12 de abril de 2019

Un viaje inesperado


Transcurría el año 1992 o 93, en épocas despojadas de celulares y sin más tecnología que un teléfono fijo o fichas para algún teléfono público. Junto a un par de amigos que no voy a nombrar para no exponerlos en este relato, (habremos sido cuatro o cinco) quedamos de acuerdo que al día siguiente nos encontraríamos todos, en un horario cercano a las diez treinta u once de la mañana, para ir a la laguna “La Bademia”. En esos tiempos la palabra de un hombre era una cualidad de muchos, porque no tenías posibilidad de retrotraerte de tus compromisos, no tanto por la integridad de la persona sino porque no había forma de avisar a los demás, no todos disponíamos de un teléfono en el hogar y creo que tampoco era una necesidad prioritaria tenerlo. El motivo de aquella reunión era una excusa para comer un asadito en un lugar poco común y luego volveríamos al pueblo, repasando proezas que podrían llegar a surgir de aquel encuentro improvisado.

Había varios puntos de partida, el mío era desde la casa de mi amigo Lucho, él tenía una moto Juki amarilla y yo con una Zanella 50cc. de color gris, que le habían regalado a mi hermana para su cumpleaños. Emprendimos viaje por bastos caminos de tierra y guadal que van dividiendo los campos contorneando sus límites. 

Al llegar, ese paisaje parsimonioso podía apreciarse casi sin alteraciones, un ancho y largo 
espejo de agua parecía unirse con el cielo en el horizonte. A lo lejos flamencos rosados que parecían caminar sobre el agua dado su poca profundidad, deslumbraban con su elegancia. Las gaviotas merodeaban sobre la orilla y algunos patos salvajes enriquecían aquella fauna compuesta mayormente de aves. La calma podía percibirse a kilómetros por la ausencia del progreso, en ese lugar que tranquilamente podría ser inspirador para el arte y la lectura.

Luego de apreciar el entorno y transcurrido 20…30 y hasta 50 minutos, llegamos a la conclusión que el resto del grupo nos habían dejado plantados. Por ese entonces, nos encontrábamos solos y carcomidos por la indignación de esa falta de compromiso, con aproximadamente un kilo de carne para asar en cada mochila, y con la primer planta que nos podía proveer un par de leños para cocinar tal banquete, a varios kilómetros de distancia. En aquel lugar cubierto de sal, de superficie irregular que olía a barro podrido, infestado de desquiciados mosquitos y cagadas de vaca por doquier, un lugar que difícilmente inspire para realizar alguna actividad. Sumado a que un fuerte viento te atravesaba el alma y yo solo había traído 5 fósforos y un pedazo de la caja para raspar y encenderlos. Diría que eso no solo parecía un pantano, sino el peor lugar del mundo para hacer un asado.

Ya cansados de ver solo agua estancada y adentrándose el horario del almuerzo emprendimos la retirada. Volvimos sobre nuestros pasos donde se ubicaban las motos y lo único positivo de esa situación, fue haber encontrado una moneda de 50 centavos en la inmensidad de todo eso, tengan en cuenta que para esa época y para nuestra corta edad, encontrar dinero, por más ínfimo que sea, era digno de festejo.

Para cualquier ser humano promedio, el retorno a casa sería un desenlace inminente para esta historia, pero para nosotros, no. Era como volver derrotados por la naturaleza y por aquellos que faltaron a su palabra. Tuvimos que redoblar la apuesta a semejante viaje y en eso Lucho esboza una idea muy propia de él, me dice —Vamos hasta Maggiolo a comer el asado? — un pueblo vecino ubicado a veinte minutos de ahí. Todos pensaran porque a Maggiolo?  La verdad que hasta el día de hoy, no puedo entender el porqué de ese destino. Solo que con 12 o 13 años, no habíamos traspasado muchas veces los límites más allá de nuestro pueblo y menos por nuestros propios medios. Parecía algo alocado e irracional por ende merecía ser ejecutado. Nos sentíamos cruzando la frontera entre la Alemania Federal y la Alemania Democrática, en épocas del Muro de Berlín, sobre todo porque mis viejos no lo sabían y si me llegaba a pasar algo, el destino que me esperaba era similar al de aquellas persona que intentaron cruzarlo. Sin más preámbulos, dimos rienda suelta a la irracionalidad y emprendimos el viaje por un camino alternativo, para evitar los peligros de la ruta y a su vez acortar un poco las distancias.

En la travesía no hubo altercados. Al llegar cruzamos el pueblo en busca de un sitio apto para nuestro propósito. Esto nos llevó alrededor de minuto o minuto y medio.. (convengamos que Maggiolo no se destaca por ser una de las planicies de tierra más extensas, sino más bien todo lo contrario).

Finalmente localizamos el acceso pavimentado al pueblo, que estaba dotado sobre sus orillas de enormes eucaliptus que proveían una espesa sombra y buena cantidad de ramas caídas, que contribuyeron a una fogata. Sobre una parrilla improvisada yacían trozos de carne asándose, con su grasa dorada y crocante rechinando al contacto con las brasas, alcanzando su punto de cocción alrededor de las tres de la tarde, momento justo para la degustación que no precisaba palabras para describirse. Pero la trama principal de aquel día no era el asado, sino al finalizar este. Cuando revisamos los tanques de nafta, ninguno de los dos tenía suficiente combustible para volver. Es como si estuviéramos cumpliendo alguna una ley física que desconocíamos hasta ese momento, algo así como, “a ideas incoherentes, le corresponde un resultado directamente proporcional a los salames que se les ocurren”

Empezamos a rasgar nuestro bolsillos y apenas un puñado de monedas podíamos juntar entre los dos. Un peso con veinticinco no era suficiente para ambos, pero por suerte esos cincuenta centavos encontrados en la laguna fueron la salvación, porque cargamos 1 pesos en el tanque de Lucho y 70 centavos en el mío, que recién empezaba a utilizar la reserva, y le regalamos una historia alocada al playero de la estación de servicio, que parecía no entender los límites de la estupidez humana. Y ese día, si bien, no dejo una enseñanza o un mensaje esperanzador para futuras generaciones, ni de alguna de aquellas charlas salió la cura de alguna enfermedad terminal, solo sirvió para entender que los buenos lugares lo hacen las buenas compañías y que cuando me juntaba con Lucho, alguien o alguna fuerza sobrenatural se encargaba de darnos una mano para que todo no nos saliera tan mal.

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