Ante la derrota



El pitazo final suena, y como el hachazo de un verdugo, dejamos caer la cabeza sobre los hombros vencidos, la mirada fija sobre el pasto verde, aguantando las lagrimas para no mostrar debilidad ante el rival, para que no vean las grietas sangrar por dentro, tratando de encontrar una explicación de cómo llegamos a tal punto.
¡Por qué a mí! ¡Por qué a nosotros!, otra vez más tenemos que lidiar con la desdicha de sentir que la victoria se escapó apenas por un pelito, que nos quitaron la ilusión de las manos. 

Por el otro lado están ellos. Festejando su hazaña. Gritando, delirando de alegría y abrazándose, casi nos parece una burla. No estoy diciendo que lo sea, sólo que la susceptibilidad puede alterar nuestra percepción de la realidad. Nuestra hinchada está enmudecida y mira indignada aquel pequeño grupo de inadaptados festejar con locura. Ellos con su fiesta, van coreando el nombre de su club y tienen el tupe de dar lo que parece ser una vuelta olímpica en nuestra cancha, en nuestras propias narices vemos cómo una vez más se escapa un campeonato. Ojo, ellos están en todo su derecho, pero estamos tan tristes que hasta lo correcto nos parecen mal. Es que a veces no se puede pedir que tengamos pensamientos íntegros cuando no se encuentra consuelo por ninguna parte. Únicamente queda borrar esa foto final de todos ellos amontonados, abrazados a la copa, y pedirle al cuerpo que haga el esfuerzo de empujar esta bolsa de huesos y mantenga los órganos en funcionamiento hasta que termine del día.

La mente empieza a enfriarse y el análisis es inminente, el partido se nos proyecta como una película, situando la lupa sobre una secuencia de jugadas, tratando de buscar explicaciones y culpables. ¡Como no pedimos penal cuando tuvimos la oportunidad!.. capaz lo empatábamos y en el alargue se daba el milagro. Si, hubiese estado complicado ganarlo, teníamos uno menos por esa roja injusta. Va injusta. Injusta para nosotros porque nos quitaron uno, pero al pobre pibe de ellos le bajaron el comedor de semejante trompada. Y bue, cosas de finales, le tiraban viento para despertarlo.. pero ni el huracán Catrina lo volvía en sí. Y si no fuera por esa pelota que se le cae al turco, justo le tocan la mano cuando va a apoyar y hace knock on.. pero que le vamos a decir pobre. Demasiado tiene que lidiar el mismo con la macana que se mando. Pero ahora ya está, no hay nada que se pueda cambiar para revivir al muerto. Para colmo de males, tenemos que padecer el tercer tiempo con estos, nuestros rivales de toda la vida, los de la camiseta blanca y negra.

Y si todo terminara ahí seria un negocio redondo, pero la realidad se sabe que no es así. El problema es que el tormento te persigue como una sombra, cada vez que apoyas la cabeza sobre la almohada, vuelven esas imágenes perturbadoras, vos tratando de guardarla en vez de pasarla, o intentando tacklear ese win que se te escapo por la punta, de patear mejor esa pelota, no justo al medio regalando ese contraataque aniquilador. De recordar una y otra vez los errores con el llanto silencioso de los hombres que no lloran.

Es por eso que, me tomo el tiempo de conmemorar el sabor amargo que deja el verse derrotado, incluso después de haber salido campeón dos años seguidos, y luego de grandes actuaciones a lo que va del año. Porque cuando suene el pitazo inicial, y estén solos en la cancha, si nos gana el cansancio y nos pesan las piernas, es bueno recordar que no hay nada mas triste que verse abatidos por la impotencia de no poder volver el tiempo atrás y corregir esos errores, esos que el cansancio dejan expuestos en carne viva. Ahora, que recordamos qué se siente cuando las rodillas tocan el piso y las manos cubren las caras de dolor, podemos quedarnos tranquilos que caberá una sóla posibilidad, la de dejar el cuerpo, la piel y el corazón.

Dos perfectos desconocios


No sabemos quién invento el saludo, pero se conoce que lo utilizaban los guerreros primitivos estrechando sus manos desnudas, para demostrar que estaban desarmados y en señal de afecto y cordialidad. Adecuado ya a estos tiempos, fueron mutando en los diferentes puntos del planeta con abrazos, besos, gestos y reverencias. 

En mi vivencia particular, el de los pueblerinos que se van de la madriguera que los vio nacer, cuando suelo cruzarme en tierra neutral con gente de mi pueblo, de los que sabes que viven en el mismo sitio que vos pero no tenes diálogo alguno, ocurre una situación peculiar. Una química nace casi misteriosamente, y como un imán me obliga a saludar, a levantar mi mano, o al menos asentir con la cabeza. Porque seremos dos desconocidos en nuestro pueblo, pero en la espesura de la ciudad donde todo es acelerado y el saludo es un gesto mezquino, uno encuentra un fragmento de su pueblo hecha persona, como si a través de él, se trazara un puente a los recuerdos, a una forma distinta de ver la vida, a la posibilidad de estar abiertos a los demás con la guardia baja, no porque prolifere la bondad, sino porque nos conocemos todos y sabemos de quien no nos tenemos que fiar.

Un pedazo de tu pueblo está pasando a tu lado y por más que disimula no haberte visto, ya te vio, y no puede evitar volver a hacerlo. Y si por casualidad llega a andar acompañado, tiene un socio con quién revalidar la información de identificación y antecedentes. Me parece que ese es el hijo de... que los padres viven en... y está casado con una de apellido... que estaba de novio con otro ..., y ahora viven acá. Porque no sé como hacen, pero en los pueblos no te conocen, pero saben todo tu árbol genealógico, con todos los ex-amores, donde vivís, donde vivías y hasta el champú que usabas. 

Solo falta romper el hielo con un 'hola' para notar la satisfacción correspondida de ver alguien conocido, al menos de vista, en ese mar de personas que nos hacen sentir tan lejos de los nuestros. Esa necesidad de pertenencia es más fuerte y es una sensación que no hace mal, que no lastima. Dos personas depositando afecto sobre la otra, deja solo cosas buenas. Es como un pacto que sale de la cuna y solo aplica fuera de las fronteras del poblado. Va anexado al acta de nacimiento, y sería algo parecido a - quien suscribe este documento, se compromete a saludar a los habitantes de este pueblo, siempre y cuando se encuentren fuera de las inmediaciones del pueblo natal, dando nulidad a este contrato cuando volvamos a desconocernos en nuestro lugar de origen, firma- y listo.

Eso solía enfadarme un poco. Que te saluden en un lugar y en el otro no, pero con el tiempo ya me fui acostumbrando a estos encuentros. Ahora cuando veo de reojo a un viejo desconocido, le evito ese momento de duda, que le hace pensar si lo voy a saludar o no, ese titubeo incómodo. Ahora que soy un experto en la materia, el de más antigüedad de los dos, tomo la iniciativa y le asiento con la cabeza para romper esa barrera de incertidumbre y lo saludo tímidamente con la mano, avisándole que no está solo, que ya somos dos.

Incluso el saludo de dos personas que se conocen es muy distinto al de las grandes ciudades. Es algo más prolongado, de sobresaltos que difícilmente pasan desapercibidos. Principalmente cuando se encuentran en veredas opuestas. Comienza un dialogo a los gritos cada uno en su lado, mucha exclamación corporal, risas desmedidas, acompañado de un exagerada articulación facial. En cambio si el encuentro es sobre la misma acera, es todo lo antes mencionado, más un leve arqueo de cintura así atrás como tomando carrera para envestir al otro en esos abrazos que hacen estruendo al unirse, previo a ese ensamble un -como andaaaa, que haceee?-.

Sé de la historia de un amigo que se fue a vivir a Río Cuarto, y trascurridos varios meses, y esa imposibilidad de interacción con sus semejantes, nos cuenta que mientras transitaba por la calle un día de esos, sentía una especie de aflicción, como una sensación de vacío, y nos contó, que en ese instante pudo descifrar exactamente su malestar, - No sabes las ganas de saludar que tenía -, nos dijo. Por supuesto que esto lo recordamos con mucha gracia. Pero lo llamativo es, como un acto de educación deja de ser solo una norma de convivencia, y se convierte en una costumbre, como tomar mate o fumar después de comer.
 
Por eso cuando andes por la calle y te sientas parte de esa ciudad que te acobijó, si ves a alguien de tu pueblo natal, por más que sea un extraño, solo míralo al menos por compromiso, e invítalo a ser ese puente que los une a ambos con su tierra, con la que conoció la parte más pura e inocente de vos. Como suelen decir por ahí, el saludo, no se le niega a nadie.-

Señor de las cuatro Decadas


Inexorablemente al cierre de una etapa, lo precede un balance. Similar a lo que haría un empresario para conocer sus ingresos y egresos, si está satisfecho con ese saldo, si se cumplieron las metas propuestas, si es necesario continuar en ese camino o cambiar el rumbo en la dirección deseada. Hoy, 27 de abril,  me toca mirar a mis espaldas después de cuatro década. Es que los balances en las personas se hacen solo cada diez años, precisamente en el cambio de decena, si uno tiene entre 36 a 39 años ilógicamente se siente de treinta y no cerca de los cuarenta, hay una especie de complicidad entre la memoria y el deseo que generan un bloqueo en el subconsciente para hacernos creer esto. Pero, cuando cambia la decena, ahí no podemos engañarnos más, ineludiblemente se envejecen diez años de la noche a la mañana. Esa misma madrugada al despertar, notas algo peculiar, sentís un cambio en el aire que altera tu cotidianidad, es como salir de la óptica luego de un aumento de graduación en los lentes y al ponértelos se revela un entorno levemente desproporcionado, al principio vas caminando pausado, tanteando el piso con desconfianza, se percibe más lejos de lo habitual, como si en vez de dar un paso estuvieras bajando un escalón, pero con el tiempo te vas acostumbrando, creo que con los cambios de decena es igual.

Cabe destacar que la reacción a esto puede ser variada, cada uno lo toma como puede. Algunos no les afecta en absoluto, lo festejan una semana antes y hasta una después, predispuestos a agasajar a todos los círculos de amigos, disfruta ser el centro de atención. Hay quienes salen despavoridos a hacerse un tatuaje de lo que sea que en ese momento, parece indispensable tener grabado en la piel; comprarse un pantalón chupín, darse un saque en el pelo, tal vez un tono sobre tono o hacerse un corte tipo Maluma, generalmente a estos síntomas se lo conoce como pendejazo o crisis de los cuarenta; otros les pinta bajón, no despiertan recostados sino incrustados en el colchón, arrancan el día llevando un grillete en el tobillo por toda la casa, sensibles a la luz solar y a los fuertes ruidos, solo esperan que ese día  transcurra lo más rápido posible para salir de ese estado insoslayable. Y por último, sin pleno conocimiento de lo que digo, podrían estar los que le dan ganas de escribir… que se yo. En mi experiencia personal, puedo sincerarme que he pasado por todos los estados menos por la crisis, sin embargo aún tengo diez años por delante para contradecirme. El cambio de almanaque no siempre se acepta de la misma manera, es que el paso del tiempo te regala tantas cosas buenas pero te quita muchas otras, es como si quisiéramos agregar un vaso de agua en un balde lleno, inevitablemente se va a derramar algo para poder almacenar ese nuevo contenido, por eso la negación del paso del tiempo siempre está intrínseca en nuestro gen, pero son los buenos momentos los que te permiten seguir adelante y  te dan fuerza para superar los malos, es como uno quiere ver la vida, en que parte del medio vaso fijamos la mirada.

Que quede claro que el problema no está en envejecer (al menos no por ahora), sino en no poder revivir ciertos momentos que nos marcaron, y por más que logremos reunir a los mismos actores, va a carecer de esa frescura de aquellos tiempos. Una solución que veo posible sería viajar en el tiempo, si bien no es un concepto que me seduce demasiado sería una opción; imagínate tener que poner cara de sorpresa cuando suceden ciertos hechos que sabes cómo terminan, el remate de un chiste, un chusmerío de barrio, una mala noticia o incluso alterar alguno de estos momentos vividos podría traer consecuencias catastróficas en el presente, lo hemos visto en Volver al Futuro, o en el capítulo de Homero que viaja al pasado con una tostadora. Mira si al volver de uno de esos viajes abrís la puerta de tu casa y tus hijos tienen otro rostro, generalmente estas cosas suelen pasarle a personas que viajan mucho y no están en sus hogares...pero eso es por otro motivo. O si al despertar, tu esposa fuera cambiada por una desconocida, aunque pensándolo bien, quizá este punto en particular, no sea tan malo para muchos.

Sin embargo una vez al año, para cada cumpleaños, desearía  darme el gusto de volver a esa edad donde no nos importaba nada, donde era posible juntarnos cualquier noche sin problemas de agenda, donde estábamos exentos de responsabilidades, donde él único problema era sacarse una nota baja, o si la chica que te gustaba no te daba bola, o la que No te gustaba te dio bola en una noche de alcohol. Donde la falda para un asado con los muchachos era el mejor corte de carne, y se lo pedías al carnicero rogando que no se pase de los 750 grs. porque te rompía la economía. Donde luego de una noche de descontrol, no sentías preocupación al otro día porque te salten en la cama tus hijos a las 8:00 de la madrugada. Tan solo una vez al año no sería tan egoísta, poder revivir esas noches que siempre las traemos al presente en cada reunión. Debe ser por eso que ya no festejo con tanto énfasis mis cumpleaños, por melancolía o porque el tiempo me quito algo que no me deja disfrutarlo de la misma manera, trato de pasar desapercibido, de no darle importancia, que ese día sea uno más del montón, salvo cuando me tomo el trabajo de agradecer en forma individual a todo aquel que me saluda, es lindo sentir esa caricias y ese afecto.

Como si el destino supiera de reacciones, y nostalgias, quiso que hoy fuera sábado, como dándome un empujón para que no fuese a escaparme de un festejo inminente, previendo que por más amargo que lo pongan a uno estas fechas, deba festejarlo de alguna forma. Al fin y al cabo no se cumplen cuarenta todos los días. Por lo pronto comenzare la mañana con buena música, afrontare este día con otra mentalidad, como le digo a mis hijos, es fácil estar malhumorado, no requiere de ningún esfuerzo, lo difícil es ser positivos, hablarnos y tratarnos bien, esto generalmente viene luego de armarse una de piñas y patadas entre hermanos, que no se atreve a meterse ni William Boo, (árbitro imparcial de Titanes en el Ring), por la tarde podré darme el gusto de seguir pisando una cancha de rugby, que mejor regalo que poder vestir esa casaca azul y roja a los cuarenta pirulos; y cuando se apague el día tratare de fingir que soy aquel pibe que solía jugar al flipper o a los video juegos, que le gustaba tomar vodka con naranja los fines de semana, que era un poco pendenciero pero siempre en defensa de sus amigos y que esperaba ansioso cada 27 de abril para sentarse en la punta de una mesa y creer que la vida no nos pasaría jamás.-


El pobre y el vagabundo


Durante la mayor parte de mi infancia viví en una estancia junto a mi familia. Ahí mis papás trabajaban en el mantenimiento de un extenso parque y en los quehaceres domésticos de un chalé. De tanto en tanto, solía visitarnos un vagabundo al que nosotros llamábamos "el croto Pablo". Realizaba algunas changas para ganarse la comida, y dormía junto a un galponcito con techo de chapas, donde los puesteros dejaban las monturas de sus caballos. Ahí sobre el piso de tierra tendía sus cueros y sus mantas e improvisaba una cama donde amodorrarse.

Tenía un andar tranquilo, pausado, la voz gruesa y calma, era culto, provisto de gran sabiduría; siempre acompañado de algún libro, e incluso leía y escribía en alemán. Según cartas que pudimos ojear alguna vez, tenía una letra inmaculada, un trazo elegante y prolijo, propio de un hombre estudioso. Desconocíamos su historia, su pasado, qué lo llevó a vivir de esa manera, a mendigar y a vestir harapos. 

Yo era un niño normal, que como todos a esa edad quería juguetes caros o ropa que no me podían comprar. Tenía los libros que no aspiraba leer y hasta recuerdo no querer usar una bicicleta que mi viejo me compró en un remate, por estar pintada de un delicado verde manzana. Y, ante todo, pensaba que el significado de la pobreza se reflejaba en las ropas de aquel vagabundo. 

Creo que él lo sabía mejor que nadie que implicaba la riqueza. Bastaba verlo armar sus cigarros con una paz incorruptible. Sostenía el papel con su mano derecha y con la otra volcaba el tabaco, después mojaba un extremo con la lengua y amacijaba con los dedos hasta sellarlo complacido de algo, que para muchos no ocuparía una parte relevante del día.

Él creía tenerlo todo, sus mantas, su bolsa con algunos trastos, su gorra, sus zapatillas viejas, una campera empolvada, su experiencia acumulada, sus anécdotas, los paisajes disfrutados, los libros leídos, los atardeceres, el frío padecido que le motivaba a contemplar una taza de café, de una forma que nosotros no podríamos hacerlo. Desmontándose como un engranaje de la máquina que nos absorbe y nos hace creer que necesitamos tener más de lo que podemos cargar.

El croto Pablo disfrutaba de la soledad, valoraba su tiempo decidiendo por sí mismo, carecía de ideales colectivos, libre de cuentas en rojo, de vencimientos indeseables, de asistencias y reuniones de trabajo, de hacer colas para trámites, de falta de tiempo, de jefes prepotentes, de palmaditas en la espalda. Que más podría anhelar en la vida alguien despojado de ataduras. 

Algunos podrán objetar de su mala alimentación. No es fácil soportar el frío y el calor que repercutió en el deterioro de su ser, acortando los días de su paso terrenal. Pero, ¿quién dijo que la nuestra, es la mejor forma de vivir la vida?, no se trata de rellenarla con contenido y actividades, eso no implica vivirla, sólo nos mantiene distraídos siendo un fragmento de esa gran maquinaria. Por eso es posible que sus huellas hayan menguado en cantidad de días, pero no en la intensidad de haber disfrutado ese regalo divino, de valorar cada pequeño momento, de detenerse a observar la creación que deja un nuevo día. Incluso mejor que aquel que no hace nada subjetivo, por miedo a perder su estatus o al qué dirán. 

Del "croto Pablo" únicamente quedan anécdotas y añoranzas. No recuerdo cuando fue el momento exacto de su muerte, ni el motivo, pero quiero imaginar que se fue en paz, satisfecho de haber aprovechado cada día como si fuese el último. 

El tiempo me ayudó a dejar dejar ser aquel chico inconformista. Intento seguir mis sueños, y suelo hacer el ejercicio diario de detenerme a contemplar las cosas simples que le dan sabor a la vida. Pero cada tanto, sé que esa máquina se enciende y me absorbe. Ni bien tomo conciencia, intento desmontarme como un engranaje y retomo el camino. 


Aquellos que somos padres solemos escudarnos en las mismas excusas, procuramos abarrotar bienes materiales para dejarle a los hijos un futuro. En ese afán de darles lo que nos faltó cuando niños, no sólo nos olvidamos de vivir, sino que olvidamos que esas carencias de nuestra niñez, nos hacen ser las personas que somos hoy. Carencia que nos permiten valorar nuestras pequeñas riquezas. Después de todo, ya les hemos regalado a nuestros hijos lo más importante que se pueden desear: la oportunidad de vivir y ser los vagabundos de sus propias vidas.

 

Laberinto de sonidos


La música, aquella tripulante infaltable en cada vehículo, en cada viaje, un gran invento para no quedarse dormido mientras manejas, es considerada el cuarto arte. Y si bien no podría disertar sobre como leer o componer música, teniendo en cuenta que no se tocar ni una pandereta, puedo opinar de la incidencia que ésta tiene en nuestro andar cotidiano.

Parece ilógico, pero cuando uno se siente desalentado debería refugiarse en melodías que realicen un efecto opuesto en el estado de ánimo, por el contrario, suelen recaer en canciones que ahondan más esa pesadumbre. Es claro que estos comportamientos masoquistas ponen en tela de juicio aquello de que el hombre es un ser inteligente. Esa necesidad de escuchar esa canción de desencuentro donde ella se fue, donde ella partió con otro, donde la habitación quedó vacía, justamente cuando la novia lo acaba de dejar hace diez minutos. Y ahí esta el desdichado, (por darle un nombre), escuchando expectante a que la letras hablen de su desamor, y verse reflejado, sentir el cosquilleo del cuchillo clavándose lentamente, inundarse de recuerdos que le provocaran una dulce angustia.

Quien sabe porque esa necesidad de autoflagelo, quizá porque en ello encuentra alguien que lo comprende, que narra lo que él vivió, pero en realidad una letra que diga y hoy te vas..., puede amoldarse a un sin fin de circunstancias; el hijo que se va a vivir con la nuera, la muerte del pescado que tenía en la pecera, el amigo que viaja al exterior, o hasta un inversor expectante con el precio del dólar; y absolutamente todos, pensaran que ese tema fue hecho para ellos y para ese momento específico. Es claro que para esas ocasiones, la melancolía y las canciones optimistas parecen no corresponderse.

Por supuesto no siempre es así, está comprobado que la música al igual que la comida, el sexo y las drogas liberan dopaminas, que es un mensajero químico del sistema nervioso central, que entre tantas funcionalidades regulan nuestro estado de humor. Incluso existen terapias a base de música y también es utilizado como tratamiento para la cura del Alzheimer, puesto que permite estimular la memoria. Al igual que el señalador en un libro, puede desplazarnos a lugares específicos de nuestras vidas, cada canción puede ubicarnos en un determinado capítulo, quedando ligados a lugares, personas, momentos y sensaciones.

Tal es así que en el año 97 estaba de moda el tema 'Volver a Empezar' del cantautor Alejandro Lerner, ese mismo año me promocionaba en la secundaria y por el mensaje que transmitía parecía apropiada para la ocasión. Durante ese mes habré asistido a un sinnúmero de promociones y créanme, en todas estaba Lerner ya casi afónico de tanto entonar las mismas notas una y otra vez, los cd quemados por la lectura del láser siempre sobre la misma pista, hasta los políticos lo usaban como propaganda para sus campañas. Esta es una de las tantas formas, en que se acentúa la música mediante un método de repetición, diría que algunas veces abusivo, y de cierta manera se genera un vínculo entre suceso y melodía.

En referencia a otros señaladores personales podría citar algunos y muy variados, si de género hablamos. Al escuchar viejos temas de Metallica me recuerda a Huguito, un amigo que ahora vive en Bs As., que cuando visitaba su casa solíamos escuchar ese cd de tapas negras, un verdadero clásico. Abarajame la bañera de Illia Kuriaky & The Valderramas, fue el tema de las vacaciones en Alpha Corral con mis amigos de Arias en 1995, lo raro es que nosotros no lo escuchábamos sino los de la carpa del al lado. New York New York, un tema de Frank Sinatra, me recuerda a El mundo de Ante Garmaz, un programa de moda y diseño que transmitían por ATC, que no recuerdo porque carajo lo mirábamos (seguramente en los otros dos canales había cosas peores) y era devoción de mis aburrimientos, aunque nunca van a poder destronar a La Botica del Tango que considero el programa más aburrido y antro que vi en mi vida. Un tema importado de España era El Tractor Amarillo, me retrotrae a un compañero de la secundaria que lo gastábamos por lo tosco, y además salta a la vista lo generosos que hemos sido con dejar entrar cualquier cosa al país. Pues uno no elige las canciones con las que queremos asociar algo o alguien, son ellas que se encargan de materializar esos lazos en alguna librería de nuestra memoria.

En la actualidad, algo tan sencillo como escuchar temas por Spotify, descargarlos de algún sitio web o verlos desde youtube, podía ser una verdadera odisea 30 años atrás. Con un pequeño grabador de una casetera, un TDK de 60 minutos y un pedazo de cinta tapando uno de los orificios para efectuar la escritura, aguardabas paciente como un cazador a su presa, sintonizabas la FM esperando que difundan aquella canción, y poder capturarla antes que comiencen a sonar las primeras notas. En la habitación, que solía ser un lugar silencioso para evitar que salgan las voces del ambiente y en un estado total de concentración, mantenías los ojos cerrados, conteniendo la respiración, en cuestión de milésima de segundos presionabas la tecla REC, y como un director de orquesta con su batuta dabas entrada a los instrumentos rogando que no hable el locutor o que no metan una publicidad antes del final, porque de lo contrario había que rebobinar y grabarle silencio para tapar esas fallas, y solían quedar unos sonidos extraños como el de hipo o cuando se cae el teléfono mientras estás hablando, pero era la manera más común de piratear música en alguno de los lados de un casete, a tan solo 1,40 pesos.

Por suerte las nuevas tecnologías han progresado, pero a medida que el tiempo sigue su curso, se repite un patrón generacional, nuevos estilos que nacen, en una primera etapa, son únicamente del agrado de los más jóvenes, y de a poco van derribando barreras y logran expandirse lo suficiente como para ganar unos bytes dentro de cualquier pen drive o tarjeta de memoria. Por suerte los que tenemos hijos podemos excusarnos diciendo, -eso no es mío, lo grabó mi hija- o -con razón no encontraba el pen, me lo agarraron los chicos para esto!!-, como ha sucedido con el hip hop, la cumbia villera, el reggeton, el trap y por si no fuera poco con el Anime japonés, tuvo que aparecer la música japonesa, algo así como los Backstreet Boys de ojos sesgados, que para nuestra suerte, son del agrado de una nueva generación de futuros adolescentes, como es el particular caso de mi hija Martina. Imagínense esos juguetes en locales de regalería, 'Todo x $2' que presionas un botón y una única canción japonesa se replica en todos ellos… bueno ahora trasladalos a una banda musical.

De algo estoy totalmente seguro, si pensaban que 'menear la burra', 'el chupa chichi' o 'Ella Quiere Hmm..Haa..Hmm' eran imposibles de superar, quien sabe que nos depara nuestro futuro sonoro, esperando captar la atención de nuestros hijos, y posiblemente de esas pequeñas mentes rebeldes nazca un nuevo estilo musical como el trap chamamesero o el hiprock, o dios vaya a saber que abominación se fusionara para dar lugar a un nuevo engendro musical. Solo espero que cuando eso suceda, si nuestra economía continúa fluctuando como hasta ahora, puedan incluir en los precios cuidados, auriculares para todos y todas.

Partido de Veteranos


Amanece un poco nublado y comienzan a sentirse los primeros fríos otoñales. La cancha uno del Jockey Club esta pesada, durante la noche y en las primeras horas de la mañana, llovió intensamente y de seguro, empeorará luego de los partidos previstos para la jornada.

Para muchos un día más, para otros no tanto. Desde el vestuario local comienzan a ingresar señores de más de cuarenta años con bolso en mano. Mientras tanto, cerca del mediodía, nos avisan que el equipo rival no trae reserva. Lamentablemente son situaciones que en nuestro nivel ya son moneda corriente. Tenemos tres horas de espera para ver el partido de primera, pero antes hay un evento que se roba nuestra atención. A la cancha salen dos equipos, el visitante con camiseta celeste y franjas blancas, mientras que el local, camiseta alternativa blanca con unas pequeñas franjas rojinegras. Y digo pequeñas, porque en esos cuerpos predomina el blanco en la zona media frontal, sumado a que las camisetas son muy ajustadas, no favorecen la estética de esos cuerpos tallados. 

No se advierte nerviosismo, experiencia sobra por todos lados. De todas formas algún sentimiento encontrado es ineludible, no lo exteriorizan, pero esa sensación de volver a pisar una cancha, de ver nuevamente a tu lado gente que usa tus mismo atuendo, de ser otra vez parte de un equipo, de pertenecer a los de la línea de cal para adentro, seguramente habrá invadido de recuerdos y nostalgia a más de uno.

Precalentamiento de pases. También veo al ocho pateando —cosa de no creer—, pero como es un partido de veteranos se puede esperar mucho de esto. Movimiento de hombros y trote suave para no malgastar piernas, hay que guardar las energías para quemarlas después del pitazo inicial. Lo sigue la foto grupal con ambos equipos mezclados, es imprescindible que se tome antes del partido porque hay apellidos de renombre capaces de convertir una cancha de rugby en un cuadrilátero tan solo con el chasquido de los dedos; pero el clima de camaradería parece deambular en el ambiente, al menos, durante la previa. 

La tribuna se llena de jugadores y familiares para disfrutar el encuentro. Los más chicos van a ver a sus entrenadores para tener fundamentos y poder contrarrestar algún posible reproche a futuro, "que me pedís que la de, si cuando te vi jugar te las comías todas..." o "¿que cuide la pelota?, ¿te vi tirando ese off load al hombre invisible y me queres corregir...?" Por suerte, el dicho: Haz lo que yo digo y no lo que yo hago, se aplica sin problemas a este tipo de insubordinamientos. 

La cancha se achica cinco metros de cada lateral, diez jugadores de un lado y diez del otro. Algunas reglas son adaptadas para este nivel y sin más preámbulos comienza el encuentro. Lo que parecía ser un partido de exhibición se transforma en un verdadero encuentro de rugby, tackles de una agresividad que se apoderan de la exclamación tribunera. Pases sobre contacto y buenas carreras dan como resultado el primer try del Jockey. Algunas cosas no han cambiado, el que no la daba, sigue con el hábito intacto. El de los pases pizzeros no perdió el don, pero así y todo, el equipo tiene un amplio poderío sobre el visitante y se escapa rápidamente en el marcador a pesar de algunas fallas que son totalmente entendibles por la falta de entrenamiento. La hinchada enloquece de a ratos con algunas magias individuales y corridas memorables que terminan en puntos a favor. También las risas se multiplican ante algún rastrón mal ejecutado, un buen tackle de ellos a los nuestros, o un mal pase, que en el segundo tiempo empiezan a denotarse con mayor frecuencia por el cansancio. En consecuencia, los cambios son reincidentes, el que mete un try o corre más de quince metros sale por uno más fresco. No solo los jugadores son los protagonistas, en un momento y cansado de los reclamos y quejas, el árbitro parece querer iniciar una contienda con un veterano Querandí, pero los locales logran calmarlo. Eso hubiese sido la frutilla del postre, digno de verse desde la tribuna comiendo pochoclo y en este momento seguramente estaría escribiendo las crónicas del árbitro y de sus dotes pugilísticos y no sobre los jugadores.

El juego se reanuda y de a ratos las piernas no responden. Parece un pasamanos de jugadores de metegol, hasta que uno de los nuestros se corta después de una linda jugada y faltando cinco metros, cuando el árbitro casi convalida lo que parecía inevitable, se le cae la pelota como quien lleva una bombucha en la mano y al mirar la hora, esta se le escurre por los dedos terminando en el piso, y un nnaaaaaaaa!! baja de la multitud instalada en la  tribuna después de ver algo, nunca antes visto.

Ya transcurridos dos tiempos de quince minutos y un suplementario, finalizó el encuentro. El saldo de lesionados no fue tan trágico, una rodilla con hielo a los cinco minutos del inicio, un tirón después de una corrida épica y un par de botines que necesitaban un cambio. Posiblemente a la noche los calambres y dolores habrán despertado esos cuerpos desacostumbrados, pero no cuentan como lesión, sino se ajustan al refrán Sarna con gusto no pica... pero duele. Un abultado resultado dejó como ganador a los veteranos del Jockey Club. Si bien, está lejos de ser un dato importante, ganar o perder no va a cambiar lo vivido, las caras de felicidad de sacarse las ganas, el aplauso de todos por un espectáculo que divirtió tanto a los de adentro como a los de afuera. Ver viejas glorias y otras no tan viejas pisar el césped, genera una agradable satisfacción de quienes alguna vez jugamos con ellos. 

Cerramos con una foto y nos quedamos compartiendo sus alegrías, hasta el comienzo del tercer tiempo que estuvo a la altura del encuentro. Desempolvando anécdotas y reviviendo jugadas y situaciones del partido.   

El Jockey es un club en crecimiento, ha apostado todo para lograr el cambio de categoría de su primera división, y si bien, muchos estamos aferrados a ese sueño, sentado en las gradas puede vislumbrar el desenlace de otro importante para los que pintamos canas, el de los futuros retirados, uno que va a prolongar ese cosquilleo por un tiempo más, uno que se llama: "Veteranos del Jockey Club".

3 de mayo de 2010


Recuerdo estar en la escuela cuando mi señorita de 4to grado, trazando una línea perfecta a lo ancho del pizarrón, con una raya al inicio y una flecha al final, nos decía, —esto les va a facilitar comprender los sucesos a través del tiempo y ubicarse cuando ocurrió cada uno—. Yo, por más que me esforzaba por retener, me preguntaba —¿Cómo va a hacer esta mujer para que memorice que paso en cada rayita?—, y hasta el día de hoy me cuesta memorizar muchas cosas y cada vez más. Por eso, tener tantos detalles minuciosos de un día en particular no es algo habitual. Seguramente ha quedado almacenado en mi “memoria a largo plazo episódica”, que permite recordar hechos concretos o experiencias personales, algo así como la memoria ROM de una compu, esa que no se borra cuando la reinicias.

Son las tres de la madrugada y ahí me veo sentado en mi cama con el celular en la mano, no estoy jugando Candy Crash, de hecho, se creó dos años más tarde en 2012. Estoy cronometrando el tiempo de cada contracción, cual si fuese una carrera de regularidad, tratando de seguir al pie de la letra lo que indicó el obstetra y no caer al sanatorio cinco horas antes por una falsa alarma. Sucede que los profesionales de la salud no entienden que uno ha crecido mirado películas a lo largo de su vida y en todas ellas la madre tiene dos contracciones, se sienta en la cama, o en la silla de un restaurante y dice —ahí vieneee!!!—, acto seguido todos salen corriendo como locos gritando, la desesperación y el caos se apodera de cada personaje y huyen a toda velocidad en su vehículo rumbo al hospital. Entonces llamo al doctor, porque después de varias contracciones ya te invade la desconfianza. El curso de preparto se diluye como agua entre los dedos y las dudas de no saber cuánto tiempo duraban las contracciones y de cuanto era la pausa, o alguna se pasa del tiempo y vos la contas como regular. En fin, el tipo te atiende con una voz relajada y te recalca, —cuando sean cada 5 minutos por una hora tráela, ¿ya despidió el tapón mucoso?— Y uno piensa qué forma tendría que tener un tapón mucoso, ¿se habrá salido y no lo ví?. A lo que respondo —un segundo que le pregunto a mi señora…—ella seguramente debe saber. 

Después de varias idas y venidas por teléfono nos da el Ok para ir, Martita se da un baño relajante y terminamos de guardar las últimas prendas en los bolsos de mamá y la futura bebé. Llamamos un remis que milagrosamente viene sin demoras y subimos al vehículo. Nos encaminamos rumbo al Sanatorio, pero esta vez, no hay interacción con el chofer como suele suceder, no importa el clima, lo caro que están las cosas o la inseguridad, solo estamos enfocados en las contracciones que no cesan. El remisero al darse cuenta de la situación, comienza a notarse algo asustado y percibo que acelera su vehículo, porque aparentemente veía las mismas películas que yo y que todos los padres primerizos. Toma la calle Islas Malvinas y cruzamos Av. Santa Fe, transita unos cincuenta metros y se come una loma de burro nuevita, reluciente, con el lomo ensanchado y vigoroso esperando que algún desprevenido la transite, esas que te hacen pegar la cabeza contra el techo y que quedara en la memoria de la futura madre que casi pare en el mismísimo auto. En ese instante, su panza se endurece y se acuerda de la mamá del remisero, de la abuela y de todos sus ancestros. De hecho, no hay vez que pasemos por ese lugar y no reflote ese episodio tan desafortunado. 

Continuamos con el trayecto, gracias a Dios sin nuevos sobresaltos y finalmente llegamos al Sanatorio. Luego de anunciarnos en recepción nos llevan a una sala donde empiezan con el goteo para inducir el parto. Yo al lado de Martita tomando su mano, dando apoyo psicológico y frotando su espalda para dar lucha a los dolores, mientras me estrangula mis dedos a tal punto, que no sé si es un bebé o alguna especie de Alien asesino que le saldrá por el pecho. Recuerdo también haber escuchado alguna frase como —por dios, saquenmelooo — pero puede ser idea mía. Ese tiempo parece eterno, pero por suerte la dilatación es la esperada y transcurrida aproximadamente una hora, deciden trasladarla a la sala de parto. La enfermera se me acerca y me pide la ropa para la bebé, usa términos como “ranita”, “bodis”, “batita”, “mantita”, todo en diminutivo. En mi mente parece nuevamente trazarse una línea de tiempo con rayitas porque no entiendo nada. Viendo que estoy en un estado de total incomprensión a ese conjunto de nuevos términos, me dice sutilmente y con tono solemne, —a ver papá dame el bolso—, y vuelvo a reaccionar. 

Me dan una especie de guardapolvo para presenciar el nacimiento. Entro y todo parece estar listo. Me ubico al lado de Martita, que está acostada en una camilla inclinada con las piernas abiertas y semiflexionadas. El doc con tono de maestra de jardín de Infantes le dice, —Bueno mami, cuando sientas que viene la contracción vamos a pujar—, luego del primer pujo, me asomo y su cabecita también lo hace. En ese instante, el médico toma el bisturí y para mi asombro, le hace un tajo en la chuchis, pochola, cachucha, cotorra o como quieran nombrarla. Lo quedo mirando y me hago varias preguntas, ¿Qué hijo de mil, cómo le pudo hacer ese tajo sin avisarme?, ¿eso estaba programado?, ¿no era que en el parto natural salía los bebes y listo?. Al tiempo después de googlear entendí que era según el tamaño de la criatura y la dilatación para que no sufra un  desgarro la madre. A todo esto vuelvo en sí y en solo tres o cuatro pujos más, sale una niña cubierta vérnix o unto sebáceo, (una sustancia blanca y grasa que protege la piel de la bebé mientras se encuentran en el líquido amniótico). Ahí pienso dos cosas, —en las películas los bebes no nacen así —, y lo otro es —me imagino que la van a limpiar primero antes de dármela —. La cubren con una manta y se la muestran primero a mamá, para que conozca a su hija y luego de emocionarse, acto seguido entra en un sueño letargo, cuasi oso en su cueva espera que empiece el duro invierno. Es que entre los nervios y el trabajo de parto quedó totalmente exhausta. 

Luego la toma su pediatra y la lleva para control. Aspira sus pulmones, la limpia, controla sus signos vitales, sus reflejos y la viste. Miro asombrado el procedimiento, pero todavía no tomo noción de lo sucedido, empiezo a darme cuenta lo hermosa que es y de sus buenas cuerdas vocales para llorar. Entonces llega mi turno. La tomo en mi brazos, quedo con esa pequeña de manitos arrugadas y de labios enrojecidos solos por primera vez, mirándonos. Creo que en ese instante me di cuenta que nada seria como antes. Que había dejado de ser Hijo para convertirme en algo más. En ese acto, me fue entregado un manual que decía en la tapa “Como ser padre”, con la desdicha de que todas las hojas estaban en blanco, apenas un prólogo el la primer hoja con consejos de mis viejos, que me fueron dados a lo largo mi vida y que muchas veces ignoré por pensar que eran anticuados y nunca los usaría. Para peores el primer capítulo ya tiene colocado un título que dice “Como cambiar su primer pañal”, y seguramente lo voy a tener que escribir en minutos pero no tengo la menor idea que poner. Me hago el desentendido, como cuando rompíamos un vidrio de chicos y ponías cara de.. ¿Quién habrá sido?. Para mi suerte apareció la pediatra y se encargó del tema, mientras ella la limpiaba fui tomado nota minuciosamente de cada paso. Una vez en la habitación la dejo descansar en su cunita, recién ahí avisamos a los familiares que nació, queríamos ese momento solo para nosotros, algo único, tranquilo y totalmente íntimo, donde pudiéramos disfrutarla y se sintiera a gusto en su nuevo mundo, sin que nadie la altere.

Hoy, con nueve años recién cumplidos, no puedo dejar de asombrarme cuanto has crecido, tu gran capacidad para las artes, ese sentido del humor tan contagioso (y tan cambiante), muy parecida a mí pero tan diferente a la vez. Sé que resta mucho por recorrer pero quería regalarte este relato de unos de los pocos días que recuerdo tan nítidos y con tantos detalles, para compartirlos con la niña que cambió mi vida, y despertó una sentimiento de protección, mientras que una sensación de vulnerabilidad me inundó el alma y me arrancó la armadura que hasta ese momento me hacía creer invencible.

Nace un artista


Hace un par de años descubrí un sitio en Internet para revelar fotos a un precio exorbitantemente económico. Como prueba inicial mandamos a imprimir cien, para apreciar la calidad y asegurarnos que llegaran a destino. 

Por ese entonces, recordé que en segundo grado de primaria, nos pidieron de un día para otro, que llevásemos una foto actualizada de nosotros mismos o en caso que no tuviéramos, la nota decía que podíamos dibujar un autorretrato. En esos días odiaba dibujar o pintar. Aparte era consciente que carecía de dicha habilidad, y algo que en la actualidad parece tan sencillo, como tomar una foto con el celular, enviarla a un centro de fotografías para que sea revelada en pocos minutos o incluso imprimirla en casa; en aquellos tiempos era un poco mas complejo. Debíamos tomar la foto, y había que terminar el rollo a como de lugar, porque salía un dinero considerable como para andar desperdiciando fotos en blanco, luego debíamos llevarlo a revelar y con suerte en un par de día podría estar lista. Todo esto por supuesto, si éramos tan agraciados de tener una cámara fotográfica, sino, solo dependíamos de fotógrafos que se contrataban para eventos familiares, actos de la escuela o para algún carnet o dni. En mi caso la última foto la habíamos tomado en un cumpleaños de mi abuelo bastante tiempo atrás y recuerdo estar de espaldas, en brazos de mi vieja, dormido.

Totalmente negado y amargado por esa situación, no quería ni pisar la escuela. El clima en casa comenzó a ponerse tenso, hasta que mi viejo entraba en acción y paradójicamente, desaparecía mi negación y me calmaba sin chistar o alguna objeción fuera de lugar, pondría en juego la continuidad de mis piezas dentales en su lugar habitual. 

De todos modos, más allá que lo intentara, no iba poder dibujar mi propio retrato mirándome al espejo, tampoco utilizando una foto porque la última era de mil años atrás.

Cuando se fueron calmando las aguas, mi viejo tomó la iniciativa y como si fuera Piccaso o Salvador Dalí, me tomó del brazo, me sentó en una silla que tenía en mi habitación, apuntó la lámpara portátil hacia mi rostro, de mi cartuchera agarró un lápiz Faber Castel, apoyó 
sobre sus piernas el cuaderno Gloria que yo usaba en clases, y comenzó a retratarme con una concentración como pocas veces puede apreciar en él. De ver sus manos realizar trazos, observarme unos segundos y luego bajar la mirada nuevamente para seguir plasmando una línea tras otra, con la delicadeza sutil y armoniosa que suelen experimentar los dibujantes, hizo que mi sensación de amargura fuera evaporándose. Porque confiaba en las capacidades de aquel hombre, era muy seguro de sí mismo. En ocasiones recto como lo había sido su padre con él, e infundía un profundo respeto. Transcurrida media hora, quizá un poco más,  termina de hacer unos retoques, borra en un extremo, repasa con el lápiz aquí y allá, mira el cuaderno, posa su mirada en alguna parte de mi rostro, vuelve a realizar esta acción reiteradas veces cerciorándose de que todo este en su lugar, y aprecie en su cara el reflejo de la satisfacción hecha persona. Se fija en mí con los ojos iluminados y como habrá hecho Leonado Da Vinci con Lisa Gherardini, en aquella pintura conocida como "La Mona Lisa", extiende sus brazos con el cuaderno en la mano y lo gira mostrándome su creación. En ese momento no pude esbozar expresión alguna, estaba perplejo ante semejante espectáculo. No sabía como describir lo que veían mis ojos, era una mezcla entre el petizo orejudo, (aquel famoso asesino), y el boxeador Mike Tyson. No sabía si reír o llorar. Yo, que había depositado toda mi esperanza en ese hombre que me salvaría de la vergüenza del curso, había hecho un retrato, que más bien, parecía un identikit de alguien sacado de la Comisaria Primera. Solo faltaba el cartel que diga, "Se busca vivo o muerto". No recuerdo como reaccioné después de contemplar aquello. Quizás porque la negación me abordaba de tal forma, que posiblemente produjo un cortocircuito en los recónditos rincones de mi memoria. Pero independiente si me largué a llorar o le agradecí por el esfuerzo y tiempo dedicado, es difícil que mi cara haya podido ocultar esos sentimientos de amargura y desilusión.

Al día siguiente sin más remedio, tuve que asistir a clases. No hubo escusa posible que me evitara pasar por esa situación embarazosa, ni el dolor de panza, ni posibles síntomas de una depresión postraumática, ni esas nubes cargada que amenazaban un posible diluvio. Una vez en el curso, todos allí mostraban sus fotos y yo haciéndome el desentendido, miraba sus cuadernos apreciando esas fotografías y terminaba poniendo una escusa creativa para no exponer el mío. Hasta que en una de esas, me lo cruzo a Marquitos, quién también poseía su retrato plasmado con similares técnicas artísticas. Me muestra el suyo; yo hago lo mismo con el mío, y nos empezamos reír por varios minutos de esas dos abominables creaciones. Por suerte ese día pude salvar mi honor gracias a la complicidad y las risas de un amigo, aunque esas páginas quedaron selladas para siempre luego de cumplir con aquella consigna solicitada. Nunca más esos trazos lograron ver la luz y sucumbieron en la oscuridad eterna de mi mochila. Y de los despertares de aquel dibujante no se supo mucho más, en silencio, volvió a las sombras donde lo conocí y de donde no debió haber salido jamás.

Habilidades innatas



Suele pasar que a muy temprana edad, en algunos niños se manifiesten habilidades que lo destaquen. Ya sea para el deporte, para las matemáticas, para el ajedrez, para el canto. 

En mi caso puedo decir que nací con el don de la vergüenza. Prendido a las piernas de mi madre cuando chico, solía esconderme ante la aparición de algún extraño, o si me hablaban no respondía, y otras actitudes de tal similitud. Ya más grandecito comencé a tener otros tabúes. Hablar por el teléfono fijo podía ser una actividad simple para cualquiera, pero no para mí... levantaba el tubo con la voz temblorosa, pensando que la persona ubicada en el otro extremo de ese cable podía ver lo idiota que era expresándome a través de ese aparato. Siempre me olvidaba preguntar quién llamaba. No sé si les ha pasado, que las personas se presenten y luego de hablar cierto tiempo prudente, el nombre se escurre de la mente. Créanlo o no, a mí me daba vergüenza preguntárselo otra vez. O mi otro temor era que me dejaran un mensaje extenso para retrasmitirlo a alguien, y no lo recordara. De hecho, creo que eso me sigue ocurriendo.
Ni hablar de ir a la despensa. Mi vieja solía mandarme a tres cuadras de casa a comprar algún ingrediente para la comida del mediodía.
comprarme crema de leche, que no tengo para la salsa—me pedía Olguita. 
Primero rezongaba un poco para ver si zafaba, o el truco de los dolores de rodillas, pero siempre de mala gana terminaba haciendo lo que me pedían. Cuando entraba al almacén permanecía impoluto en un rincón aguardando que me llamen. El almacenero fijaba su mirada en mí y me pregunta que iba a llevar. 
—Deme un pote de crema leche —esperando que la transacción se efectúe con éxito y poder salir por donde vine. Pero pocas ves sucedía eso 
—Bueno, ¿Sancor, La Serenísima o Nestlé? —y que quieren que les diga, para mí que a esa edad no tenía el cerebro madurado totalmente, como si la toma de decisiones estuviera bloqueado para esos casos. Capaz era necesario pasar algún nivel para que se habilitara esa destreza, cual si fuere un video juego, no lo sé. 
Espere don Roberto que voy hasta mi casa y le pregunto a mi mamá. —Tras caminar tres cuadras de regreso, preguntarle a mi vieja que me decía: 
—Trae cualquiera, cualquiera 
Y otras tres de vuelta, pensaba: por qué hay tantas marcas de crema de leche. Y puteaba por lo bajo al que se le ocurrió la libre competencia, debería haber una y listo.
Algo similar ocurría cuando había tres medidas distintas de algo, o no había cebolla común pero había morada, y la típica del fiambre, ¿cual querés, el económico o el Paladini?, en fin, todo ese tipo de dilemas existenciales era con los que lidiaba en aquellos tiempos.  
El miedo radicaba en dos cosas: primero en que, no me alcance la plata que me daba mi vieja, (que nunca era tan mano suelta), parece que tenía la lista de precio impresa en su mente porque por lo general no me sobraba mucho, sabiendo que las monedas no tenían retorno. Pero cuando se quedaba corta y tenía que pedir que me lo fíe… se lo decía muy bajito para que el resto de los clientes no escuche, a tal punto que creo que era perceptible solo por los perros, que pueden oír frecuencias mucho menores a las nuestras. 

Y lo otro, era tener que volver con el producto equivocado en la mano. El hecho de regresar y ver la cara de don Roberto como insinuando “que hace de vuelta éste por acá”. Tener que acercarme al mostrador y entregárselo, con voz de pito decirle  
—Me manda mi mamá porque que éste no es el que necesita, es aquel —señalando con el dedo índice. Les puedo asegurar que me sentía tan pelotudo, un estado menopáusico de calores me recorría por la espalda y la nuca, para terminar incinerando mis orejas. 

Ni hablar si me daban mal el vuelto, me tenía que comer la cagada a pedos de mi vieja, pero era mejor eso a tener que regresar, porque a veces era mucha la diferencia. Les juro que en esas tres cuadras prefería que se aparezca el diablo, para venderle mi alma e irme directo al mismísimo infierno con tal de evitar ese momento tan embarazoso que me iba a tocar vivir.
Pero por suerte en el colegio, más precisamente en la escuela primaria, fui transformándome en un especialista en eludir centenares de actos, imagínense si hablar con el almacenero me daba vergüenza como creen que me sentiría exponiéndome frente a toda una escuela con centenares de ojos apuntándome, esperando que me equivoque o salga al escenario olvidando ponerme los pantalones. Era algo que requería de toda mi astucia y talento, tan solo me falló un par de veces. Una en tercer grado cuando me toco recitar un verso de memoria para un 12 de octubre, comenzaba algo así como: ”Puerto de palos tres carabelas...”, solo tenía que sentarme en el piso junto a Marquitos, sin necesidad de tener que vestirme de soldado, de indio o de nada que se le parezca. La señorita nos acercaba el micrófono cerca de la boca y cada uno hacía su gracia. Otra vez recuerdo haber tenido que cantar la canción del mundial Italia 90 en su idioma nativo. Yo, que ni siquiera podía hablar por teléfono en español, pero por suerte, era junto a todos mis compañeros de curso, acompañados con la cinta original del tema, me ubiqué atrás de todo experimentando mis dotes de maestro del playback, sin que nadie se diera cuenta, movía solo los labios sin emitir sonido.
Creo que estos síntomas me acompañaron hasta empezar la secundaria que fue cuando se despertó la rebeldía y no paraba de hacer macana tras macana sin importar hacer el ridículo. Porque al fin y al cabo, la edad el pavo fue una coraza que durmió muchos de mis miedos y mis vergüenzas.
Con el paso del tiempo he logrado controlarlo, a tal punto que contar esto a quienes me conocen de grande, los haría pensar que estoy difamando a mi niñez. Pero a veces, aquel chico vergonzoso suele dar indicios como si nunca se hubiese ido. Solo que esta vez no la tengo a mi vieja obligándome a volver al almacén, pero sí a mi señora, poniendo a prueba mi paciencia cuando me rehúso a hacer algo, suele decirme —¿qué? ¿Te da vergüenza? —y vuelvo a sentir ese calor en las orejas, pensando que todavía hay personas, que a pesar del tiempo y por más que quiera ocultarlo, se siguen dando cuenta que sigo siendo un pelotudo.