Volver a ninguna parte



Laura llegó hasta la puerta de la habitación donde su marido permanecía internado, pero no entró. De su bolso sacó un espejo, se acomodó el pelo y se pintó los labios. ¿La reconocería después de tanto tiempo? ¿Sería capaz de entenderla? La noticia la había tomado por sorpresa. Esa ínfima posibilidad de que ocurra ese despertar, y esta vez ocurrió. No sabía cómo reaccionar. Nunca imaginó que esto sucedería, ¿Un hombre en coma por diez años podría despertar del letargo? Se reprochaba cuando algún pensamiento egoísta le aturdía la mente, esos pensamientos que no se comparten por miedo al qué dirán. 

 

Siete años dedicados a él: visitándolo cada día después del accidente. Peinándolo y recortándole la barba, aseándole la piel marchita, ejercitando esos brazos y piernas casi sin vida. Siempre renovando la esperanza al detectar un reflejo, un tenue parpadeo o al menos, un cambio de ritmo en su respiración. Una señal que compensara tanto sacrificio. Pero solo se sucedían los días, uno encima de otro, casi calcados con el mismo lápiz.

Era de esperarse que tarde o temprano el amor se confunda con compasión. ¿Qué más podría hacer Laura? Sí había dejado la piel por cuidarlo. Incluso se había abandonado ella misma: despeinada, ojerosa, desalineada, vistiendo los mismos trapos. Los médicos que le remarcaban que él no volvería, y si por esas remotas casualidades despertaba, no volvería a ser la misma persona. Que no debía alimentar falsas ilusiones, que solo era un cuerpo, un envase, ¡rehaga su vida, esto no tiene vuelta atrás! y al estar tan seguros, ella finalmente cedió. Lo dejó ir.

Del otro lado de la puerta, en aquella habitación del sanatorio, Juan sufría las consecuencias de su quietud. Cuando milagrosamente abrió los ojos, de inmediato dejó de soñarla. Despertó con el anhelo deseoso de cruzarse con su mirada, pero en su lugar, una señora mayor de lentes oscuros y rodete canoso permanecía sentada a un costado, entrelazando puntos al crochet. Gran sorpresa se llevó esa mujer cuando lo vio reaccionar; cuando escuchó el sonido rasposo de una voz oxidada.

Él no sabía por qué no se encontraba en su casa, y la preocupación se coló por los huesos cuando, sin éxito, quiso enderezar su cuerpo lánguido. No conforme con ese fracaso, se concentró en enviar impulsos a cada extremidad para asegurarse de que todo esté en su lugar, y disfrutó de ese pequeño logro, aunque sus músculos carecían del hábito para mantenerlo erguido. Respiró hondo, observó detenidamente el escenario: los aparatos y cables que lo invadían, la cama, el olor inconfundible, y supo con certeza donde se hallaba. 

¿Y Laura? Desconocía que ella se encontraba en su casa a tan solo cinco cuadras, donde juntos bocetaron una vida: con hijos, perros y portarretratos familiares con gente sonriendo.

Le costaba tranquilizarse, la ansiedad le estrujaba las tripas, y la única voz que necesitaba oír era la de Laura.

 

Se consumía la tarde cuando ella abrió la puerta y se asomó, disimulando cierta incomodidad. Dio varios pasos hasta situarse al costado de la cama y le dio un beso en la mejilla. Juan la observó y le costó reconocerla. Diez años ausente no son tantos, pero él no lo sabía. La notó rara… distante. Un cambio que a simple vista no lograba precisar. Supuso, que sería un efecto adverso por tanta medicación y le restó importancia.

De inmediato ella improvisó una suerte de síntesis de todo el tiempo perdido. Su voz de a ratos temblorosa, fluía en un torrente sin pausas, como si cada palabra la eximiera de contar su secreto, y habló por horas: de los amigos, de la familia, de presidentes, hasta de fútbol. De cuanto tema se le presentaba en la mente. Mientras él, sólo la admiraba, era un niño ansiando ese juguete inalcanzable. 

Pero entre tantas frases finamente elaboradas hubo unos detalles que Laura descuidó. Quizás por los nervios o por la inexperiencia en el oficio de ocultar verdades. ¿Después de tantos años y tan solo un beso en la mejilla? Juan ya más lúcido, más calculador, enumeró en su mente las evidencias: habían pasado diez años, ella soltera, ella carismática, él un vegetal. Hilvanó puntos y el círculo se iba cerrando. Entendió que cabía una gran probabilidad de que no esté sola, de que alguien más durmiera en su cama, use sus platos de porcelana blancos, corte su césped, lea sus libros en el sillón de terciopelo verde. Pasó media hora cuando su duda se consumó. En un gesto involuntario por correr el flequillo de su cara, reveló en su dedo anular una sortija de compromiso, esa que lastimosamente confirmaba su teoría. 

Juan comprendió porque no la había conocido apenas se asomó. No era su pelo, ni el tiempo, ni su ropa... sino su mirada. Su mirada hacia él era diferente, porque ahora le pertenecía a alguien más. La pesadumbre sobre el pecho lo asfixió, aún más cuando entendió que no podía abrazarla ni escapar de aquella habitación.

No la interrumpió. Dejó que le hablara y recreó los días que ella dibujaba con la voz. La oyó cuando le decía que estuvo a su lado y lo cuidó. No cabían reproches pues, eran sus palabras, las de ella, las que llegaban como sueños a ese mundo que lo tenía prisionero. Al igual que los versos de García Márquez que Laura le leía sentada junto a la cama de ese sanatorio. 

Por un instante dejó fantasear con lo que hubiese pasado si se despertaba tiempo atrás, ¿Qué podría hacer ahora si las cartas ya estaban echadas? Y entonces se permitió conocerla de nuevo. Pudo volver a enamorarse de esa versión más sabia, de esa seguridad que antes se rodeaba de miedos e incertidumbres; de las arrugas que se formaban con su sonrisa. Y tras comprender que su mundo comenzaría cuando logre dar su primer paso a través de la puerta de esa habitación... pero sin Laura, sin sus besos. Se dio cuenta de que su despertar milagroso fue en el tiempo equivocado. 

Es por eso, por no hacerse de la fuerza necesaria para transitar un camino nuevo, se despojó de su valentía y lentamente cerró los ojos y se acobijó en aquella realidad que ya lo tenía acostumbrado. Donde aún flotaban aquellos versos de García Márquez, y donde ella lo miraba con ese único brillo; aquel... con el que es imposible mirar a los demás. 


Camino al funeral.



A veces la ruta puede ser monótona, y los viajes interminables. Pero a pesar de haber recorrido ochocientos kilómetros en ómnibus, no me urge la necesidad de llegar a mi parada. Lo cierto, es que me cuesta horrores afrontar los motivos de este viaje que tiene como destino la fatalidad. Esas cosas de las que se ocupan los grandes, si es que despedir a los amigos de la infancia, se considere una de ellas.

Escuchá como ronca aquel de atrás. Qué suerte, y yo sin pegar un ojo, menos si el gordo éste de adelante me reclina todo el asiento sobre las piernas. La desventaja de ser alto. 

Afuera, la oscuridad se traga todo a su paso. Ni el resplandor de la luna atraviesa tanta negrura. Justo hoy que ando con la tristeza atravesada en la garganta. Debería dejar de escuchar everybody hurts tantas veces, aunque ahora me parece inevitable. Al final soy yo el que me sumerjo en este estado. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué nos ponemos a escuchar música triste cuando estamos tristes? Será por la misma razón que escuchamos música alegre cuando estamos alegres... con este poder de conclusión capaz descubra la cura de alguna enfermedad. 

Encima mañana pronostican lluvia. Va a ser un día de mierda para estar en un velorio. Ya me imagino el repiqueteo de las gotas pegando sobre algún ventanal. La viuda y los hijos llorando. Las velas derritiéndose hasta tomar formas irreconocibles, el murmullo del silencio, y las flores destilando perfumes de cementerio. Cada tanto las charlas te transportan a otros lugares, con otra gente y aunque suene insensible, te olvidas un poco de que hay un cajón y un cuerpo sin vida. Hasta que alguien pasa con un ramo, o con una corona de flores y volvés a la realidad. 

Ahora que recuerdo, en casa teníamos calas que florecían cada primavera. Si habremos bromeado con la muerte, pero quedaban tan lindas en el patio; resaltaban en el césped recién cortado. Aunque si relaciono objetos con la muerte, las flores de plástico se llevan las de ganar. Hay que tener mal gusto para decorar con esas flores tu propia casa. Ese jarrón de la tía Inés lleno de margaritas con pétalos de tela blancos y los tallos de plástico. A veces me daba escalofríos verlas ahí, lucían igual que una lápida. 

 

No entiendo a la gente que dice: No voy porque a mí no me gusta los velorios, ¿y a quién le gusta? a quién le agrada ver la gente morirse. Más cuando es alguien cercano a uno. Son piezas de nuestra vida ligadas por siempre a esa persona, cada vez que la memoria los traiga de regreso porque vimos una foto juntos, o es la fecha de su cumpleaños. ¿A quién le puede gustar recordar lo frágil que somos? Traer incluso a ese velorio nuestros propios muertos, o a personas que queremos y sabemos que eventualmente morirán. 

Odio estos lugares. Ni pensar cuando mueren los hijos. Cuando se rompe el orden natural de la vida. ¿Qué podes hacer ahí?, nada, no hay consuelo para esas cosas. No hay palabras que suavicen tanto dolor. Sentís que sólo vas a molestar y querés que el tiempo pase rápido. 

Aunque debo reconocer que cuando alguien se muere de viejo, los velorios son más llevaderos. Ahí es diferente, estamos más relajados. Sabemos que pasó porque estaba dentro de las posibilidades. Ni hablar si hay un familiar que sabe contar anécdotas, que tiene picardía. En esos lugares hasta sus chistes son más graciosos. 

En este viaje no te sirven la comida, tengo una orquesta en las tripas. No digo que se sirvan delicias, pero nos podrían dar un sándwich. Lo que me gusta de las cocinas en los velorios, es que son una isla aparte, un Ibiza de la muerte. Ahí se come, se toma, se ríe, se habla de la vida, de cómo crecen los hijos, por donde andan, del trabajo. Es donde se ponen al día los parientes que no se ven hace mucho. Un lugar donde el muerto pierde protagonismo.

¿Qué dice ese cartel? “Rosario ciento veinte kilómetros". Al menos no estoy tan lejos. Faaah... ese viejo salió del baño y dejó una baranda terrible. ¿No sabe la gente que no se puede cagar en los colectivos? Además ¿cómo es capaz de sentarse en ese inodoro todo meado, pegoteado? que desagradable por Dios.

Lo positivo de esta desgracia es que nos volvemos a reencontrar con los muchachos. Toda la barra junta de nuevo menos Jorge, por supuesto, que es el … El primero que nos deja. Ya lo estoy extrañando. Y no por haber sido un buen tipo, de hecho no lo era, pero lo queríamos igual. Esas relaciones que se tejen de pibes y duran por siempre. Cagador y sinvergüenza a más no poder, pero cuando te alcanza la muerte limpiás el prontuario, volvés a ser bueno. Era tan bueno..., rara vez se encuentra un muerto malo. Salvo que haya sido flor de hijo de puta, como el loco Viruta que mató a su mujer y la tenía en el frezeer descuartizada. A ese lo terminaron matando en la cárcel de Caceros y así mismo decían, pobre Viruta... Que pobre ni ocho cuartos, era una porquería de persona y murió sufriendo como un perro, como debía ser. La gente a veces es demasiado sensible y olvida rápido. Esa es la ventaja de ser rencoroso.

Y después del velorio, sigue el asado. Que ganas de hacer promesas pelotudas cuando somos jóvenes. Imagináte cuando quede vivo el último de los ocho y tenga que prender fuego y rodearse de sillas vacías. Me imagino toda esa soledad amontonada y lo desolador que va a ser. Aunque pensándolo bien, no me molestaría tanto ser el último en prender el fuego, hay que verle el lado positivo.

¡No señor, por qué la necesidad de tomar ese café!, anda a saber de cuándo es ese veneno. Haaa, pero si es el mismo que fue al baño. Ahora entiendo porque dejó ese olor, no filtra lo que come este tipo, le mete cualquier cosa al estómago. Voy a cerrar los ojos a ver si descanso un poco, la noche va a ser larga.

 

Siempre me pasa lo mismo, cuando me estoy por dormir, llegamos a destino. Se pasó volando este último tramo. Allá están los muchachos. Mirá Luisito lo gordo que se puso... y allá David, pelado, pura frente. Yo al menos pinto unas canas, pero a estos dos le paso el trapo. Menos mal vinieron a buscarme a la terminal, no me gusta llegar solo al velorio. Prefiero llamar a alguien para no recibir la atención de los parientes cuando abrís la puerta que siempre hace ruido. O capaz es el ruido normal de todas las puertas, pero ante tanta mudez te envuelve una oleada de tristeza y ese puñado de miradas se te clavan como lanzas. En esos casos la compañía suele ser un punto importante para restar incomodidad a la situación. 

Eh, tan apurado van a estar para bajarse. Mirá cómo se empujan, es desubicada la gente. Cinco minutos más, cinco menos, que le hacen. Se nota que la mayoría le urge la prisa porque no tienen la obligación de ir a un velorio. Qué bronca me dan estas cosas. Mejor voy a esperar acá sentado hasta que se libere el pasillo, después sacaré la mochila del portaequipaje, total no me corre nadie. Si hay algo que tengo bien claro, es que la muerte siempre nos espera.

Qué sentir, cuando no sentimos.



Hoy me desperté con miedo a la muerte. Cada tanto me atraviesa esta sensación. En realidad, no sé si es miedo a morir, o es el miedo a extrañar a los seres queridos cuando ya me haya muerto... como si tuviera la facultad de extrañarlos una vez que sea carne fétida y huesos en una caja de madera. Estos pensamientos se agudizan, quizás, por el grado de ocio que experimento al estar de vacaciones en La Falda. Son días donde inconscientemente calculo los años que tengo y cuánto resta para llegar a los ochenta. Sé que es una boludez pensar que con cuarenta estaría a mitad de carrera, cuando en realidad no se sabe dónde se encuentra la llegada, o qué imprevisto puede sacarnos del camino. Pero después del desayuno, cuando me camuflo entre las personas del Hotel, estas ideas se desvanecen y vuelvo a ser más normal.

—¿¡Quién se suma hoy a la excursión a Villa Giardino!? —dice el guía elevando el tono desde la recepción del hotel Sindical—. No olviden anotarse. Los que no andan en auto no se preocupen, nos repartimos entre los autos que van. 

El sol se esconde detrás de nubarrones tormentosos, pero hasta ahora no se siente ese olor a tierra mojada. Suele ser impredecible este clima serrano que desde hace tres días no logro descifrar. Lo que si descifro después de ponerme el abrigo es que hoy no habrá pileta, y la excursión parece ser un buen programa.

—Nosotros llevamos a Maia, y completamos el lugar libre en mi auto —, le aviso tras anotarnos en la lista. Maia es de Buenos Aires, vino con su familia en colectivo hasta la Falda y se hizo amiga de mi hija.

Son las tres de la tarde y salimos en manada. Nosotros vamos en última posición, es la ventaja de andar sin apuro y sin obligaciones que cumplir. Nos incorporamos a la ruta que pasa cerca del hotel. El tránsito es un hervidero. Carteles de Parrillas, artesanos, y ventas de salamín y alfajores, le dan vida a estos caminos que atraviesan pequeños pueblos. A tal punto, que es complejo dilucidar cuando finaliza uno y comienza el otro. Lomas y bajos e incontables curvas, impiden sobrepasar a los de enfrente, y la cola de autos parece la peregrinación de alguna virgen. Detrás mío, un Ford Falcon conducido por un señor mayor parece inquieto, puedo notar su entusiasmo por querer aventajarme.

—Mmm, este viejo tiene pinta de peligroso —le digo a mi esposa, mientras lo observo por el espejo retrovisor.

Va sin acompañante, y su atuendo es más de lugareño que de vacacionero: gorra de viejo, pañuelo al cuello, lentes de aumento y camisa. Además, ese Falcon venido a menos, no soportaría un viaje de varios kilómetros, tiene que ser de por acá.

Continuamos a paso tranquilo respetando nuestro carril. A lo lejos diviso una estación de servicio. Es la referencia que nos indicó el guía para luego doblar a la izquierda y continuar un tramo más.

Vuelvo a mirar para atrás y ahí sigue el viejo, inquieto, no soporta esa velocidad, viene zigzagueando, asomando la cabeza por su ventanilla, pero con tanto auto de frente, no le queda otra que esperar detrás mío y eso me pone alerta. Llegando al cruce no hay semáforos, ni señalizaciones, ni nada que indique que es un cruce. Sólo un arco que anuncia el próximo peaje. El guía que comanda la procesión, baja de la ruta y todos los seguimos por la banquina de tierra que se ensancha notablemente, y las huellas señalan el cruce habitual de este tramo en sentido transversal a la ruta. Aprovecho que disminuimos la marcha y dejo que el viejo se adelante, aunque sólo logra avanzar una posición. Es una regla que mantengo con los que están apurados y me dan mala espina.

La ruta es un hormiguero y vienen autos de ambas manos. Cada tanto se hacen pequeñas pausas y le permiten cruzar a los nuestros, hasta que quedamos el viejo y yo, que mantengo la distancia, por mera precaución.

El Falcon se mece por la ansiedad de su pie celoso sobre el acelerador. Media rueda delantera en la tierra y la otra mitad sobre el asfalto. No viene nadie por la derecha y se manda, pero lento, algo achanchado. Mientras me adelanto para esperar mi turno, de reojo y por la izquierda, un colectivo de línea viene en velocidad. Sólo puedo mirar esa película en primera fila que transcurre en tan solo un parpadeo, pero los detalles se registran firmes, quizás por el chillido de los neumáticos bloqueados, que dejan marcas negras del caucho. El zumbido de una bocina pasa delante mío a solo un metro, y se funde con la chapa retorciéndose, en un golpe seco contra la puerta del Falcon y lo arrastra como una pieza de ajedrez sobre el carril opuesto. Es como una danza entre los dos, que termina en la banquina contraria, unos diez metros más allá.

El tránsito se detiene. Miro a mi esposa que respira agitada y con los ojos llorosos, presa del pánico. Atrás, mi hija y su amiga se miran asombradas, sin hablar. El personal de la estación de servicio socorre al viejo, o lo que queda de él, pues no alcanzamos a ver mucho desde nuestra ubicación. Por un lado, no quiero dejar a las chicas y a mi esposa solas en el auto, por el otro, intento convencerme de que debería bajarme a ayudar al viejo, pero me inclino por cruzar la ruta y seguir camino a la excursión: desconfío de mi coraje cuando la muerte se halla merodeando tan cerca.


Salida transitoria




Hace varios meses que se impuso la cuarentena, y finalmente hoy logro dar los primeros pasos que considero de plena libertad —desde ya, excluyo visitar la verdulería o la carnicería: mis dos salidas semanales—. Soy Neil Armstrong de joggins, buzo y zapatillas de correr. Un poco de música resulta ser la compañía perfecta para la ocasión. Tras caminar un par de cuadras, me descubro solitario, con la compañía indeseable de algunos perros que se desviven por ladrarme y tarasconearme los talones. Acelero la marcha que se convierte en un trote lento. La brisa me acaricia la cara, mis pulmones se oxigenan y me colma una mezcla de emoción y alegría. 

Correr no se ubica en el podio de actividades que más me agradan, y menos practicarlo solo. Pero después de tantos días de encierro —y ser ésta la única opción a mi alcance—, es lo más parecido a la gloria. Cuatrocientos metros de trote y ya empiezo a sufrir los síntomas de la cuarentena. Los músculos desacostumbrados y unos cuantos kilos de más dan avisos de que algo se podría romper o aflojar. Pero este orgullo de quién siempre practicó deportes, me impide rendirme tan fácil. Cuando la maquinaria entre en ritmo seguramente los dolores irán menguando.

Trazo el curso hacia una calle de tierra en los límites de la ciudad, adentrándome en la zona rural. Así evitaré otros transeúntes, dado que estoy en falta porque no está permitido salir a correr. Paso frente a una plaza, y dos madres disfrutan de la tarde tomando mates a charla tendida, mientras sus hijos corretean entre los juegos, sólo les falta lamer las cadenas de las hamacas. Pero quién soy yo para juzgar su accionar, aunque deja a la vista que mi infracción, comparada con la de ellas, se califica de un menor grado.

Son las siete de la tarde y el otoño ya comienza a bajar las persianas de un día propicio para un par de cervezas al aire libre. Las lechuzas posadas sobre los postes miran detenidamente mi andar, o quizás... miran mi detenido andar —se ajusta mejor a esta narración—. La luna es apenas un hilo delgado que cuelga a lo lejos y de a poco va tomando intensidad, mientras los matices rojizos del ocaso se van esfumando entre los tonos grises del anochecer.

Llevo dos kilómetros de trote a velocidad crucero. A unos doscientos metros diviso dos postes de luz que indican el acceso a un campo. Volteo atrás, y lejos se asoman los faros de un auto, y acelero la marcha para llegar a esos postes antes que me sobrepase el vehículo. Es una carrera improvisada para competir contra alguien y de alguna manera sobreponerme al cansancio y a las ganas de rendirme. Inclino el cuerpo hacia adelante ayudado por el impulso de mis brazos y voy aumentando la distancia de las zancadas. El corazón bombea con fuerza, el auto se acerca, pero aún llevo la delantera y mi objetivo está a pocos metros.

Cada cinco pasos reviso por encima de mi hombro la distancia de aquella luz, cuál si fuera una película de terror donde asechan al protagonista. Sigo firme, y el sonido del motor se intensifica. A mis movimientos de brazos coordinados, se le suman los del cuello, la cabeza y una contorsión facial imposible de describir ante semejante exigencia. Mis sensores de temperatura están al rojo vivo y debo de rozar las cinco mil revoluciones, pero no tengo manera de enganchar la tercera, las harinas de la pandemia no fueron un buen combustible.

Escucho el bramido del motor e intuyo la distancia que nos separa. Y, dejando el alma en cada paso consigo mi cometido, cruzo la meta imaginaria junto al destello de los flashes, que no es más ni menos que el juego de luces que me hace un Fiat 600.

Desacelero y camino hasta posarme bajo la luz. Pongo las manos sobre la nuca para facilitar la ingesta de oxígeno, antes de entrar en un paro cardiorrespiratorio. Después de unos segundos, las pequeñas luces traseras de mi competidor se pierden en la oscuridad que ya lo cubre todo.

Viendo que este cuerpo padece las consecuencias de estar sentado frente a una computadora, decido regresar a casa. Antes, aprovecho a estirar un poco: la contracción de los músculos de la pierna es general, y posiblemente se hayan encogido un talle menos.

En mi intento irracional por iniciar el trote de regreso, me atacan calambres como aguijones de avispa clavados en cada gemelo. Opto por caminar a velocidad de andador de geriátrico. A medida que me alejo de los postes de iluminación, me adentro en una densa oscuridad que apenas permite distinguirme las palmas. Se me presentan varias preguntas. ¿Quién me manda a correr de esta forma?, ¿Qué pasaría si se me aparecen los dueños de lo ajeno y me intentan asaltar a punta de pistola?, lo primero que descarto es salir corriendo, en este estado solo puedo desgarrarme o acalambrarme aún más. Imagino los titulares de las noticias de mañana, "hombre de uno cuarenta años sale a caminar y le roban el celular. Personal del SER se hizo presente porque la víctima no podía desplazarse por su mal estado físico". Sería imposible salvar mi dignidad tras semejante espectáculo lamentable, preferiría que me vacíen el cargador y me entierre como abono en el medio del campo.

Por otro lado, pienso que si me descubre la policía no traje el DNI ni el barbijo, y además estoy bastante alejado de los 500 metros permitidos. Por lo tanto, no sé qué es peor: que me roben o me metan preso por violación de cuarentena.

Agudizo los sentidos cada vez que una luz circula en los alrededores. Ya me agarró una paranoia tal, que imagino a policías y ladrones merodeando como tiburones en un naufragio.

La caminata dio sus frutos, el medidor de temperatura está en verde y retomo el trote, al menos, hasta llegar a una zona urbanizada. A lo lejos distingo una luz azul intermitente. Considerando mi atuendo de color negro, mi tez morocha y la barba de unos cuantos días, estoy más cerca de ser confundido con un preso que viola su libertad condicional, a un corredor que infringe la ley de cuarentena. Por precaución, cambio mi itinerario y elijo el camino largo que finalmente me lleva a mi casa, después de cincuenta minutos de ejercicio intenso, y de un grado importante de tensión.

Concluida esta experiencia, me convenzo de que podría soportar otros setenta días sin salir. Después de todo, la libertad no es algo que se consigue de un día para otro sin derramar siquiera una gota de sangre. Menos, cuando se siente en los huesos los primeros fríos del invierno que se aproxima. Sólo puedo pensar en una cosa: chocolate caliente con jesuitas rellenas de jamón y queso... al menos por ahora puedo gozar de la libertad de comer, el ejercicio, se posterga hasta la primavera.


El descanso de las Haches




Qué finalidad cumplen las instalaciones de un club deshabitado. Imposibilitado de cumplir su función para el que fue concebido; contenerenseñar generar lazos.

Sin entrenadores, ni jugadores o padres; sin chicos correteando; ni charlas con mate bajo la arboleda. Sin pitazos ni gritos que interrumpan el sonido armónico del viento al castigar las hojas de aquellos gigantes eucaliptus. Sin el chisporroteo de un fogón que anuncie un encuentro o una simple reunión entre amigos: comunión necesaria a la hora de iniciar o consolidar proyectos grupales.

No se oye la congoja de las hamacas, y la gramilla gana terreno sobre espacios donde el transito impedía su avance. Los palos, son simples palos tirados en el suelo, lejos están de cumplir su rol de espadas imaginarias o fusiles de una batalla librada a media tarde por pequeños delirantes. Los teros anidan en las canchas y se pasean indiferentes, sin necesidad de alertar el peligro de algún extraño. Mientras que los tablones de la tribuna se mantienen inertes, sin soportar los saltos de la hinchada ni el aliento ni los cánticos.

En su lugar, jugadores, preparadores físicos y entrenadores hacen escuela a través de aplicaciones virtuales. Se le destina tiempo, dedicación y trabajo. Pero qué puedo decir al respecto; es como si me dieran a elegir que mire un partido de rugby desde mi casa, o estar sentado en la tribuna del estadio viéndolo en vivo, escuchando el estruendo de los tackles, el sonido de la pegada cuando viaja la pelota directo a las haches, y lo precede el rugido del público. Podría decirse que se disfruta de ambas formas, pero son dos realidades completamente diferentes.

Creo que cuando ocurren estos hechos imprevistos, como lo es la pandemia, se logra apreciar lo que uno ya tenía, y se le da el verdadero valor que corresponde. Los jugadores veteranos esperamos ese asado de los jueves, escuchar nuevamente esas historias ya narradas o ese tercer tiempo sin horario de retorno. Necesitamos de la manada, del deporte en equipo, de fragmentar ese significado de jugador para fundirse con el resto.

Lamentablemente la cuarentena no da muchas opciones y debemos acatar órdenes como lo hacemos en el juego: sin reprocharle nada al árbitro, volviendo rápido en posición defensiva.

Por el momento sólo queda cuidarnos y seguir entrenando desde casa, sin perder la inercia que impulsa lo logrado. No hay mal que dure cien años dice el dicho, y es en estos momentos duros donde se hacen fuertes los equipos, ante la adversidad, cuando se presentan obstáculos y la mente se pone a prueba.

De mi parte, aguardo paciente en mi rol de padre de mis dos hijos que demandan más tiempo en este presente complejo, priorizando mi equipo familiar ante el deportivo, pero haciéndome de algún hueco para seguir en movimiento y estar a la altura de las circunstancias. Esperando expectante y ansioso que la tormenta pase. Y, para cuando salga el sol, justo en ese instante cuando el silbato irrumpa nuevamente el ajetreo sereno de las hojas, podremos seguir disfrutando este regalo divino que nos da la vida, estar en una cancha de rugby, sentir el olor al césped recién cortado y saberse inmunes a todo, incluso al paso del tiempo, al menos por ochenta minutos.   

El exterminio


El exterminio es inminente e inevitable. Desde hoy una página oscura se labrará en la historia de esta Nación qué, contra toda voluntad, debe tomar medidas extremas por el bien común no sólo de este país, sino de toda la humani...

…Cada vez entiendo menos lo que dice el presidente, los políticos usan palabras sofisticadas para encubrir los aumentos de precios y la pobreza. Palabras como inflación, riesgo país, lebacs, leliqs. Pero a todo eso trato de restarle importancia más allá de lo que digan, al final hay que salir a laburar para comer. Al menos así era antes de la epidemia. Mirá si me va a preocupar lo que dice un político, más cuando hace cuatrocientos cincuenta y dos días que estamos en cuarentena. Pero cuarentena...cuarentena.

Mamá —Dios la tenga en la gloria— se me fue en abril. Y digo se me fue, porque cuando anunciaron el toque de queda se escapó de casa, y desde ahí no tengo ni noticias de su paradero. Ella se tomaba dos litros de vino por día, y con esto de quedarse encerrada, la abstinencia la hacía caminar por las paredes. Una noche tormentosa, después de un corte de luz, se fugó en la oscuridad sin dejar rastro ni tampoco alcohol en gel. No creo que haya llegado muy lejos con sus ciento ocho años, pero no pierdo las esperanzas de que algún día aparezca, por lo menos a devolverme el alcohol que últimamente cuesta un ojo de la cara.

Todo, culpa de esta maldita epidemia que nadie sabe cómo se originó, cuál fue el primer caso ni cómo se esparció por los rincones del planeta. Algunos dicen que fueron los Mejicanos del sur de Guanajuato por comer burritos en mal estado —quien se atreve a comer esos pobres animales, tan dóciles y trabajadores, con sus orejitas largas y esas miradas como de Santiagueño a las tres de la tarde—. Otros sostienen que fue un virus creado por lo Yankis, después dijeron que la culpa la tenía un mono. 

En un principio, las mujeres y los chicos se quedaban aislados en sus casas, y los padres salían en busca de alimentos y víveres al supermercado, remontándonos a los orígenes de nuestra especie. Todos creían que, como los hombres suelen ser más prácticos a la hora de comprar, no tienden a detenerse para ver algo que no necesitan: no le hacen sacar todas las remeras del local al que los atiende para terminar comprando la primera que ya les había gustado.

Pensaron que no se amontonarían en las colas y con esto se evitaría gran parte del contagio. Pero no tuvieron en cuenta lo complicado que puede ser comprar un paquete de arroz. Se apilaban de a veinte o treinta hasta que decidían entre el no se pasa, el doble carolina, el fino largo, el corto, el Integral, el glutinoso. Y ni hablar de la variedad interminable de marcas que existen. Otro cuello de botella era frente al papel higiénico. Eso sí que es un mundo aparte. Rollos de cuatro, seis y hasta ocho unidades; de treinta, ochenta, cien y doscientos metros; simple, dobles, lisos, con poros para rasquetearte mejor el culo y hasta con o sin dibujitos. Eran calculadoras humanas multiplicando con los dedos los metros por las unidades y comparando precio y calidad, realmente se tomó conciencia de lo difícil que puede ser algo tan simple como ir a cagar. Pero donde más se amontonaban como moscas era eligiendo toallitas femeninas, eso sí está codificado sólo para mujeres; con alas, sin alas, ultrafinas, paquetes, paquetitos y paquetones, diurnas, nocturnas, un verdadero misterio que parece hecho por los rusos.

Después, cuando todo empeoró y no te dejaban salir ni a la esquina, comenzamos a usar mucho los deliverys telefónicos y las compras por internet que te traen el pedido a tu casa. Por el aspecto que tenían los cadetes, suponíamos que después del reparto diario se volvían directo a la Nasa, a despegar un cohete o algo por el estilo. Unos trajes futuristas como de papel aluminio, todos plateados, con cascos de vidrios espejados, botas blancas, tubos de oxígeno, guantes haciendo juego, una cosa impresionante. Aunque después, cuando se iban en sus motos el casco lo llevaban en la mano, algunas costumbres cuestan erradicarlas por más plata invertida que haya. Lo gracioso fue que con el correr de los días, los cadetes se la fueron creyendo, ¡no miento!, los tipos realmente pensaban que eran astronautas, se comieron el personaje como locos. Hacían la entrega y te decían frases como "has dado un gran paso", cosas así, o cuando se les pinchaba una goma llamaban y decían, "Houston estamos en problemas, manden ayuda de la nave nodriza", como si no supiéramos que la cadetería estaba en el barrio Chacarita frente a la plazoleta. Incluso una vez uno se fue saltando a pasos lentos y pausados como si tuviéramos la misma gravedad de la luna, unos payasos bárbaros. Eso sí, se llenaron de guita cuando prohibieron salir de las casas, para mí estaban entongados con el gobierno de turno.

Uno dice qué lindo es descansar, pero a los sesenta días ya te pudriste de jugar al chinchón, a la escoba de quince, a la canasta, al ludo, al yenga, al buracco, al Estanciero, o al huevo podrido. Me contaron de un policía que quedó en cuarentena en la casa de su suegra y se pusieron a jugar a la ruleta rusa, pero con una nueve milímetros. Sé de una pareja vecina que se divorció porque el marido le hizo trampa jugando al culo sucio, ¡juro que es cierto! Así de tensa se ponen las relaciones cuando se está en cautiverio.

Y cuento esto para que se den una idea por lo que hemos pasado, y por más que digan algo de un exterminio no me van a asustar. Es más, a esta altura ya ni sé que dice el presidente en la tele porque le bajé el volumen.

Después continuó la moda de los cursos en línea. Cursos de diseño gráfico, muchos de cocina y repostería, de corte y confección, de clarividencia, tarot, y reparación hogareña. Pero el golazo fue el de curar el empacho y la ojeadura, un negocio redondo que hasta el día de hoy no para de tener adeptos. Como para salir al hospital o al sanatorio tenes que rellenar mil formularios, el curanderismo pasó a ser lo más cómodo, y, además deja buena guita. Vos le decís tu nombre, el apellido y las coordenadas por GPS donde te encontrás, y te mandan las sanaciones y listo, curado. Eso sí, para que te traspasen los poderes tenes que esperar hasta navidad y hay que tener cuidado a quien llamás, porque hay mucho chanta dando vuelta que tiene el poder, pero de cagar a la gente.

Mi hermana Lidia me contaba que hizo unos cursos de masajista. Practicaba con dos kilos de bola de lomo y cada tanto cambiaba de corte para simular otros músculos. Algunas veces peceto o cuadrada, otras, bondiola de cerdo, matambre de cebú. Pero sin dudas el más complicado era el corte tortuguita que es puro pellejo, le quedaban los dedos acalambrados de tanto darle y darle. Porque en su casa los dos hijos no le daban pelota con el emprendimiento, y al marido se lo llevó el virus. Mis sobrinos no se dejaban hacer masajes, cosas de adolescentes, bien que después se comían las milanesas que hacía con esa carne: eran fuera de serie, una manteca, todas descontracturadas, podían cortarse con el tenedor.

Algunos problemas surgieron cuando el pasto empezó a crecer en forma desmedida. Sucede que, como nadie podía salir a los frentes ni al patio de sus propias casas, el pueblo se había transformado en una selva misionera. Hasta que una pareja de ancianos que iban al sanatorio, fue asechada por un par de hienas que salieron de entre las malezas. Y, si bien nadie atestiguó lo ocurrido, la verdad saltó a la luz cuando encontraron a una anaconda que se había comido a las dos hienas y estaba regurgitando los carnet de la obra social de los pobres viejos. Tras ese acontecimiento nos dejaron cortar el pasto una vez a la semana.

Otro problema fueron los velorios, primero se hacían con el finado y la viuda únicamente. Un silencio, un aburrimiento, nadie con quién hablar, hasta daba miedo quedarse con un muerto en la soledad de la noche. No vaya a ser que te hable o se levante convertido en zombie, a veces la imaginación te juega una mala pasada, peor estando cansado. Se dieron cuenta que esto era contraproducente, que la gente sufría mucho. Por lo que se decidió virtualizar los velorios. Le colocaban una camarita enfocando la cara del finado, y el que quería se conectaba desde su casa a dar el pésame, a contar historias, y porque no un par de chistes como en todo velorio. No faltaba el que se tomaba unas copas de más y decía alguna barbaridad, pero como la viuda era la que administraba la sala virtual, lo desconectaba y listo. Incluso algunos de estos programas tenían juegos y entretenimientos en red, así daba gusto conectarse a los velorios porque aparte era todo gratis. 

Qué puede ser peor que esto, que estar encerrado tantos días. Veo que el presidente giró dos llaves y apretó un botón rojo, debe de estar llamando al servicio para que le traigan un vaso de agua o algo de comer. Si esto fuera en Inglaterra te diría que pidió un té, son la cinco de la tarde así que da justo el horario. Pero estando acá puede ser cualquier cosa, tenemos hábitos muy surtidos, de mucho inmigrante. Puede estar entre un mate cocido, unos tererés, un café con leche, facturas o una grapa con miel. Lo que noto distinto es que afuera deben estar festejando algo, se escucha un griterío insoportable. Capaz anunciaron que ya se puede salir o debe ser San Fermín, aunque ahora que recuerdo eso es en España, pero como festejamos San Patricio vestidos de irlandeses, no te extrañe que suelten un par de toros en la avenida del centro. Nos gusta adueñarnos de las fiestas extranjeras, la navidad, el año nuevo chino, el día de la marmota, Halloween y el último fue el día de la Independencia, pero de Hazajistán. Qué tenemos que ver con Hazajistán, no sé, pero mientras haya comida y chupe no prendemos en todas. 

Ahora mismo comenzaron los fuegos artificiales o es lo que parece por ese resplandor en el cielo, y me da la impresión de que algo está volando directo hacia acá. Pueda ser que no hagan mucho ruido, más de todo por los perritos, está prohibida la pirotecnia en el barrio pero siempre hay un desubicado que da la nota cuando sale campeón algún cuadro de fútbol, o para las fiestas de fin de año. 

Bueno, ya es muy tarde para mí, son casi las doce de la noche, no quiero mirar más ese resplandor porque tengo miedo de que me haga mal la vista, igual que los eclipses cuando mirás con una radiografía vieja a contraluz. Resulta que ahora no se puede mirar así, te puede quemar la retina o se te ceca el ojo... cosas que por ahí se dicen. Yo, mejor me voy a acostar, es tarde, y con tantas luces tengo un dolor de cabeza que en cualquier momento me explotan los sesos.

El último beso

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Francisco Pereyra era el nombre de mi abuelo materno. Vivía en Venado Tuerto, a unos cuarenta kilómetros de Arias. De muy vez en cuando solía visitarnos, acontecimiento que mis papás consideraban de total extrañeza. Estos eventos podrían contarse con los dedos de una mano, debe de ser por eso que aún los recuerdo. En esas oportunidades usábamos la vajilla que les regalaron a mis papás en el casamiento, esa intocable que se guardaba en su caja original, arriba en el placard, lejos de nuestro alcance.

No sólo me parecían raras sus esporádicas visitas, sino también su carácter. Era un hombre de escasas palabras, tal vez demasiadas pocas. Usaba anteojos con vidrios templados, siempre pantalón de vestir, camisa blanca, chaleco y corbatas de tonos oscuros. De gran estatura, con abundante pelo canoso, las manos huesudas, y el ceño fruncido como si estuviera enojado por vaya a saber qué cosas. Al menos, esa era la percepción a mi corta edad, cuando comencé a tener recuerdos nítidos de él.

Nuestra relación —si es que existía una— era tan endeble como una hoja seca a fines de otoño. Impulsada en su totalidad por la insistencia inagotable de mamá, que hacía todo lo posible para que fluya entre nosotros un vínculo. Forzado, pero vínculo al fin.

Fui creciendo sin tenerlo muy presente, dado las contadas veces que lo visitábamos. Y como de todos sus hijos mamá era la más persuasiva con él, cuando mi abuelo pisó los noventa lo trajo a vivir a un asilo de ancianos en Arias. De esa forma lo tuvo cerca, por algún eventual problema propio de personas con edad avanzada. Sucede que en casa no podíamos cuidarlo porque no sobraba espacio ni para nosotros. Al menos él tendría su propia cama, algo a lo que yo aspiraba con ansias, teniendo en cuenta que compartía la cama con mi hermana dos años mayor.

Cada tanto solía visitarlo por mi cuenta, para salvarlo de la soledad inminente de esos lugares que no son nada afables. Donde las pequeñas aspiraciones de vida van menguando con el correr de los días, transformando sus miradas secas de esperanza. Él seguía con su diálogo limitado, dotado de una seriedad inmutable y la gracia de un caracol o algún bicho de cualidades similares. Sucede que el punto de fragilidad de nuestra no relación, se originaba porque yo era tan solo un niño, algo introvertido, y él se esmeraba en responder monosílabos a mis preguntas superficiales tales como aquellas que podrían surgir de la conversación con un taxista o el almacenero de la otra cuadra. Esas de índole climática, deportiva o de connotación necrológicas. Y en ocasiones donde mi creatividad de reportero carecía de toda imaginación posible, nos sumergíamos en silencios incómodos, en esos minutos interminables donde podía masticarse cada segundo transcurrido, ambos sentados afuera en la galería. Repasaba los detalles del techo —para ocuparme en algo—, las columnas y los cerámicos grandes, amarillos y rojos del piso de aquella casa antigua devenida a geriátrico, observando la gente pasar por la vereda estrecha y algunos vehículos que transitaban aquella avenida pavimentada. Casi siempre era yo quien iniciaba las charlas, el que irrumpía esos silencios sepulcrales. Porque él no estaba acostumbrado al trato con chicos, y por su tozudez, supongo que tampoco con los mayores. Quizá el haber criado once hijos destruyó cualquier ápice de paciencia en su ser y esa era la razón del carácter hosco y obstinado. O había pasado tanto tiempo en soledad que le costaba socializar y poco le importaba.

Al poco tiempo su salud desmejoró. Empezó con algunas enfermedades que no puedo recordar puntualmente, mi mamá en eso era bastante hermética con los detalles. Pero por su ánimo, sabía que era algo serio. Tal es así que, luego de unos meses de idas y venidas, de llamadas telefónicas imprevistas, finalmente falleció.

Con doce años años no identificaba la razón de mi tristeza, posiblemente estaba ligada más a ver a mi madre llorar, que a la muerte anunciada de mi abuelo Francisco. Luego de velarlo, al momento de cerrar el féretro y minutos antes de su entierro, cuando todos se despedían del difunto, algunos tocando el cajón y persignándose, otros tocaban sus manos, los más allegados le daban un beso en la frente, y a mí no se me ocurre mejor idea que consultarle a mi mamá si también debía hacer lo mismo. Dejando expuesta mi inexperiencia en estos acontecimientos. Ella me mira y responde, —dale un beso al abuelo si querés—. Y ese «si querés», despertaba un dilema existencial en mí. ¿Si no lo besaba, algebraicamente demostraba que no lo quería? Así que me vi obligado a besarle para cumplir la figura del buen nieto. Apoye las manos en el cajón, contemple su cara, no había cambiado mucho a cuando estaba con vida, con la salvedad que se notaban sus labios pegados y su piel empalidecida. Lentamente acerque mis labios y los uní con su frente. Luego, nunca más en mi vida volví a besar otra persona fallecida. Fue como besar una piedra helada, una sensación horrible. Miraba a mi madre sin poder comprender su grado de cinismo. Cómo no advertirme del posible trauma, tan solo un susurro —guarda que está frío—. Después de eso varias pesadillas con esas imágenes perturbadoras me visitaron por las noches, y no quería transmitírselas a mamá por la intensa depresión que transitaba.

Aún hoy, ya con cuarenta años, no me animo en los funerales siquiera a mirar a los muertos. Y por más que sé que, algunas vivencias ya se han escurrido de mi mente olvidadiza, puedo asegurar que se mantiene inalterable en mis recuerdos, el hecho de que mi abuelo Francisco, tanto vivo como muerto, fue un tipo bastante frío.

 

La hazaña del Piojo Alvarez


Nadie daba un mango por el Piojo Álbarez. Si ese mismo día me lo preguntan, habría puesto un par de fichas en el Rafa, que era un tipo fornido y le gustaba golpearse a lo loco. O en el Coti, que era rapidísimo y tenía un cañón en el pie derecho. Pero lo del Piojo nos descolocó a todos, algo fuera de serie. 


Era el último partido del campeonato. Nosotros, distantes de los primeros cuatro que clasificaban a cuartos de final y encima nos toca cerrar la zona contra el puntero. Ellos tenían buenos jugadores y un octavo que sobresalía del resto. Hasta te diría que inspiraba un poco de temor. Le decían la Torre. Que si fuera solamente por la altura, no sería tanto el problema, acá el problema era que se trataba de un mastodonte de ciento diez kilos, le salían músculos que ni sabíamos de su existencia. Incluso hasta tenía una barba intimidatoria. Y no los pelitos tristes, como patitas de mosca que nos asomaban a nosotros parecidos una chocolatada sin limpiar. Era barba de verdad, tupida y pareja, ya de hombre hecho y derecho. Sí...!!, en su DNI figuraba categoría 79, igual a la nuestra, pero para mí que lo anotaron más tarde. Sino, no se explicaba semejante desarrollo hormonal, o tal vez cortaba el café a la mañana con Minoxidil, —un producto para el crecimiento del cabello muy popular en aquellos tiempos—. 


Como contrapartida nosotros lo teníamos al Piojo Álvarez. Ya les dije que nadie daba un mango por él. Disculpen si me pongo reiterativo, pero hasta hoy no logro procesar lo sucedido aquel día. Por eso, antes de seguir con esta exposición, le quiero dedicar un par de líneas a semejante ejemplar. Imaginen un pibe de diecisiete años, tez blanca, flaco escuálido, estatura media tirando a baja y sus brazos parecían dos chorros de soda. Lo único a favor, era su sonrisa fácil, y buen carácter. Eso sí, querido por todos. Además de la ausencia de cualidades idóneas para un deporte de contacto como es el rugby, podrían pensar que realizaba un esfuerzo adicional para estar a la altura de las circunstancias, para equilibrar esa ausencia de dones que la naturaleza se encapricho en proveerle cuando fue concebido. Paro la verdad es, que era flor de vago. No sabía lo que era una mancuerna, lejos de pasar por un gimnasio. Además, siempre se las ingeniaba para faltar a los entrenamientos. Que el asma, que estudiar para un examen, que la abuela enferma, que cuidar a la perra porque tuvo cría y no se cuantos vericuetos más ponía de excusa. Sumado a que sus viejos eran de esos padres protectores y lo tenían encerrado en una burbuja de cristal. Bien que, cuando salía con nosotros se agarraba flor de mamurria y se le quitaba lo calzonudo. Pero como con suerte éramos dieciséis jugadores para cada partido, abusaba de esa necesidad deportiva, y se daba el lujo de sobrar la situación, que sino, le quedaba el culo lisito de tanto comer banco.


En el rugby se dice, que la defensa es medida según su eslabón más débil. Con esto ya les voy adelantando por donde atacaban todos. Debíamos marcar la mayor cantidad de puntos antes que se dieran cuenta por donde estaba el queso. Podría decirse, del Piojo, que era un jugador dinámico. Para el lado donde amenazaba el peligro, nos esforzábamos en ubicarlo del lado opuesto. Hasta encontrarse por casualidad con una pelota de esas que quedan bollando, o cuando recibía un pase sin otro destinatario posible más que él, y comenzaba a correr con la gracias de un peludo, medio curcuncho, con pasos cortitos, hasta que se le acercaba uno del equipo contrario y terminaba revoleando la pelota como un ramo de flores en un casamiento, a la manchancha, al que la agarra, la agarra. Ahí quedaba en evidencia aquello que tratábamos de ocultar todo el partido, por donde estaba la tranquera para que cualquiera pueda pasar cuando guste.

A veces pienso, si era mejor jugar con uno menos. Porque estando él, no siempre cubríamos su posición pensando ilusamente que alguna vez iba a sorprendernos derribando a alguien, o se le prendería de los talones o de la camiseta hasta que uno de nosotros le llegue en apoyo. Pero eso nunca ocurría. En cambio, lo pasaban como alambre caído. Quedaba tieso como una estatua con los ojos cerrados, las manos semiextendidas encomendando su alma a Dios o vaya a a saber a quién, para salir lo más entero posible de esa jugada. 

En aquel partido, el primer tiempo se lo aguantamos bastante. Teníamos pocos jugadores pero con mucho corazón. Recién casi llegando al final de los cuarenta, se escapa la Torre cortando por el lado de nuestro apertura. Y sí.., como era de suponer el Ruso, era el cerebro del equipo y algo tackleaba, pero ante semejante mole, le pijoteo el hombro, y se fue cayendo antes del contacto, una cosa rara, pocas veces vista. Para cuando logramos rodearlo entre tres, la Torre miró para el costado, se apoyó en su pierna derecha y lanzó un pase de quince metros en dirección contraria —sí, también era bueno con las manos el muy turro—, el ala de ellos paso como un viento, atrapó la pelota, tomó la marca del Rasta, —que era nuestro Fullback— y descargó en el primer centro que lo acompañaba en apoyo por afuera, marcando el primer try bajo los palos. Por supuesto desde ahí, no fallaron la conversión por demás de accesible.

En el segundo tiempo, la cosa se fue desdibujando. El cansancio de siempre estar defendiendo hizo mella y nos metieron una seguidilla de try casi imposible de remontar. Para males, se nos lesiona el Turco que jugaba de wing. No sé muy bien como fue, porque yo estaba tirado en el piso. Creo que era en un scrum para ellos, donde se levanta con la pelota la Torre, otra vez el mismo, la pesadilla de esa tarde. Yo en posición de ala izquierdo lo salgo a tacklear un poco arriba y justo antes de tomarlo de los hombros, me metió una mano en el esternón, contrayendo todos mis órganos internos y me enterró en el piso de espaldas. Quedé mirando ese cielo despejado de verano, pensando porqué no lo fui a tackear abajo. Después encaró para el ciego —el lado más corto de la cancha— donde se encontraba el Turco, y éste que era chiquito pero aguerrido, le salió a juntar los tobillos, una técnica en él, por demás de pulida, pero la Torre justo efectúa un cambio de paso y le dio con la tibia en el medio de la frente, dejándolo medio mareado, casi nockeado. Pero como si eso fuera poco, el grandote tras ese golpe, continuó con la misma inercia que traía, dio un salto y terminó apoyando su botín derecho número cuarenta y siete sobre la espalda del chiquitito, dejando nula cualquier posibilidad de recuperarse para volver al campo de juego. Pobre Turco, no entendía nada, decía una boludez tras otra —más de lo normal—, el golpe lo había atontado por completo. Así que Cacho —nuestro entrenador —, no le quedó otra, que buscar en el banco de suplentes al único jugador disponible. A esa figura tapada, ¡vah!, escondida diría yo. Imaginen nuestras caras. Quince puntos abajo y encima esto. Nos acordamos de ese partido contra Quemu Quemu, donde fuimos catorce justos. Sucede, que un brote de gripe dejó el tendal ese invierno y perdimos dos soldados claves, a Juan y a Bartolo, que estaban en cama. ¡Que paliza nos comimos ese día!. Como 120 a 3 y nos hicieron precio. Así que, cuando lo vimos al Piojo Álvarez parado en la mitad de la cancha, listo para entrar, con las medias rojas abullonadas sobre los botines, que se caían por el escaso grosor de sus piernas, el casquito de protección negro, la camiseta suelta y ese pantalón resplandeciente de tanta blancura, soltamos al unísono un suspiro de resignación. Fue un acto reflejo en general, los catorce miramos el suelo presagiando que tanto esfuerzo hasta ese momento, iba a ser arrojado a la basura.


Finalmente con el correr de los minutos logramos inmovilizar a ese mastodonte, pero necesitamos tres de nosotros para salirle a marcar antes que tome velocidad. El problema surgió, cuando se empezaron a avivar de los espacios que dejábamos y se nos colaban por esos huecos. Hasta acá, Álvarez, no intervino en absoluto, principalmente porque todas las jugadas de ataque se producían por el centro de la cancha, y él, ocupaba la posición del Turco sobre la punta izquierda, clavado como un mástil. En el minuto treinta y cinco logramos interceptar una pelota que casi termina en try, sino fuera por ese intento de pase del Cabezón, después de un tackle asesino desde atrás que le hizo perder la pelota y comer un poco de pasto. Fue en esa jugada cuando le festejaron en la cara, mientras el Cabezón se sacaba pasto de entre los dientes. Estos tipos tuvieron la desfachatez de gozarnos ese try malogrado en nuestra propia cancha. Con qué necesidad, si ya tenían ganado el partido. Nosotros estábamos que no dábamos más de la calentura. Intentando por todos los medio frenarlo a Juan que quería cagarse a piñas con todos. Era el más calentón del grupo. Para mí le faltaban un par de caramelos en el frasco. Sospechamos que, como era sietemesino, algo no se le había terminado de desarrollar a término. Era como una mecha encendida imposible de apagar. 

Después de eso comenzó un partido mucho más vertiginoso, con objetivos diferentes para ambos equipos. Nosotros queriendo romper el cero del marcador, intentando salvar el honor de los caídos, queriendo evitar que su festejo sea aún más glorioso. Ellos empecinados en no dejarnos marcar ningún punto, en vernos envueltos en la vergüenza perpetua de los vencidos. Ya no les importaba solo ganar, y desde ese mismo instante se comenzó a jugar con una agresividad inmensurable. Cada dos jugadas, siempre alguno quedaba enroscado en el piso con un contrario. Los tackles a destiempo ya eran de una intensión delictiva, por lo que el árbitro del encuentro no tuvo más remedio que castigar con dos amarillas para cada lado, procurando bajar el grado de insanidad de algunos desvariados.   

Faltando tan solo unos minutos para finalizar esa batalla campal, ambos quedamos enfrentados con trece jugadores. Nos correspondía tirar un line en mitad de cancha, Nacho la baja y se la pasa a Bartolo ubicado de medio-scrum, éste amaga un pase con el Ruso y se manda por entre el apertura y el primer centro contrario. Alcanza a correr unos diez metros, y cuando le aparece barriendo el fullback, se la tira al Rafa, que entra en un titubeo preocupante ante la marca insipiente de un contrario. Algo de no creer, el tipo que más le gustaba topetear, se le ocurre por la gracia divina del Señor, tirar un rastrón que le sale cruzado y medio mordido, un mamarracho de rastrón. El Rasta comienza a correr desde atrás y en la jugada donde más lo necesitamos, se tironea el gemelo en su intento exagerado por correr esa pelota importantísima. Ya cuando la guinda realizó unos firuletes y piques extraños casi a punto de salir por el lateral izquierdo. Justo cuando pensamos que se salían con la suya, que no quedaba más que ahogarse en sus festejos desproporcionados, no me pregunten como, pero esa pelota le queda en las manos al Piojo Álvarez, que la toma en veintidós metros contrarias y empieza a correr apuntando a la bandera. Para su mala suerte, la Torre lo empieza a correr desde atrás, en un ángulo sesgado, con el sonido de un tropel y el jadeo tenaz de la ira resoplándole la nuca. Eso, más que un ataque, se había convertido en una carrera por la vida misma. Parecía un episodio de National Geografic en la persecución del leopardo contra el jabalí, quién por lo general termina siendo el almuerzo del felino. Eran ciento diez kilos en velocidad contra cincuenta kilos mojado y algunas piedras en los bolsillos. Llegó un punto, en que no sabíamos si gritarle que corra más rápido o llamar a sus padres para que vengan a reconocer el cuerpo de su hijo. Aunque una vez que el grandote lograse interceptarlo, no iba a quedar mucho para identificar.

Inexplicablemente, cuando estaba casi a punto de llegar a los últimos cinco metros, el Piojo pega una relojeada hacia atrás y amaga a tirar el ramo de novia como era su costumbre. En esa fracción de segundos, no sabemos si alcanzo a ver la cara de desilusión de alguno de nosotros o se cansó de las burlas por su habitual cobardía, y ocurrió lo inimaginable. Clavó el frenó de golpe, como nunca lo había echo antes. La Torre viniendo a toda furia, paso de largo con los ojos totalmente llenos de asombro, sin poder comprender que ese saco de huesos fuera capaz de tal destreza —al igual que todos nosotros—, y una vez que se quitó la marca de encima, enganchó para adentro, finalizando con un vuelo rasante sobre el ingoal contrario, para romper ese cero tan festejado y aclamado por la hinchada, y  todos nosotros corrimos a arrojarnos sobre él, para unirnos con su grito descontrolado, ese festejo entrañable. Y a medida que la montonera de cuerpos se fue disipando, pudimos percatar que sus gritos no eran de alegría sino de dolor después de contemplar su hombro derecho en un notable desnivel con respecto a su hombro izquierdo. 

El resultado final fue 33 a 7 después de la conversión del Ruso y una fractura de clavícula para el Piojo Álvarez, que en vez de salir en andas —como mereció ese día —, salió en la camilla de enfermería derecho al sanatorio, bastante dolorido para acomodar ese hueso y colocar un yeso que le cubriría medio cuerpo, justo en ese abrasador calor de Diciembre. 


Esa, fue la última vez que piso una cancha de Rugby. Imagínense, si no tackleaba cuando estaba ileso, menos lo iba a hacer después de esa quebradura que le propinamos, sus propios compañeros. Quizá fue la mejor excusa para declarar su retiro anticipado y ser recordado por aquella hazaña gloriosa, sepultando casi en el olvido tantos años de malos recuerdos deportivos. Regando las sobremesas de cada asado y acrecentando la leyenda de aquella jugada insólita, donde se incluyeron sombreros, pases y lujos inexistentes con el correr de los años. Cosas que ocurren cuando las historias se trasmiten de boca en boca. Pero más allá que aquel día sin querer, perdimos un jugador de esos que no se ven a menudo. Les aseguro que a la larga, ganamos un asador de hamburguesas que ni se los puedo explicar.

Amor de juventud


Si de amores se escribiera la vida, como cuentas que van formando un collar, podríamos  acentuar aquellos primeros amores que registramos cuando niños. Ese que nace del amor incondicional hacia la mujer que nos dio vida, esa teta que serena el sufrimiento de sentirnos indefensos ante un mundo desconocido y hostil, que nos alimenta, que nos mantiene cerca del tamborileo sincronizado que nos acompañó por meses en su vientre. Luego aparecen otros amores, a mi entender menos relevantes. Como la primera mascota, el muñeco que nos ayudó a conciliar el sueño por las noches, algún juguete preferido, y por supuesto, el chupete del que tanto costó despegarse. Ya más grandes se anexa ese primer amor de juventud, esa chica que nos gustaba en primer grado, y que por culpa de la timidez no fuimos capaces de decirle nada. Y cómo no mencionar a los primeros amigos que nos regaló la vida. Podría continuar con un río de amores pero me estaría alejando del punto al cual quiero llegar, al meollo de esta cuestión.

La verdad, es que hay un amor que se diferencia por sobre el resto. Este amor del cual les hablo, en gran porcentaje se debe a una herencia recibida o inculcada por alguien más. Puede ser un familiar directo, el papá o la mamá, un tío, un primo de la misma edad o algún padrino. Raras veces suele escaparse de ese entorno, pero seguramente habrá escasas excepciones que refuten tal teoría. 

Surgió de verlo a él o ella mirar apasionadamente el televisor, escuchando la radio o el celular; con una camiseta puesta o tendida sobre un mueble. En un estado de ansiedad y nerviosismo constante, insultando y maldiciendo, alentando y festejando, en cada una de las ocasiones, con el mismo fervor. Una montaña rusa de sensaciones que puede librarse durante dos tiempos de cuarenta y cinco minutos, en el momento preciso en que aquella pelota redonda de cuero sintético, ubicada sobre un punto de cal cruzó el círculo central para dar comienzo a tal espectáculo. Pero el éxtasis, el pico más alto de frenesí se desata cuanto la voz que acompaña el accionar de los jugadores, comienza a acelerar su ritmo, eleva el tono, y un grito eufórico y prolongado, se entremezcla con el de la multitud presente, que delira cuando la pelota infla la red de aquel arco de caños blancos. 


Sospecho que a esta altura del relato, y después de tanta verborrea, se imaginaran de qué les hablo. Hay cosas que no necesitan demasiada presentación y menos ésta, que es de conocimiento popular y uno de los principales temas de conversación de cada lunes

Ese deporte donde sus protagonistas alcanzan la inmortalidad. Donde pueden ser ídolos o simples y llanos perros. Ellos, que sin quererlo, llevan la carga de nuestras frustraciones deportivas, que tienen que soportar criticas inadmisibles de aquellos, que no nacimos con el don de los dioses o los príncipes, de las pulgas o los magos. Quizás los más llamativo de esto es que, siendo once contra once, cualquier resultado es posible. Siempre existirá algún David contra un Goliat, y esas victorias que se dan cada tanto, que contradicen las estadísticas, suelen enaltecer la admiración, de la estrategia por sobre la habilidad. 

Rara vez un evento exponga tanto los sentimientos de una persona, como cuando se mira al equipo del cuál somos hincha. El fanatismo cala hondo y llega a cometer locuras inimaginables. Pero ¿Cuándo fue, que cruzamos la barrera de lo racional para convertirlo en casi una enfermedad?, en un sentimiento neurótico capaz de alterar el trato con nuestros semejantes, de cancelar eventos para evitar gastadas, de renunciar a trabajos por asistir a partidos importantes y vaya a saber cuantas locuras más pueda desencadenar una pasión de estas cualidades. No todo tiene una respuesta lógica.

Si bien uno de mis deportes predilectos siempre ha sido, y es el rugby, hay un fenómeno que se da en un sentido unidireccional. Y es que, indefectiblemente sin importan el deporte que se practique, todos somos simpatizantes de algún club de fútbol. Siendo que esta regla a la inversa, no se cumple. Quizás no todos, con el mismo grado de vehemencia, pero incluso aquellos que no lo disfrutan con tanto entusiasmo, también se declinan por algún equipo. Quizá por el simple hecho de evitar polémicas absurdas del resto de los mortales que no son capaces de comprender semejante controversia. No he tratado con alguien que diga, —no soy hincha de ningún club—, en general suelen decir —soy hincha de fulano, pero, ni miro los partidos—, procurando que esta frase, los libre de todo cuestionamiento o que los haga parecer bichos raros.

Al principio tenemos esa necesidad de ser hinchas de un club sin saber lo que carajo signifique realmente. Esto suele notarse, cuando un extraño nos consulta —¿De qué cuadro sos vos? —, ahí es cuando la persona que logró pasarlo a su bando, esboza una sonrisa orgullosa, el pecho se le infla al escuchar la voz del niño nombrar su club. Porque no alcanza con sufrir uno por ese deporte, necesitamos que los más pequeños también lo hagan, que participen de esa locura colectiva que los acompañará hasta sus últimos días. Pero desde aquella primera vez, nace una relación que debe alimentarse cada fin de semana, porque es un vínculo muy débil en sus inicios. Siempre está la posibilidad latente que otro pariente se quiera adueñar de la frase —See, yo te hice hinche de... —. 

Y ese trabajo de hormiga de pronto un día da sus frutos. Como si el andar de esa bicicleta no necesitara más de esas rueditas a cada lado. Es ese momento en el cual, tras la derrota de su equipo, un nudo se clava en su garganta. Síntomas de una laringitis aguda se hacen presentes cuando el árbitro da el pitazo final y los suyos permanecen abajo en el marcador. Es ahí cuando la primera lágrima sella ese pacto de por vida con el club de sus amores, ese amor incondicional que será incorruptible, que nunca será insultado ni agraviado, a excepción de los jugadores, técnicos y los directivos que no correrán la misma suerte.

Mi romance con el fútbol comenzó cuando tenía cuatro o cinco años. No sé cómo surgió exactamente, pero me viene una imagen de un pantalón corto con los colores de Boca, que inclinaron la balanza para que ese equipo, sea mi primer elección. Total, si tenía el pantalón, porque no ser de ese club. Más tarde, por ese afán inconsciente de verse reflejado en los padres y tras un clásico que Boca pierde contra River, sumado a una pelota de regalo número tres con gajos alargados blancos y rojos, el existimo y mi ausente fanatismo me llevó a cambiarme de vereda al mejor estilo Ruggeri, haciéndome hincha de River Plate. Así nomás, sin sentir ningún tipo de pudor, sin que se me mueva un pelo ante semejante traición, me cambié al bando de los inescrupulosos y deshonestos. 


Pero mi bautismo como hincha fue varios años después, en 1991 con doce años, mi interés por contemplar el fútbol se fue acrecentando. Una noche, en casa de unos amigos de mi viejo, nos invitaron a comer un asado y disfrutar un superclásico, por la primer ronda de Copa Libertadores. River iba ganando ampliamente por 3-1 al finalizar el primer tiempo, con dos goles de Borelli y uno de Zapata. Pero en los segundos 45', Boca lo termina empatando, y como si eso no fuera poco al minuto 87, Cabañas, en un mano a mano se lleva la marca de Angel Comizzo, descarga el balón hacia atrás en Latorre, que le pega de derecha, se desvía en Higuaín y termina en el fondo del arco, pasando a ganar 4-3 sin más tiempo para revertir tal cataclismo. Dejando un pide destrozado, desconociendo hasta ese momento, que era posible salir tan mal herido de un simple encuentro futbolístico con una angustia que no estaba acostumbrado a experimentar. Lo miraba a mi viejo, preguntando si había otro partido para quitar tal frustración, pero habíamos quedado afuera de aquella Copa. Fue con ese partido, que me consagre como hincha, un diploma demasiado cruel de digerir. Aguantando el llanto y secándome rápidamente una lagrima que desbordó por tanto sufrimiento almacenado. Ese día, fui bautizado para siempre, porque nos hacemos hincha en las buenas cuando el equipo transita una racha ganadora, apegado a la gloria que deja la victoria. Pero realmente nos consagramos en las malas, en esa derrota inesperada, cuando a pesar de todo, y sin importar cuanto dolor se padezca, no habrá razón que amaine el amor por los colores de ese romance de juventud, que puede ser amargo como la hiel, pero siempre, después de cada silbatazo, nos suele dar la revancha.