Sana, sana, colita de rana...



Hace una semana que me tiene a maltraer la tos y el catarro. Los síntomas no dan indicios de querer disiparse. Tengo un retroceso mental de tanto tomar Aliviatos en jarabe, solo resta que la ingesta sea a través de una cuchara como solía darme mi vieja. Antes no era común el uso de medidores de plástico y ahora rebalsan en el cajón de los cubiertos. Solo había dos medidas, cuchara sopera o cuchara chiquita, todo a base de cálculos estimativos. Aclaro que el jarabe automedicado no me hace ni la tos.

Trato de eludir al doctor, pero me quedan pocas alternativas, intuyo una visita inminente. No es que tenga miedo a los médicos ni a las jeringas —casi nada—, ni a las enfermedades o a los tratamientos, lo mío es una reacción alérgica a la espera y a la ansiedad que genera el notar como pasa cada segundo tan lentamente, como el goteo de una canilla mal cerrada. Debe ser por eso, que a los enfermos les dicen pacientes, —ya veo porqué— es de lo único que hay que armarse para ir a estos Centros de Salud. Me da tremenda apatía desperdiciar mi tiempo sentado en una silla de la sala de espera de alguna guardia, pudiendo estar durmiendo, que es otra manera de desperdiciar el tiempo pero al menos sin ansiedad.

Busco el carnet de la Obra social y subo al auto. Mientas manejo retomo el tema de las inyecciones, y el recuerdo de unas papas fritas al disco hechas con grasa de vaca —que comí frías—, pueden ser el nexo de mi negación a los descartables. En esa oportunidad fueron cuatro o cinco pinchazos en las nalgas, la sensación de sentir como se clava lastimosamente esa microlanza, primero cortando la piel, luego abriéndose entre la carne y las fibras musculares, y drenar ese líquido espeso, aceitoso, de la manera más lenta y cruel posible, dando lugar a los gritos y llantos desgarradores de tan solo un niño. Capaz debería tratarlo con mi psicólogo, o tal vez, primero debería visitar uno. 

Me registro en la recepción y me dirijo a los asientos que nunca son suficientes por el poco espacio que se contradice con la cantidad de personas que aguardan ser atendidas. Me fijo en el monitor y mi nombre figura en segundo lugar, después de un tal Nicolas, que al parecer se trajo media familia. ¿Los planetas se habrán alineado?, pero no quiero festejar antes de tiempo, de imprevistos la vida está llena. Solo espero que me atienda alguien y lo remarco como alguien y no como doctor, porque con tal de irme rápido, que sea enfermero, curandero, el Pai Umbanda, un chaman o el doctor amor me da lo mismo... Bueno, mejor este último no. Quiero reservar ese momento para cuando me toque hacerme el exámen de próstata.

Transcurrieron quince minutos. Acaba de pasar una enfermera vestida de celeste llevando sábanas limpias, un señor en silla de ruedas es empujado por su hijo. Frente a mí, un muchacho con una férula en la pierna derecha está sentado junto a su madre y lo llaman para hacerse una resonancia magnética. Su mirada es desafiante y altanera, de las que  sostienen siempre la guardia alta, pero no tengo ganas de una pelea de ojos (llámese al desafío visual), en otros tiempos podría ser, ahora prefiero seguir escribiendo desde mi celular, lo considero más productivo. Tras unos minutos de haber entrado en el resonador, el técnico en radiodiagnóstico llama a su madre para que ingrese, y llego a una simple conclusión con una frase de mi viejo, —los cojudos se terminan con la pólvora— y también adentro de un resonador. Aclaro que para gente claustrofóbica suele llamarse a un familiar para tranquilizarlos o incluso llegan a sedarlos.

Mientras, sigo escribiendo para mantener mi mente distraída y ocupada, veo salir a Nicolas que se reúne con sus familiares, pero la doctora no me nombra, por el contrario, ella cierra la puerta. ¿Tendré la suerte que siendo las cuatro y veinte de la tarde surja una emergencia de algún paciente que trajo la ambulancia?, ¿o le toque hacer la ronda diaria y me deje esperando una hora? —Como deseo que sea viernes a las catorce horas para quedar libre de ataduras laborales — pienso para no desvariar.

Levanto la cabeza y lo veo pasar a Petu, un amigo. Él me ve y pregunta si estoy bien, le respondo —sí, un poco apestado nada más— y le hago señas con la cabeza, acompañado de un movimiento de cejas emulando un —¿y vos?—, estamos en un sanatorio y no sé la causa de su visita, tengo el presentimiento que algún día me encontraré con alguien conocido y su respuesta será —tengo un cáncer terminal, me quedan dos días de vida y sos el primero al que se lo cuento—, por eso me da miedo preguntar —¿cómo andas?— en esos lugares, no vaya a ser que su respuesta me deje tartamudeando sin saber que sonido reproducir y termine escribiendo sobre la vez que pregunte algo que no debía haber preguntado. Aclaro que Petu se encontraba bien.

En el monitor muestra el tiempo de espera, van treinta minutos y la doctora brilla por su ausencia. ¿Que estará haciendo esta dulce mujer en el consultorio si no entró nadie?, bah, quizá lo haya pensado con un lenguaje más vulgar y en un tono más despectivo. En ese instante se me cruzan películas de Porcel y Olmedo, inconscientemente invento títulos como, Los doctores las vuelven locas, Los maestros del bisturí, Los enfermeros le sacan lustre, y puedo seguir por horas con ese juego de palabras para posibles películas ficticias, que en aquella época hubiesen sido un éxito. Creo estar entrando en la etapa del desequilibrio mental, que se ubica previa al enojo y seguido de la espuma en la boca y el simulacro de convulsiones.

Y acá sigo dándole al dedo gordo para no pensar que llevo esperando cuarenta minutos, —y la reput.... — creo que me acaban de llamar!! Sí, dijo mi nombre!! Bloqueo el celu y después retomo esto.

Tras quince minutos me liberaron. Voy a seguir viviendo. El diagnóstico es una bronquitis aguda, parece un nombre peligroso aguda, sabe a complicación, pero no lo es o al menos no me voy con esa impresión. Me dio un corticoide para tomar por cinco días y unas nebulizaciones. También me ofreció un inyectable pero no acepte por lo antes mencionado, porque no tengo nada contra las vacunas y las extracciones de sangre, pero ponerme boca abajo, con mis partes expuestas, sin saber cuando viene el pinchazo...; —prefiero dejarlo para las emergencias— no quiero volver a casa manejando de costado en el asiento del auto. Aparentemente se terminaron los caramelos y siempre te ofrecen un inyectable. Mi dilema es que, como lo venden ellos, no sé si lo hacen con fines curativos o para sacarte plata de algún lado. Cada uno tiene sus rollos y locuras, debe ser porque viví en la época donde supuestamente andaba una trafic blanca, que secuestraba chicos y le quitaba los órganos. Son marcas invisibles que quedan de esas leyendas urbanas poco creíbles, como el viejo de la bolsa, el cuco o el chupa cabras. Cada vez me autoconvenzo que realmente debería visitar un psicólogo.

Dejo durmiendo esta narración en modo borrador por cinco días, no me puse a pensar como darle la estocada final a este toro moribundo, he tenido otros pormenores. Pero el destino es sabio y quiere regalarme un final diferente a este escrito, otra vez estoy en la guardia porque no paró la bendita tos, los medicamentos tienen el mismo efecto que un palito de la selva. Acaba de pasar el técnico de mantenimiento con un fluorescente que no funciona más, seguro me recetan un inyectable para la reposición del mismo, no creo que  zafe del pinchazo.

Hoy no hay nadie que me mire con desdén, solo dos ancianas que son hermanas, no porque me lo hayan comentado, sino porque el parecido es inequívoco, son dos gotas de agua. Diferentes peinado, misma nariz respingada, misma boca con labios finos y pintados de rojo y esas miradas clonadas. Es una generación que se bañaban y perfumaban para ir al doctor, bien vestidas, con ropa íntima que se compraba exclusivamente para la ocación. Yo parezco salido de un taller después de un cambio de aceite. Olvidé peinarme, no me afeite, pero al menos, me puse desodorante y me lavé los dientes, algo es algo.

Seguro hoy llueve granizo, en el monitor estoy posicionado cuarto, pero hay dos médicos en la guardia y me llaman rápido. Me revisa otra vez la misma doctora. Esta vez le llevo una placa de tórax que me hice unos minutos antes para estar tranquilo y para que sea más certero el diagnóstico. Parece que sigo con bronquitis, no mutó en nada raro. Le cuento de mis ahogos y el cansancio de estar tosiendo sin parar y logro mi objetivo... me receta antibióticos y algo para aflojar todo ese contenido viscoso de mi garganta. Y como era de esperar me ofrece un inyectable,  —otra vez se quedaron sin caramelos— pienso. ¿Habrá avanzado tanto la medicina que el tratamiento lo determinan sus pacientes?, o capaz en estos tiempos de cambio, donde sobrevuela un titubeo por no herir susceptibilidades,  nos lleve a la muerte tan solo por ser amables  —señor!! se muere de un paro cardíaco, ¿quiere un par de descargas en su pecho? ¿o prefiere una pastilla de menta?—. Sigo sin entender porque es opcional, prefiero que la recete y comprarla en la farmacia de la esquina.

Pasaron cinco días del párrafo anterior a éste. Terminé los antibióticos y adivinen donde estoy... sentado frente a una puerta blanca, con el nombre de alguien impreso y un número seis en el centro. —Si esperas resultados diferentes, no hagas siempre lo mismo — por ende, opte por cambiar de Profesional, esta vez saque un turno con mi médico clínico que hace unos dos años que no veo, sospecho que se acordará de mí. Mientras espero, me pongo a releer lo escrito para ver que puedo extirpar de esta narración para que la cirugía no sea tan extensa. Llegará el punto en que los lectores —si es que existe alguno que se animó a leer hasta acá— desearán mi muerte con tal de terminar este cuento corto devenido en una novela que no encuentra un final, donde no viven felices para siempre, donde la ciega sigue ciega y donde Luis Fernando no dejó a su primer novia porque ella sigue en silla de ruedas, pero sabemos que esta enamorado de la sirvienta. Y sí, me terminé yendo por las ramas, pero no lo borro porque me causó risa.

Salgo del doctor y mis deseos de jugar mañana el último partido de local del campeonato, retroceden siete casilleros. Si no hago reposo lo que sigue es la neumonía y esa palabra sí, que suena alarmante. Maldita mi suerte, me quedo sin partido y además lo inevitable, me recetó un inyectable —mi criptonita—, antibióticos más fuertes, que son pastillas del tamaño de una nuez, ya le estoy dando la bienvenida a la acidez, estos medicamentos te agujerean el estómago.
 

No voy a esperar una semana más para cerrar esta historia, mi impaciencia me puede,  daré por sentado que voy a mejorar si me cuido y hago el reposo necesario, de lo contrario tendré tiempo para escribir si termino internado. No me despacharé contra los médicos de las guardias, sería cruel y desigual librar un juicio sin antes permitirme empatizar. Reconocer la cantidad de horas que trabajan, algunos, doble turno. La desproporción de médicos con respecto a la cantidad de enfermos, tan desigual. La cantidad de vidas que se salvan y muchas otros condimentos que no deseo sazonar sobre este texto. Puedo pecar de impaciente, o tal vez de prejuicioso, pero cuando se trace la triste linea de mi final y se reste el tiempo disfrutado menos el tiempo que permanecemos inertes, si el saldo da negativo, sé que no habrá un reintegro en días, ni disculpas por las demoras ocasionadas, no me pagarán horas extras ni vacaciones, esos minutos habrán sumado horas, días y semanas que habré desperdiciado sentado en alguna sala de espera, intentando acelerar el reloj, inmerso en un bloc de notas deseando escapar de ese presente incómodo. Es por eso que al menos prefiero, que se ofrezcan caramelos y no pinchazos en el culo.

Mi segunda lengua (my second language)


Está comprobado estadísticamente que cuatro de cada siete personas, odian el comportamiento irresponsable de la gente que se encuentra detrás de un volante, o en su defecto, de un manubrio. Este dato importantísimo, —de similares características a los que emite la Universidad de Massachusetts—, fue informado este último martes por los alumnos de Ingles pre-intermedio, de una prestigiosa academia de la ciudad de Venado Tuerto, a raíz, de que se solicitara generar un texto sobre las cosas que más odiamos y donde no se permitía escribir sobre suegras o el riesgo país.

Estudiar inglés se asemeja mucho a la vida misma. Algunas veces estas arriba —cuando entendes casi todo — y otras, te ves en la lona cuando el tema es nuevo o el translator del cerebro nos quedo puesto en modo off. Luego de haber cursado tres años, con una pausa entremedio, soy capaz de comprender textos cada vez más extensos, en este lenguaje tan vital para el ámbito laboral y personal. Pero mi talón de Aquiles, es al intentar proferir palabra alguna. Caigo en una imitación burda de una especie de Diego Maradona, pero con el bypass gástrico ubicado en la garganta. Tengo una fluidez de diálogo similar a los dibujitos animados de la pantera rosa; la vieja; esa que yo miraba cuando era chico. La que comenzaba sentada luego que se difuminaba levemente una luz rosa y aparecía fumando un cigarro con boquilla, algo muy poco propicio para estos tiempos que corren, donde seguramente algún movimiento de esos que florecen todo el tiempo, estaría en las puertas de algún canal de televisión protestando para evitar que todos los chicos, salgan fumando al recreo en los jardines de infantes.

Sin embargo no solo he aprendido algo de inglés en estos pocos años, y digo pocos para no parecer tan burro, porque a esta altura capaz debería estar dando clases y de pedo que puedo hilvanar dos palabras seguidas. Mi nivel es tal, que podría contarles la experiencia en carne propia, de como se iniciaron en el habla los primates norteamericanos a lo largo de la evolución humana, y vestido con un taparrabos y un garrote de madera en la mano, no notarían la diferencia, de quién es el que evolucionó.

Como les decía, estas clases son muy enriquecedoras porque solemos contarnos vivencias, problemas y un poco de cultura general expresado en un idioma parecido al inglés. Podría diseñar una fiesta de bodas sin transpirar una gota de sudor, en vista del conocimiento fehaciente que poseo acerca de los pormenores que pueden surgir durante el planeamiento de un evento del tal magnitud.

También sé que, en la intersección de la ruta 188 y la ruta 33, existe un paraíso en la tierra, conocido como Villegas town. Donde se dice que, el Edén, ese lugar místico y celestial donde vacacionaremos algún día cuando dejemos de existir terrenalmente (este dato no aplica a todos), fue ideado a imagen y semejanza de esta ciudad con calles de adoquines y donde no me animo a contradecir tal afirmación, para no caer en ninguna controversia.

Hemos aprendido que una novia celíaca, implica tener dos cocinas en la casa, y que todos lo productos cuestan casi el doble que sus primos con gluten. También que los jóvenes, cuando toman confianza dejan su lado más vulgar al descubierto, y llegan a cualquier horario, se olvidan los útiles, y cuando usan el baño, se toman un tiempo exagerado solo para hacer del "uno". Hah!!, y casi lo olvido, "Estoy embergada" puede ser una frase fuerte para compartir en clases, por más que se explique el embargo de Vicky Xipolitakis.

También aprendí que un buen día, se puede arruinar con solo escuchar el audio de una chica llamada Jessica Fox, que habla como si la estuvieran corriendo los zombies de The Walkind Dead y a la cual hipotéticamente a esta altura, deberíamos entender claramente. O a la pequeña Mary's Meals, que le gusta cocinar y hacer caridades, pero aún tengo mis dudas sobre si ese audio, estaba en Inglés o en algún idioma que aún no fue descubierto.-

Fuimos vendedores y clientes, recepcionistas, mozos y comensales, hemos estado de un lado y del otro de un teléfono, fuimos enfermos y doctores, atendimos una tienda y compramos ropa. También debatimos sobre la velocidad del pinguino, sobre la variación del dolar, los créditos uva, y la problemática existencial que padecemos por el hecho de ser tan Argentinos, que solo nos miramos el ombligo y no nos importa el resto. Que todo aumenta desproporcionalmente, que seguro iremos a parar al carajo y que en Alemania, Holanda, Nueva Zelanda e Inglaterra la gente tiene otra mentalidad y sería el lugar adecuado para ir a vivir, pero como muy lejos, llegamos hasta Capilla del Monte. Mientras nos tomamos una pausa sentados en el pupitre, acompañados del mate intentando resolverlo todo, recobramos de a poco la cordura para retomar nuestra clase de inglés, y evitar que esto se asemeje a un sketch, de polémica en el bar. 

No sé si algún día podre entender o hablar este idioma de una manera más natural. Por lo pronto, me conformo con saber que parrilla se dice "grill", que yo no entiendo se dice "I don't understand", que chancho es "pig", que "actor, chocolate, doctor, horrible, horror, radio y virus" se escriben igual en ambos idiomas, por ende, tengo un 1% de conocimiento adquirido, y que el final de este cuento, se escribe The End.

This narration is dedicated to my English class, my classmates, my teacher Shirley, who is patient with us every day.

La carta soñada.


Esta carta te la escribo desde un sitio intangible, donde las incongruencias desconocen límites, donde proyectamos los anhelos y se mezclan con fotografías guardadas en cajones ocultos allá arriba, sobre el estante donde no llegan los niños. Te escribo más precisamente desde mis sueños. Sí, sé que suena delirante, pero salió de ese lugar donde es posible deambular en el basurero de los recuerdos, ese laberinto mental que se activa cuando escapamos de la realidad que nos ofrece el mundo exterior, y donde rescatamos involuntariamente los residuos de situaciones vividas o añoradas.

 Te cuento lo que acaba de suceder en mi mente hace un momento nada más:

 Esto transcurría en Arias. Voy por un camino de tierra sentado en la parte trasera de una moto. El que maneja no sos vos, sino Mario Pergolini. Sí, el mismo que hacía CQC. No me preguntes por qué manejaba él, pero era parte de todo este ensamble de incoherencias que te voy a comentar. Mario lucía la misma cara en una noticia de Internet que vi hace pocos días, así que deduzco que quedó anclada en algún recoveco de mi subconsciencia. En el sueño voy hablando con Mario Pergolini y tengo una epifanía, me imagino que vamos a salir campeones del mundo con la selección argentina de fútbol. En realidad, no me lo imagino, no es un anhelo, lo viví como si fuese más que una visión, era algo que certeramente estaba por ocurrir y mi alegría era tal, que la sentía en todo el cuerpo —en el del sueño y en el que yacía dormido—. Era como tocar el cielo con las manos, esa sensación de ver un futuro tan prometedor para mí y para millones de argentinos que tanto anhelamos esa copa. En esa visión también aparecía un Maradona joven pero no como jugador, sino como icono de nuestro fútbol, eran imágenes que pasaban de él como un fotolibro. Los jugadores argentinos festejaban; el cielo se cubría de papeles blancos y celestes; había bengalas y una locura desequilibrante en un estadio de algún lugar. 

 Mientras tanto, yo iba en esa moto a festejar vaya a saber qué, porque aquella visión eran imágenes de algo que supuestamente iba a pasar en el futuro. Pero si en estado sobrio se me ocurren boludeces todo el día, imaginate lo que puedo ser cuando no controlo la sensatez de mis ocurrencias.  No soy dueño de manipular la imaginación en ese territorio desconocido.

 Te sigo contando: Venimos por una calle de tierra y llegamos al cruce de vías que se encuentra pegado al predio de doma del club Belgrano, y acá el sueño toma un giro brusco. Este es el momento en que te cruzo a vos viniendo por la mano contraria, también sentado en la parte trasera de otra moto conducida por una mujer de pelo castaño. En este punto se presenta una incógnita: no sé quién es esa mujer. Capaz porque después de tanto escribir ya se esfuman las partes menos importantes de lo que soñamos, o tal vez es un personaje de relleno que aparece para que la moto no se maneje sola, como los extras de las películas que toman un café mientras transcurre la escena del bar. Lo que sí sé, es que no es tu esposa. Además, al igual que vos, lleva lentes de sol y se me hace muy difícil identificarla. Habrá sido alguna mujer que mire de reojo y para que la Negra no se dé cuenta utilicé lo que en el rugby llamamos vista periférica, dejándola archivada en mis recuerdos sin tanto detalle. Pero como ella iba con vos, tampoco me corresponde hacerme cargo de con quién te juntás y mucho menos en sueños delirantes.

 Tenías puesto la misma pilcha que cuando me invitaste a tu cumpleaños en el campo, seguramente me quedó grabado por las fotos que estuve viendo hace poco. Cuando te vi le dije a Mario Pergolini "pará la moto que voy a saludar a un amigo", me bajé, vos también, y nos fundimos en un abrazo que me emocionó. Es más, creo que esa emoción tan real fue la que más tarde me terminó despertando junto con los gritos de mi hija. Te dije ¡¡¡feliz cumpleaños Pirin!!!, pero acá el sueño tiene una falla, porque vos no cumpliste años, sino tu hermano. Y, como no te vi la noche en que él los festejó, me deben haber quedado esas ganas de saludarte. Entonces te abracé como se abraza a los amigos de toda la vida, esos que no ves por mucho tiempo y en ese choque, un río de vivencias justificó cada segundo de ese abrazo interminable.

Ahora son las cinco de la tarde y vuelvo al mundo de los desvelados, me despierto aturdido por esa transición entre ambos planos paralelos. Acabo de tener un sueño tan sentido y auténtico, que en dos oportunidades pude percibir la felicidad y la nostalgia de una forma tan palpable que me llamó la atención. Por miedo a olvidarme de ese sueño, tomé el celular, abrí el borrador y de inmediato me puse a redactarlo para abarcar la mayor cantidad de detalles posibles, sabiendo que su paso es fugaz por la mente, y aún más en la mía que no se molesta en retener este tipo de utopías.

Me desperté con mil preguntas en la garganta. Con ganas de saber de tus cosas, de saber cómo estabas, de tu salud, tu familia, pero no hice nada. Estaba demasiado ocupado recolectando fragmentos para escribirlos que al final me dormí en los laureles y no te llamé.

Ahora que el sueño —en su mayoría— quedó plasmado en esta carta virtual, me pregunto si te habrá llegado aquel abrazo, o tal vez una brisa pasajera te recordó alguna travesura de nuestra infancia.

Para no hacerla tan larga y no caer en adulaciones y sentimentalismo, no voy a dejar mensaje final ni moraleja, no me molesté en relacionar un campeonato de fútbol con nuestro abrazo, con Maradona y mucho menos con Mario Pergolini. Al fin de cuentas, quién soy yo para darle racionalidad a las locuras del subconsciente. Es una simple carta de los divagues que se me cruzan cuando no trato de ser normal. Desde el lugar donde las historias no tienen un cause ni coherencia, donde alguna vez solía volar, donde me corren y siento pesadas las piernas, donde ensayamos otra vida con sentimientos que se sienten reales, donde suelo pelear con alguien mientras mis puñetazos no lo dañan, donde reproduzco copias de historias que fueron y no volverán, y donde regreso a charlas con gente que ya no está. Ahí, donde solemos invocar personajes de ficción o de carne y hueso, y donde la mente suele avisarnos en modo de sueños, que se extraña a los amigos que andan en motos con chicas desconocidas. Y te despertás feliz por ese abrazo real, aunque manipulado por la imaginación, mientras que en el mundo verdadero la voz de una niña te llama gritando para tomar unos mates.

Historias fogosas.


Según Wikipedia, la Piromanía, es un trastorno de control de impulsos, relacionado con la provocación de incendios y la atracción por el fuego. También habla que el causar estos incendios genera una sensación de alivio de tensiones, exponiendo un diagnóstico que en cierta forma me identifica en algunos puntos. 

Por alguna razón que ignoro, esa reacción química que produce la combustión me atrae de sobremanera. Quizás por una mezcla de admiración, nostalgia, por el calor amigable o el resplandor y las sombras irregulares que se proyectan. Dan, junto al crujir de la leña que se quema, un combo terapéutico de relajación. 

Es por ello, que quise seleccionar tres pequeñas historias que me ligan, por decirlo así, a este elemento tan fascinante que es el fuego.

Cuando mis viejos trabajaban en el campo, un fin de semana por medio les daban franco, y luego de almorzar y armar el equipaje, partíamos hacia el pueblo a una humilde casa de dos ambientes que alquilábamos. La entrada principal daba a un pequeño comedor/cocina, y este conectaba a una habitación, con una cortina que cumplía la función de puerta. Mi hermana y yo dormíamos en una cama de una plaza en posiciones invertidas y mis viejos en la cama de 1 1/2 plaza.

El tiempo y el crecimiento de ambos, hizo tedioso compartir ese espacio reducido, por lo tanto, nos turnábamos una noche cada uno, para descansar en una reposera que se hacía cama y estaba ubicada en la cocina.

Ese domingo era mi turno en la reposera. En ese sonajero nocturno que te dejaba la espalda como si hubiese llevado upa, un peleador de sumo por todo el barrio. Luego de apagar el televisor, se cruza en mi radar visual, casi sin quererlo, una botella de alcohol de litro. La tomé en mis manos, derrame apenas unos pocos centímetros cúbicos sobre la mesa de melamina. Apagué la luz. Y por un mero experimento científico, le acerqué un fósforo encendido apreciando como rápidamente, se consumían esas llamas desde sus contornos hacia el centro, hasta que en pocos segundos, no quedó ni una mísera gota de nada.

Aplicando una de regla de tres simple, llegué a la conclusión matemática que, si unos pocos centímetros cúbicos daban un espectáculo fascinante en la oscuridad del comedor, imagínense lo que sería equis (x), si se derramaba una cantidad generosa que cubra casi toda la mesa. Por error o por inocencia, no me dispuse a repasar los cálculos con la mente fría, pues mi ansiedad me sobrepasaba como para detenerme a refutar los parámetros del experimento y sus variables. 

Sin más vericuetos, incliné la botella de alcohol hasta lograr un círculo de unos 60 centímetros de diámetro de aquel líquido, que se asemeja a algo tan inofensivo, como lo es el agua. Encendí un fósforo y al contacto con la sustancia inflamable, todo se aclaró de golpe, una llamarada azul de más de medio metro cubrió la mesa. Mi cara de asombro, mis ojos abiertos en su máximo extensión, se maravillaron un par de segundos. Me sentía un neandertal descubriendo el fuego, pero la preocupación me abordó al apreciar que el tiempo en que se consumía el alcohol, era mucho menor al de la prueba inicial. Parámetro que había olvidado ingresar en el cálculo. 

A todo esto, luego de unos 30 segundos, mis viejos se levantaron espantados al ver la claridad que asomaba en la habitación. Tiraron algunos trapos sobre la mesa para ahogar el fuego y dieron fin al experimento. Eso no solo me valió un buen reto, sino la concurrencia a un secundario pupilo. Aparentemente, por alguna razón, no les inspiraba confianza, o es lo que pude leer entre líneas.

Lo más reciente fue hace un par de años cuando finalizado el cumpleaños de mi hija. Tomé las cajas vacías de los regalos y los papeles de los envoltorios, las coloqué en el asador, las rocié con alcohol y encendí una fogata que derretía hasta los ladrillos refractarios. Me mantuve alejado para soportar las llamaradas de tres metros de alto, acompañadas de un suave rugido que daban un espectáculo alucinante. Ese día descubrí que el machimbre de madera de la galería, sobresalía varios centímetros dentro de la chimenea del asador, y a raíz de aquel pequeño desperfecto arquitectónico, se prendió fuego el techo de casa. Culminados varios intentos inútiles por apagar el foco incendiario, el humo comenzó a asomarse de entre las chapas de toda la galería y no me quedó más alternativa que llamar a los bomberos. 

En cuestión de minutos revolucioné todo el barrio. Los bomberos, canal 12, los vecinos y cada uno que pasaba se detenía afuera de casa para ver qué sucedía. Por suerte no tenía que dar muchas explicaciones porque Martina, mi hija mayor - en ese momento de 7 años - estaba tan emocionada, que se lo hacía saber a todos los que osaban averiguar qué había pasado allí.  Cómo, cuándo y quién era el culpable de todo eso... su papá. 

Parada afuera en la vereda, era como una especie de enviada especial con conocimiento en relaciones públicas, fascinada por aquella movilización del cuerpo de bomberos, camarógrafo, reportero y muchedumbre. Era como estar en una película y parecía ser la que más lo disfrutaba. Por suerte fue solo un susto y se pudo contener el fuego. Apenas un metro cuadrado de machimbre quemado y un par de chapas desclavadas para poder rociar el agua a presión.

Por último, dejo esta tercera historia sin respetar la cronología de los hechos, pero me pareció un buen cierre a este tema. 

Cuando cumpli 22 años, hice un festejo a lo grande. Vinieron mis amigos de siempre, los de la facultad y dos amigas de Venado Tuerto. Una trabajaba conmigo en un instituto de computación y la otra era su mejor amiga. A la mesa del comedor de casa lo continuaba un tablón con caballetes lleno de amigos, que luego de tomar y comer en abundancia, terminamos en un bar donde seguimos bebiendo. En una pausa de la noche, aparece una torta y una bandeja con copas flameadas. Cuando se consume el fuego del alcohol, tomamos esas copitas fondo blanco, y algo se desconectó en mi cerebro. La noche fue como pocas,  un agradable descontrol. Pero al otro día no me acordaba de muchas cosas. Entre ellas, que me había encarado a mi amiga y compañera de trabajo, que encima se quedaban a dormir en casa. Podría haber quedado todo ahí, hubiece bastado una disculpa y hacíamos las pases, o ella se hacía la desentendida, total no me acordaba de nada. Pero en realidad cuando se le pasó el enojo, seguimos adelante con aquella relación, fruto del fuego, y no justamente de la pasión, sino del alcohol. Y luego de 17 años criamos dos hijos hermosos y construimos una vida juntos. 

Después de muchos años he podido controlar algunas cosas, mis miedos, mis ansias, el cigarrillo, pero el fuego no es una de ellas. Sé que cada vez que esos dos elementos se juntan, dejan en evidencia lo peligroso que puedo ser contra mi propia seguridad. Y lo peligroso que puede ser jugar con alcohol y un par de fósforos. Una vez, casi sin quererlo, quemo la mesa del comedor, y en otra oportunidad casi quemo mi propia casa. Pero la tercera vez, lo que se quemó no lo pude reponer jamás, porque en esa oportunidad los daños no fueron materiales, sino mucho peor, esa vez, quemé mi contrato de soltería, y no quedó ni las cenizas.

El día que matamos a Germán


Algunos creerán que el destino de cada individuo ya fue escrito al nacer, otros en la suerte, en hilos rojos, en el tarot y todo ese tipo de creencias. A mi entender, cada vez que tomamos una decisión, por más efímera que sea, estamos descartando otros posibles futuros. Cada acción o elección que tomamos tiene un abanico de caminos que constituyen diferentes desenlaces, pero solo visualizamos el que nosotros elegimos.

Esta historia fue hace tanto tiempo que tengo recuerdos vagos de algunos pasajes de ese día. Lo que sí recuerdo claramente, fue lo de Germán, y uno de sus posibles futuros:

Era sábado por la tarde y como tantas otras veces nos juntamos en la casa de Huguito. Éramos cinco chicos de doce años hablando de temas poco interesantes. Un grupo estaba en la habitación ubicada al fondo, ahí había una cama grande con mesas de luz en los lados, en frente un placard y sobre el costado derecho otro más chico. Sobre la izquierda, una puerta doble de madera con postigos permanecía abierta, y tenía salida al patio, donde me encontraba con el resto de los muchachos.

El moverse en manadas favorece al efecto de inhibición colectiva, con respecto a las normas que deben cumplirse al ser invitado a casas ajenas. Normas tales como no tomar agua de la botella, no abrir la heladera sin permiso, ni sacarse los mocos y pegarlos bajo la silla. Pero Lucho ese día desatendió una muy importante al abrir uno de los cajones de una mesa de luz, con intenciones de buscar vaya a saber qué. Detrás de un rosario, un par de libros y una bolsa de caramelos para la tos, encontró una franela naranja. La sustrajo desde el fondo, y cuidadosamente envuelto, descubrió un revolver calibre 38. Lo empuñó y se puso a jugar apuntando a Germán, suponiendo que estaba descargado. Rozó el gatillo con el dedo y ejerció un poco de presión. El martillo se levantó levemente y en aquel tambor de hoyos cilíndricos que deberían estar vacíos, se incrustaban casquillos de balas, esperando inmolarse contra algo o alguien.

El rugido de un trueno irrumpió en la habitación. El humo y un silencio sepulcral lo preceden. Hasta que un ¡¡¡Nooo!!! sale de la boca de Lucho, que deja caer el arma sobre el piso de madera. Se toma la cabeza, y la mirada de desesperación se adueña de él y de todos. Todavía no entendemos qué pasó, pero nos damos cuenta cuando vemos a Germán desplomarse en el suelo, boca arriba, y bajo su espalda asoma un charco de sangre que inunda parte de la habitación. Diego es el que está más cerca de él: se agacha para levantarle la cabeza y colocarle un buzo, mi buzo. Germán tiene los ojos llorosos de miedo a morir. Y, aunque realiza intentos inútiles por aferrarse a la vida, exhala sus últimas bocanadas de aliento hasta quedar inmóvil.

No reaccionamos, más de uno se sienta en el piso, agarrándose de las rodillas, mientras que Carlitos, más avispado, grita pidiendo ayuda.

La mamá de Huguito viene corriendo hasta la habitación y descubre el escenario. Empieza a insultarnos, nos pregunta: ¿Qué pasó? ¿Qué hicieron? Pero, ante nuestra falta de reacción va corriendo hasta el living, agarra el teléfono, y entre llantos, llama al hospital para que manden una ambulancia.

La espera es espantosa. Somos tan jóvenes, tan inexpertos con la muerte, que no sabemos ni que sentir: miedo, tristeza, sorpresa, todo es un total desconsuelo. El olor al hierro de la sangre es nauseabundo y se impregna en nuestra ropa y hasta puedo saborearlo entre los dientes.

Transcurre el tiempo, no sé cuánto, es imposible medirlo. Llegan los paramédicos y tratan de reanimarlo, pero es demasiado tarde para Germán, para lucho y para todos.

La policía se hace presente, y es muy difícil explicar lo sucedido: se nos dificulta completar frases. Y, como si no fuera suficiente tormento, se suma la imagen perturbadora de ver cómo se llevan a Lucho, esposado. Lo sientan en la parte trasera del patrullero y nos mira, despidiéndose de aquellos niños inocentes que no volverán a serlo nunca más.

Después, todo empeora. Se acercan los curiosos de siempre que se instalan afuera de la casa. Las imágenes de lo sucedido me invaden, estoy aturdido y no puedo dejar de pensar cómo se pudo haber evitado. Cómo le explicamos a la madre de Germán que sólo estábamos jugando, que fue un accidente, que ahora no podrá hablar con su hijo nunca más, no podrá acariciarlo y deberá continuar su vida sin él. De sólo pensarlo me tiemblan las manos y el sudor me moja la espalda.

Vuelvo a mi casa. Después de contarle a mis viejos, me muestran las mismas caras perturbadas que hace instantes vi en mis amigos y en los curiosos que se acercaron. Voy a mi cuarto, abrazo la almohada y lloro como nunca lo hice antes. Ese día fue el más largo de mi vida y dejó una marca imborrable que cambió para siempre nuestros caminos.

Dejamos de ser jóvenes, de reírnos por cualquier cosa, de juntarnos para hacer travesuras, de ver la vida tan positiva. Nuestra barra, ese grupo de amigos incondicionales se disolvió tras aquella desgracia. Como si quisiéramos escaparnos del pasado o de las personas que nos lo recordaban.

Seguramente, ese fue uno de los posibles futuros. En otros, quizá la bala no salió disparada, o Germán sólo recibió una herida y se recuperó en el hospital. Pero por suerte o por azar, el futuro que me tocó fue en el que Lucho pudo darse cuenta a tiempo, de que el tambor estaba repleto de balas y lentamente quitó su dedo del gatillo, sintiendo el alivio y a la vez el estupor, de pensar a lo que nos habríamos tenido que enfrentar.

La verdad es que en ese momento no tomamos conciencia. Como sucede con todas nuestras decisiones, no podemos simular ese abanico de posibilidad, tan sólo las dejamos fluir sin darle demasiada importancia.

Algunas veces cuando nos reunimos, un poco más viejos, un poco más gordos, con hijos y esposas, en esas charlas extensas de sobremesa, en esos viajes al pasado donde recordamos sistemáticamente las mismas anécdotas, Lucho suele contarnos aquella donde casi lo matamos a Germán. Y, un sentimiento nostálgico me impide sonreír: sé que en otro futuro paralelo al mío me encuentro sentado frente a una mesa, comiendo solo, rodeado de sillas vacías, y deseando que mi mejor amigo se dé cuenta a tiempo, que esa arma que empuña en la mano está a punto de arruinarnos la vida.

Cuando se apaga la luz


Como en la mayoría de los días laborables, llegué a casa, después de recoger a mis hijos en lo de mi suegra. Preparo la mamadera y nos vamos con Mateo, el más pequeño que tiene tres años, a dormir una plácida siesta juntos en la cama grande. 

Cuando termina su colación nos acurrucamos para contrarrestar lo frío de aquellas sabanas heladas. Nos miramos y él me susurra en su lenguaje codificado —mamá me dite buena notes—. Por lo que se me ocurre invocar una frase, que solía decir mi madre cuando me disponía a dormir después de rezar, —que sueñes con los angelitos— le digo. En ese instante veo en su rostro una exclamación de incertidumbre y ante semejante exclamación no se me ocurre mejor idea, que intentar explicarle que los ángeles nos cuidan por las noches cuando dormimos. Y su cara de incertidumbre paso a un concreto rostro de terror. Pude descifrar, que al no comprender el aspecto que tienen los ángeles, se imaginó que en uno de los lados de su cama, un hombre o un espectro, estaría parado con cara de monstruo, esperando a que se durmiera para arrebatarle el aliento o vaya a saber para qué. Y en ese instante, tomé consciencia del error involuntario que había cometido.

Cuando le comento a su madre tal episodio, me alega que días atrás, cuando cayó la noche, volvió aterrorizado a contarle que había un "mostioen la habitación de papá. Por lo que tuvo que acompañarlo y encender la luz para mostrarle que solo eran los disfraces apilados de mi hija y un gorro con flecos sobre el perchero, que daba un aspecto siniestro para esa mente fácilmente engañable y perturbada por semejante aparición . 

Otro comportamiento que se ha vuelto reincidente, es aparecer en nuestro cuarto durante las noches, acusando tener miedo y reclamando un lugar en nuestra cama, aprovechándose de nuestra pereza y la debilidad de no soportar verlo sufrir. Primero se para en la puerta de la habitación, como un leopardo visualizando algunas cebras, estudia el panorama, junta fuerzas para ir agazapado entre las sombras de la noche que lo atemorizan, pero sabe que a sus espaldas los espera un abismo de sueños retorcidos y ve en esa oscuridad hostil, la única luz de esperanza.

Recordé en ese instante, que eso ya lo viví muchos años atrás en carne propia. Cuando caía la noche todo parecía estar bien hasta la hora de apagar la luz. La claridad de la luna ingresaba por la ventana dejando un escenario aterrador, cubriendo todo de formas fantasmales que eran proyectadas por la ropa sobre las sillas, y la sombra que formaban las ramas de los arboles frente a la habitación. Pero lo que más hacía volar la imaginación, era la puerta entreabierta del placard. Solía abrumarme pensando que en cualquier momento, una silueta con ojos negros color azabache, emergerían de esa oscuridad siniestra, para helarme la sangre y paralizarme el corazón. 

Prendía la luz para hacer un chequeo completo de la habitación, revisaba debajo de la cama, acomodaba la ropa sobre la silla y cerraba la puerta del placard. Volvía a mi cama y luego de apagar la luz, me tapaba hasta la cabeza, procurando dormir abrazado junto a un oso bastante desmejorado que me acompaño por aquellos tiempos. 

Si todo eso no funcionaba - como en el 80% de la veces -  le pedía a mi hermana si podía dejar la luz encendida y si ella accedía, muy sigilosamente cerraba la puerta que que daba a la habitación de mis padres, ponía un trapo sobre el velador para apaciguar la intensidad del resplandor y de esa forma lograba conseguir la seguridad necesaria para conciliar el sueño. Siempre y cuando, no me invadía alguna pesadilla, de las qué al despertar, sentís el alivio y la felicidad, de que toda esa realidad espantosa desaparece con el solo hecho de abrir los ojos.

A los seis o siete años cuando me operaron de amígdalas, mi madre me dijo la noche anterior a la cirugía, que no tendría más miedo y que las pesadillas cesarían para siempre. Sin cuestionar mucho aquella revelación, deje flotando esa idea sin tomarla muy en serio. Lo ilógico de todo esto fue que misteriosamente sucedió así. Como si me hubiesen cambiado el rostro, similar a un agente secreto, ahora poseía otra identidad y lo fantástico de eso es que los monstruos que me asechaban durante las noches, no me podían reconocer. Con tal desorientación, tuvieron que permanecer ocultos en el exilio de las sombras, y no regresaron jamás.

El problema ahora, era lograr entender porque Mateo había heredado los mismos temores. Aquellos que yo solía tener de niño. 

No fue, sino hasta cruzarme con un viejo amigo de mi infancia, que mientras hablamos enérgicamente, desempolvando aventuras juntos, le muestro desde el celular una foto de mi familia y me dice -negro, es igual a vos cuando eras pibe- y ahí supe donde radicaba el problema. Sabía que no era su culpa, ni que todo aquello era producto de su imaginación. Sino que, por el mundo de los espectros nocturnos, se ha corrido la bolilla, de que el niño miedoso que había desaparecido hace muchos años atrás, estaba de vuelta, con un aspecto muy similar, pero en un nuevo vecindario. Y un manto de culpa me abordo por completo, porque en el fondo sabía, por más que me pese, que no venían por él. 

Por eso desde hoy, una luz tenue se mantiene encendida en el pasillo que da a las habitaciones de casa, por simple precaución. Sé que Mateo podrá dormir seguro, porque en efecto los monstruos no existen, al menos, no debajo de la cama y el placard, porque ahí, acabo de fijarme yo.


Ante la derrota



El pitazo final suena, y como el hachazo de un verdugo, dejamos caer la cabeza sobre los hombros vencidos, la mirada fija sobre el pasto verde, aguantando las lagrimas para no mostrar debilidad ante el rival, para que no vean las grietas sangrar por dentro, tratando de encontrar una explicación de cómo llegamos a tal punto.
¡Por qué a mí! ¡Por qué a nosotros!, otra vez más tenemos que lidiar con la desdicha de sentir que la victoria se escapó apenas por un pelito, que nos quitaron la ilusión de las manos. 

Por el otro lado están ellos. Festejando su hazaña. Gritando, delirando de alegría y abrazándose, casi nos parece una burla. No estoy diciendo que lo sea, sólo que la susceptibilidad puede alterar nuestra percepción de la realidad. Nuestra hinchada está enmudecida y mira indignada aquel pequeño grupo de inadaptados festejar con locura. Ellos con su fiesta, van coreando el nombre de su club y tienen el tupe de dar lo que parece ser una vuelta olímpica en nuestra cancha, en nuestras propias narices vemos cómo una vez más se escapa un campeonato. Ojo, ellos están en todo su derecho, pero estamos tan tristes que hasta lo correcto nos parecen mal. Es que a veces no se puede pedir que tengamos pensamientos íntegros cuando no se encuentra consuelo por ninguna parte. Únicamente queda borrar esa foto final de todos ellos amontonados, abrazados a la copa, y pedirle al cuerpo que haga el esfuerzo de empujar esta bolsa de huesos y mantenga los órganos en funcionamiento hasta que termine del día.

La mente empieza a enfriarse y el análisis es inminente, el partido se nos proyecta como una película, situando la lupa sobre una secuencia de jugadas, tratando de buscar explicaciones y culpables. ¡Como no pedimos penal cuando tuvimos la oportunidad!.. capaz lo empatábamos y en el alargue se daba el milagro. Si, hubiese estado complicado ganarlo, teníamos uno menos por esa roja injusta. Va injusta. Injusta para nosotros porque nos quitaron uno, pero al pobre pibe de ellos le bajaron el comedor de semejante trompada. Y bue, cosas de finales, le tiraban viento para despertarlo.. pero ni el huracán Catrina lo volvía en sí. Y si no fuera por esa pelota que se le cae al turco, justo le tocan la mano cuando va a apoyar y hace knock on.. pero que le vamos a decir pobre. Demasiado tiene que lidiar el mismo con la macana que se mando. Pero ahora ya está, no hay nada que se pueda cambiar para revivir al muerto. Para colmo de males, tenemos que padecer el tercer tiempo con estos, nuestros rivales de toda la vida, los de la camiseta blanca y negra.

Y si todo terminara ahí seria un negocio redondo, pero la realidad se sabe que no es así. El problema es que el tormento te persigue como una sombra, cada vez que apoyas la cabeza sobre la almohada, vuelven esas imágenes perturbadoras, vos tratando de guardarla en vez de pasarla, o intentando tacklear ese win que se te escapo por la punta, de patear mejor esa pelota, no justo al medio regalando ese contraataque aniquilador. De recordar una y otra vez los errores con el llanto silencioso de los hombres que no lloran.

Es por eso que, me tomo el tiempo de conmemorar el sabor amargo que deja el verse derrotado, incluso después de haber salido campeón dos años seguidos, y luego de grandes actuaciones a lo que va del año. Porque cuando suene el pitazo inicial, y estén solos en la cancha, si nos gana el cansancio y nos pesan las piernas, es bueno recordar que no hay nada mas triste que verse abatidos por la impotencia de no poder volver el tiempo atrás y corregir esos errores, esos que el cansancio dejan expuestos en carne viva. Ahora, que recordamos qué se siente cuando las rodillas tocan el piso y las manos cubren las caras de dolor, podemos quedarnos tranquilos que caberá una sóla posibilidad, la de dejar el cuerpo, la piel y el corazón.

Dos perfectos desconocios


No sabemos quién invento el saludo, pero se conoce que lo utilizaban los guerreros primitivos estrechando sus manos desnudas, para demostrar que estaban desarmados y en señal de afecto y cordialidad. Adecuado ya a estos tiempos, fueron mutando en los diferentes puntos del planeta con abrazos, besos, gestos y reverencias. 

En mi vivencia particular, el de los pueblerinos que se van de la madriguera que los vio nacer, cuando suelo cruzarme en tierra neutral con gente de mi pueblo, de los que sabes que viven en el mismo sitio que vos pero no tenes diálogo alguno, ocurre una situación peculiar. Una química nace casi misteriosamente, y como un imán me obliga a saludar, a levantar mi mano, o al menos asentir con la cabeza. Porque seremos dos desconocidos en nuestro pueblo, pero en la espesura de la ciudad donde todo es acelerado y el saludo es un gesto mezquino, uno encuentra un fragmento de su pueblo hecha persona, como si a través de él, se trazara un puente a los recuerdos, a una forma distinta de ver la vida, a la posibilidad de estar abiertos a los demás con la guardia baja, no porque prolifere la bondad, sino porque nos conocemos todos y sabemos de quien no nos tenemos que fiar.

Un pedazo de tu pueblo está pasando a tu lado y por más que disimula no haberte visto, ya te vio, y no puede evitar volver a hacerlo. Y si por casualidad llega a andar acompañado, tiene un socio con quién revalidar la información de identificación y antecedentes. Me parece que ese es el hijo de... que los padres viven en... y está casado con una de apellido... que estaba de novio con otro ..., y ahora viven acá. Porque no sé como hacen, pero en los pueblos no te conocen, pero saben todo tu árbol genealógico, con todos los ex-amores, donde vivís, donde vivías y hasta el champú que usabas. 

Solo falta romper el hielo con un 'hola' para notar la satisfacción correspondida de ver alguien conocido, al menos de vista, en ese mar de personas que nos hacen sentir tan lejos de los nuestros. Esa necesidad de pertenencia es más fuerte y es una sensación que no hace mal, que no lastima. Dos personas depositando afecto sobre la otra, deja solo cosas buenas. Es como un pacto que sale de la cuna y solo aplica fuera de las fronteras del poblado. Va anexado al acta de nacimiento, y sería algo parecido a - quien suscribe este documento, se compromete a saludar a los habitantes de este pueblo, siempre y cuando se encuentren fuera de las inmediaciones del pueblo natal, dando nulidad a este contrato cuando volvamos a desconocernos en nuestro lugar de origen, firma- y listo.

Eso solía enfadarme un poco. Que te saluden en un lugar y en el otro no, pero con el tiempo ya me fui acostumbrando a estos encuentros. Ahora cuando veo de reojo a un viejo desconocido, le evito ese momento de duda, que le hace pensar si lo voy a saludar o no, ese titubeo incómodo. Ahora que soy un experto en la materia, el de más antigüedad de los dos, tomo la iniciativa y le asiento con la cabeza para romper esa barrera de incertidumbre y lo saludo tímidamente con la mano, avisándole que no está solo, que ya somos dos.

Incluso el saludo de dos personas que se conocen es muy distinto al de las grandes ciudades. Es algo más prolongado, de sobresaltos que difícilmente pasan desapercibidos. Principalmente cuando se encuentran en veredas opuestas. Comienza un dialogo a los gritos cada uno en su lado, mucha exclamación corporal, risas desmedidas, acompañado de un exagerada articulación facial. En cambio si el encuentro es sobre la misma acera, es todo lo antes mencionado, más un leve arqueo de cintura así atrás como tomando carrera para envestir al otro en esos abrazos que hacen estruendo al unirse, previo a ese ensamble un -como andaaaa, que haceee?-.

Sé de la historia de un amigo que se fue a vivir a Río Cuarto, y trascurridos varios meses, y esa imposibilidad de interacción con sus semejantes, nos cuenta que mientras transitaba por la calle un día de esos, sentía una especie de aflicción, como una sensación de vacío, y nos contó, que en ese instante pudo descifrar exactamente su malestar, - No sabes las ganas de saludar que tenía -, nos dijo. Por supuesto que esto lo recordamos con mucha gracia. Pero lo llamativo es, como un acto de educación deja de ser solo una norma de convivencia, y se convierte en una costumbre, como tomar mate o fumar después de comer.
 
Por eso cuando andes por la calle y te sientas parte de esa ciudad que te acobijó, si ves a alguien de tu pueblo natal, por más que sea un extraño, solo míralo al menos por compromiso, e invítalo a ser ese puente que los une a ambos con su tierra, con la que conoció la parte más pura e inocente de vos. Como suelen decir por ahí, el saludo, no se le niega a nadie.-

Señor de las cuatro Decadas


Inexorablemente al cierre de una etapa, lo precede un balance. Similar a lo que haría un empresario para conocer sus ingresos y egresos, si está satisfecho con ese saldo, si se cumplieron las metas propuestas, si es necesario continuar en ese camino o cambiar el rumbo en la dirección deseada. Hoy, 27 de abril,  me toca mirar a mis espaldas después de cuatro década. Es que los balances en las personas se hacen solo cada diez años, precisamente en el cambio de decena, si uno tiene entre 36 a 39 años ilógicamente se siente de treinta y no cerca de los cuarenta, hay una especie de complicidad entre la memoria y el deseo que generan un bloqueo en el subconsciente para hacernos creer esto. Pero, cuando cambia la decena, ahí no podemos engañarnos más, ineludiblemente se envejecen diez años de la noche a la mañana. Esa misma madrugada al despertar, notas algo peculiar, sentís un cambio en el aire que altera tu cotidianidad, es como salir de la óptica luego de un aumento de graduación en los lentes y al ponértelos se revela un entorno levemente desproporcionado, al principio vas caminando pausado, tanteando el piso con desconfianza, se percibe más lejos de lo habitual, como si en vez de dar un paso estuvieras bajando un escalón, pero con el tiempo te vas acostumbrando, creo que con los cambios de decena es igual.

Cabe destacar que la reacción a esto puede ser variada, cada uno lo toma como puede. Algunos no les afecta en absoluto, lo festejan una semana antes y hasta una después, predispuestos a agasajar a todos los círculos de amigos, disfruta ser el centro de atención. Hay quienes salen despavoridos a hacerse un tatuaje de lo que sea que en ese momento, parece indispensable tener grabado en la piel; comprarse un pantalón chupín, darse un saque en el pelo, tal vez un tono sobre tono o hacerse un corte tipo Maluma, generalmente a estos síntomas se lo conoce como pendejazo o crisis de los cuarenta; otros les pinta bajón, no despiertan recostados sino incrustados en el colchón, arrancan el día llevando un grillete en el tobillo por toda la casa, sensibles a la luz solar y a los fuertes ruidos, solo esperan que ese día  transcurra lo más rápido posible para salir de ese estado insoslayable. Y por último, sin pleno conocimiento de lo que digo, podrían estar los que le dan ganas de escribir… que se yo. En mi experiencia personal, puedo sincerarme que he pasado por todos los estados menos por la crisis, sin embargo aún tengo diez años por delante para contradecirme. El cambio de almanaque no siempre se acepta de la misma manera, es que el paso del tiempo te regala tantas cosas buenas pero te quita muchas otras, es como si quisiéramos agregar un vaso de agua en un balde lleno, inevitablemente se va a derramar algo para poder almacenar ese nuevo contenido, por eso la negación del paso del tiempo siempre está intrínseca en nuestro gen, pero son los buenos momentos los que te permiten seguir adelante y  te dan fuerza para superar los malos, es como uno quiere ver la vida, en que parte del medio vaso fijamos la mirada.

Que quede claro que el problema no está en envejecer (al menos no por ahora), sino en no poder revivir ciertos momentos que nos marcaron, y por más que logremos reunir a los mismos actores, va a carecer de esa frescura de aquellos tiempos. Una solución que veo posible sería viajar en el tiempo, si bien no es un concepto que me seduce demasiado sería una opción; imagínate tener que poner cara de sorpresa cuando suceden ciertos hechos que sabes cómo terminan, el remate de un chiste, un chusmerío de barrio, una mala noticia o incluso alterar alguno de estos momentos vividos podría traer consecuencias catastróficas en el presente, lo hemos visto en Volver al Futuro, o en el capítulo de Homero que viaja al pasado con una tostadora. Mira si al volver de uno de esos viajes abrís la puerta de tu casa y tus hijos tienen otro rostro, generalmente estas cosas suelen pasarle a personas que viajan mucho y no están en sus hogares...pero eso es por otro motivo. O si al despertar, tu esposa fuera cambiada por una desconocida, aunque pensándolo bien, quizá este punto en particular, no sea tan malo para muchos.

Sin embargo una vez al año, para cada cumpleaños, desearía  darme el gusto de volver a esa edad donde no nos importaba nada, donde era posible juntarnos cualquier noche sin problemas de agenda, donde estábamos exentos de responsabilidades, donde él único problema era sacarse una nota baja, o si la chica que te gustaba no te daba bola, o la que No te gustaba te dio bola en una noche de alcohol. Donde la falda para un asado con los muchachos era el mejor corte de carne, y se lo pedías al carnicero rogando que no se pase de los 750 grs. porque te rompía la economía. Donde luego de una noche de descontrol, no sentías preocupación al otro día porque te salten en la cama tus hijos a las 8:00 de la madrugada. Tan solo una vez al año no sería tan egoísta, poder revivir esas noches que siempre las traemos al presente en cada reunión. Debe ser por eso que ya no festejo con tanto énfasis mis cumpleaños, por melancolía o porque el tiempo me quito algo que no me deja disfrutarlo de la misma manera, trato de pasar desapercibido, de no darle importancia, que ese día sea uno más del montón, salvo cuando me tomo el trabajo de agradecer en forma individual a todo aquel que me saluda, es lindo sentir esa caricias y ese afecto.

Como si el destino supiera de reacciones, y nostalgias, quiso que hoy fuera sábado, como dándome un empujón para que no fuese a escaparme de un festejo inminente, previendo que por más amargo que lo pongan a uno estas fechas, deba festejarlo de alguna forma. Al fin y al cabo no se cumplen cuarenta todos los días. Por lo pronto comenzare la mañana con buena música, afrontare este día con otra mentalidad, como le digo a mis hijos, es fácil estar malhumorado, no requiere de ningún esfuerzo, lo difícil es ser positivos, hablarnos y tratarnos bien, esto generalmente viene luego de armarse una de piñas y patadas entre hermanos, que no se atreve a meterse ni William Boo, (árbitro imparcial de Titanes en el Ring), por la tarde podré darme el gusto de seguir pisando una cancha de rugby, que mejor regalo que poder vestir esa casaca azul y roja a los cuarenta pirulos; y cuando se apague el día tratare de fingir que soy aquel pibe que solía jugar al flipper o a los video juegos, que le gustaba tomar vodka con naranja los fines de semana, que era un poco pendenciero pero siempre en defensa de sus amigos y que esperaba ansioso cada 27 de abril para sentarse en la punta de una mesa y creer que la vida no nos pasaría jamás.-


El pobre y el vagabundo


Durante la mayor parte de mi infancia viví en una estancia junto a mi familia. Ahí mis papás trabajaban en el mantenimiento de un extenso parque y en los quehaceres domésticos de un chalé. De tanto en tanto, solía visitarnos un vagabundo al que nosotros llamábamos "el croto Pablo". Realizaba algunas changas para ganarse la comida, y dormía junto a un galponcito con techo de chapas, donde los puesteros dejaban las monturas de sus caballos. Ahí sobre el piso de tierra tendía sus cueros y sus mantas e improvisaba una cama donde amodorrarse.

Tenía un andar tranquilo, pausado, la voz gruesa y calma, era culto, provisto de gran sabiduría; siempre acompañado de algún libro, e incluso leía y escribía en alemán. Según cartas que pudimos ojear alguna vez, tenía una letra inmaculada, un trazo elegante y prolijo, propio de un hombre estudioso. Desconocíamos su historia, su pasado, qué lo llevó a vivir de esa manera, a mendigar y a vestir harapos. 

Yo era un niño normal, que como todos a esa edad quería juguetes caros o ropa que no me podían comprar. Tenía los libros que no aspiraba leer y hasta recuerdo no querer usar una bicicleta que mi viejo me compró en un remate, por estar pintada de un delicado verde manzana. Y, ante todo, pensaba que el significado de la pobreza se reflejaba en las ropas de aquel vagabundo. 

Creo que él lo sabía mejor que nadie que implicaba la riqueza. Bastaba verlo armar sus cigarros con una paz incorruptible. Sostenía el papel con su mano derecha y con la otra volcaba el tabaco, después mojaba un extremo con la lengua y amacijaba con los dedos hasta sellarlo complacido de algo, que para muchos no ocuparía una parte relevante del día.

Él creía tenerlo todo, sus mantas, su bolsa con algunos trastos, su gorra, sus zapatillas viejas, una campera empolvada, su experiencia acumulada, sus anécdotas, los paisajes disfrutados, los libros leídos, los atardeceres, el frío padecido que le motivaba a contemplar una taza de café, de una forma que nosotros no podríamos hacerlo. Desmontándose como un engranaje de la máquina que nos absorbe y nos hace creer que necesitamos tener más de lo que podemos cargar.

El croto Pablo disfrutaba de la soledad, valoraba su tiempo decidiendo por sí mismo, carecía de ideales colectivos, libre de cuentas en rojo, de vencimientos indeseables, de asistencias y reuniones de trabajo, de hacer colas para trámites, de falta de tiempo, de jefes prepotentes, de palmaditas en la espalda. Que más podría anhelar en la vida alguien despojado de ataduras. 

Algunos podrán objetar de su mala alimentación. No es fácil soportar el frío y el calor que repercutió en el deterioro de su ser, acortando los días de su paso terrenal. Pero, ¿quién dijo que la nuestra, es la mejor forma de vivir la vida?, no se trata de rellenarla con contenido y actividades, eso no implica vivirla, sólo nos mantiene distraídos siendo un fragmento de esa gran maquinaria. Por eso es posible que sus huellas hayan menguado en cantidad de días, pero no en la intensidad de haber disfrutado ese regalo divino, de valorar cada pequeño momento, de detenerse a observar la creación que deja un nuevo día. Incluso mejor que aquel que no hace nada subjetivo, por miedo a perder su estatus o al qué dirán. 

Del "croto Pablo" únicamente quedan anécdotas y añoranzas. No recuerdo cuando fue el momento exacto de su muerte, ni el motivo, pero quiero imaginar que se fue en paz, satisfecho de haber aprovechado cada día como si fuese el último. 

El tiempo me ayudó a dejar dejar ser aquel chico inconformista. Intento seguir mis sueños, y suelo hacer el ejercicio diario de detenerme a contemplar las cosas simples que le dan sabor a la vida. Pero cada tanto, sé que esa máquina se enciende y me absorbe. Ni bien tomo conciencia, intento desmontarme como un engranaje y retomo el camino. 


Aquellos que somos padres solemos escudarnos en las mismas excusas, procuramos abarrotar bienes materiales para dejarle a los hijos un futuro. En ese afán de darles lo que nos faltó cuando niños, no sólo nos olvidamos de vivir, sino que olvidamos que esas carencias de nuestra niñez, nos hacen ser las personas que somos hoy. Carencia que nos permiten valorar nuestras pequeñas riquezas. Después de todo, ya les hemos regalado a nuestros hijos lo más importante que se pueden desear: la oportunidad de vivir y ser los vagabundos de sus propias vidas.