jueves, 25 de junio de 2020

Conciencia limpia.


Siempre pensé que lo psicólogos son para los locos y las mentes retorcidas, pero acá me encuentro recostado en un sofá, esperando intranquilo desnudar mis pensamientos como una radiografía a contraluz, y temiendo se reflejen, mis secretos más íntimos.

—¿Cuénteme, que lo trae por aquí Ismael? —dijo el psicólogo Ruiz, mientras bajaba levemente su cabeza y me miraba por sobre los lentes. Tal vez esperando deducir el porqué de mi presencia.

—Tengo sueños horribles Doctor —. Le dije frunciendo el ceño—. Cuando consigo dormirme, me irrumpen en las noches y me es imposible descansar .

—¿Y de que se trata ese sueño que lo tiene a mal traer? —me preguntó, luego de tomar nota en su cuadernillo.

—En el sueño soy un niño, Doctor. Podría tener entre cinco o siete años, no más que eso. 

—No se detenga, siga, siga —Replicó con un movimiento circular de su mano derecha.

—Como le mencioné antes, mi cuerpo es pequeño, mis ojos recorren lo que pareciera ser el comedor de una casa, a una altura de poco más de un metro. Y cuando pienso, esa voz interna, también es la de un niño. Camino descalzo, la luz de la calle se insinúa a través de una ventana y riega claridad mostrándome la ubicación de algunos muebles, pero necesito de la ayuda de mis manos para desplazarme. Ubico el interruptor en la pared, pero al presionarlo no funciona. Escucho mis propios latidos y algo me dice que tengo que salir urgente de allí, que no es seguro.

A la distancia oigo débiles ronquidos. Camino con cautela para no delatarme. Llego al principio de un pasillo y voy tanteando las paredes hasta que el ronquido se torna insoportable. La puerta permanece entreabierta y me asomo en la negrura de lo que parece una habitación. Se presenta ante mí una figura extraña y tapo mi boca con ambas manos, para contener el grito, pues, es solo un perchero viejo del que cuelga un sombrero y un sobretodo. Me toma unos segundos recobrar el aliento. Sobre la cama se distingue una silueta de gran tamaño. No me detengo. Continúo por ese pasillo hasta toparme con sillones abullonados, en lo que parece ser un living. Con mis manos rozo sin querer una lámpara de pie, y  la enciendo. La luz me apuntala la salida. Corro hacia la puerta y quito las cuatro trabas, pero, además está cerrada con llave. Y por más que mi ansiedad se desvive por encontrarlas, no las ubico por ningún lado. Solo imagino un lugar posible donde puedan estar...aquel sobretodo en el perchero de la habitación.

Sé que es arriesgado, pero no veo otra salida. Vuelvo sobre mis pasos. La incandescencia de aquella lámpara se filtra por el pasillo y me facilita la visibilidad. De golpe, los ronquidos se detienen y con ellos, mis pasos. Transcurren cinco segundos o cinco horas, no lo sé, parece eterno. El miedo me paraliza y cuando creo que todo está perdido, el ronquido se reinicia.  Continúo en puntas de pie hasta llegar
 a la habitación. Respiro hondo. Junto valor y doy unos pasos hasta llegar al perchero. Cada tanto algún quejido surge de ese montículo de sábanas, de ese monstruo que duerme boca arriba. Yo introduzco mis manos en los bolsillos del sobretodo, imaginando que ante el mínimo error que cometa, él notará mi presencia. Finalmente, del bolsillo derecho extraigo un manojo de llaves que sostengo con suma delicadeza, para evitar que el choque entre ellas no lo despierte, pero mis manos resbalosas, impregnadas de horror, las dejan caer y una voz borrascosa irrumpe:
      
—¡¡Quién anda ahí!!

Tomo la llave y salgo corriendo. El ruido de mis talones retumba en el pasillo y llego a la puerta de salida con poco más que ocho llaves por probar. Mi pulso tiembla y debo guiar el movimiento con mis dos manos, mientras oigo sus pasos provenientes de esa habitación.

—¿¡A dónde crees que vas!?— dice una voz proveniente del pasillo.

Volteo y una sombra enorme se acerca caminando. En un acto desesperado, sostengo la única chance de esperanza que me queda y al intentar girar esa llave, da dos vueltas y la puerta se abre. Pongo uno de mis pies afuera, pero el soplido de su respiración ya se encuentra en mi nuca y siento desvanecer, tras un golpe en la cabeza, pierdo la conciencia. 

Cuando consigo abrir los ojos estoy atado de pies y manos, adentro de una bañera con la boca tapada y me duele el cuello. Escucho el acero mellarse y rompo en un llanto sin sonido imaginando lo peor. Intento zafarme pero mi brazos son demasiado débiles. Oigo como se aproxima y de un sopapo corre la cortina. Me dice: 

—¡No debiste intentar escapar, mira ahora lo que me obligas hacer! —, y se arrodilla a mi lado. 

Con una mano presiona mi pecho, mientras que la otra se iza en lo alto, empuñando una cuchilla. Yo cierro los ojos y mis gritos no escapan de ese baño. Paro cuando los vuelvo a abrir, una cortina roja nos separa. Quiero respirar, pero me ahogo en mi propia sangre y ahí es cuando me despierto empapado en sudor, con los ojos humedecidos y me tranquiliza pensar que sólo fue un mal sueño.      
—Es así casi todas las noches Doctor —Le digo afligido.     
El péndulo de un reloj se hace dueño de la sala, mientras el grafito se gasta contra la hoja. El analista termina sus anotaciones y comenta:
— ¿Algo más que recuerdes? 
— No doctor, eso es más o menos lo que recuerdo.
— Perfecto, creo que por ser la primer sesión, hemos logrado un paso importante— venga la 
próxima semana, y seguiremos analizando su problema —me dijo, acompañándome hasta la salida del consultorio.
Ya más aliviado, sin esa carga perturbadora, liberé mi angustia y al compartirla, ya no era solo mía. Seguí caminando, una sensación de ser observado me hizo acelerar la marcha, aunque en la calle solo se oían mis pasos. Llegué a casa. Antes de abrir, me aseguré de que nadie esté mirándome. Una vez adentro me sentí a salvo. Guardé las llaves en mi bolsillo derecho, me quite el sobretodo y tras colgarlo sobre el perchero de mi habitación, me recosté en la cama y me sentí aliviado, estaba seguro que esta noche podría roncar en paz.

lunes, 22 de junio de 2020

La fuerza interior...




Pepe salió esa mañana de sábado a lo del mecánico. Hace una semana que fallaba el encendido de su camioneta en esos primeros fríos de invierno y tras un cambio de batería, tomó la ruta con dirección a la estancia Los Cuervos, donde lo esperaba una reunión culinaria entre amigos. 
Llegó cuando el rocío comenzaba a bajar y el fogón pavoneaba sus llamas. El mate giraba en sentido de las agujas del reloj, mientras cincuenta centímetros de salamín en rodajas, esperaban en una tabla junto al queso; todo ello, acompañado de pan con chicharrón.

Al mate, lo desplazó el vino tinto y la cerveza. Se continuó la picada, incorporando unos maníes, aceitunas verdes y unos porotos en aceite. El Alemán, era el cocinero oficial de aquél día. No le simpatizaba cocinar a la brasas, era más del gas, porque así acostumbraban sus ancestros. Tampoco era la primera vez que se preparaba esa bagna cauda con quince cabezas de ajos y un kilo y medio de anchoas para ocho comensales. Era una piña de Tyson al hígado y todos tenían pleno conocimiento de ello. La invitación llegó dos semanas antes, por si alguno quería pedir un turno al doctor Rossettini, que era el único doctor disponible en todo el pueblo. Dado que podría tornarse un menú peligroso si los agarraba con las defensas bajas.

A las diez treinta, un pan casero recién horneado, se dio cita con una mortadela frita revuelta con huevos y pedacitos de panceta ahumada. Parecía la forma más propicia para acortar la espera. A esa altura, se hacía cuesta arriba mantener la postura de los noventa grados copiados por la forma de la silla. Más bien, eran unos ciento veinte, por la compresión que sufrían el resto de los órganos, mientras el estómago ganaba espacio con cada bocado. Pepe sentía como las estrías le surcaban la piel y no tuvo más remedio que correr dos agujeros, el cinto de su pantalón. 

Tras una pausa prudente, se prepararon milanesas, ravioles; se cortó repollo y gran variedad de verduras hervidas, quizá lo único saludable en todo el menú de ese día. Al finalizar, esa preparación se transformó en una crema espesa, de color canela, por el negligente uso de anchoas y en su punto máximo de ebullición, el hedor que emanaba de esa olla Essen, ahuyentaba los parásitos a cien metros a la redonda. Podría concluirse, que era la Nagasaki de las bagna caudas.

Las camisas abiertas dejaban ver esos pupos deformados, de tal manera, que podía calzar una moneda de cinco pesos argentinos sin ningún tipo de obstrucción. Finalizado el banquete, luego de una sobremesa extendida y palpitando la entrada del sol, de a uno, se fueron retirando. Pepe tras saludar, subió a su camioneta, colocó su cinturón de seguridad, dio arranque y el motor encendió sin problemas. Así que, con buen ánimo, encaró esos caminos de tierra y guadal. 

A pesar del frío, el sol de las cinco de la tarde entibiaba el vidrio de su ventanilla. Quiso encender el aire acondicionado para contrarrestar los síntomas de la modorra, pero no respondía, estaba mudo. Para males, el remolineo de los intestinos que parecían agitarse como una manguera de bomberos fuera de control, alentaban las contracciones sobre su colon, similares a las de pre-parto y le obligaban a localizar un baño de manera urgente.

En una maniobra repentina por esquivar un pozo enorme, el torso de Pepe se ladea hacia un costado y el cinturón que se traba, ejerce presión sobre la boca del estómago, dando rienda suelta a unas treinta libras de flatulencias, que salieron en un resoplido estruendoso. Automáticamente se empañaron los vidrios de tal forma, que fue necesario frenar la marcha por la escasa visibilidad y en ese instante el motor se paró.

Similar a los efectos de una granada —transcurridos diez segundos—, el aire se envició de tal forma, que el brillo del tablero comenzó a opacarse, y se pudo apreciar como la base cromada del espejo retrovisor, se iba herrumbrando por el solo contacto con los gases ácidos expulsados de su sonoro esfínter. Rápidamente Pepe, al recordar la falla en el aire, intentó bajar los vidrios automáticos desde las teclas ubicadas en su apoyabrazo, pero éstas no respondían, al igual que las puertas, que permanecían trabadas por una falla en el sistema de apertura. Se adueñaron de él, pensamientos perturbadores hacia la madre de su mecánico. Era como si el destino le jugara una broma pesada, mientras su instinto de supervivencia hacía lo imposible por contener la respiración.

La desesperación entró en juego, tras varios intentos fallidos por querer bajar los vidrios empañados con sus propias manos. Dando una imagen externa, similar al de una película erótica. Se encontraba en una encrucijada porque, en cada intento por ganar la libertad, ese esfuerzo sobrehumano, también liberaba gases resumideros, que solo empeoraban más el panorama. Su cara, de un tono mezcla de rojizo tirando a morado, daba indicios del final de su resistencia. Luego de cinco extenuantes minutos y antes que sus ojos se terminen por salir de los orificios oculares; esos cachetes inflados soltaron el poco aire que le permitía subsistir en esa atmósfera de flatulencias.

Arcadas de asco y lagrimones, salían de sus ojos ante semejante podredumbre. En un último suspiro por aferrarse a la vida, lanzó un codazo, pero los vidrios con laminado de policarbonato solo hicieron que su codo se fisure. Mientras que de a poco, se desvanecía por el aire pestilente que inundaba sus pulmones. En un acto de lucidez, metió su mano bajo el asiento y sacó el matafuego. Apoyado de espaldas sobre su puerta, acerco aquel objeto contra su pecho, como tomando carrera, y lo lanzo con todas sus fuerzas sobre la ventanilla opuesta. Con tanta mala suerte, que dio de refilón en el marco metálico y una chispa insignificante, produjo una reacción explosiva, ante todo ese gas metano concentrado en la cabina, que hizo que la camioneta volara por los aires tres metros y dé varios giros hasta caer nuevamente sobre su chasis, dejando una estela de fuego y humo, que algunos pudieron divisar desde varios kilómetros. 

De Pepe no quedó ni el polvo, ante semejante reacción petarda, solo se pudo recuperar la hebilla fundida de su cinto. Por lo que, en su velorio, cada uno llevó un objeto para recordarlo. La mayoría dejó una foto, varias cartas, algún comprobante pagaré. Lo más raro, fue un muñeco Topo Gigio, que seguramente rememoraba sus prominentes orejas que sobresalían de su rostro, quizás por algún inconveniente cuando el doctor lo extrajo del útero de su madre.

Pasaron cinco años de aquella desgracia. De cuando Pepe padeció la crueldad, de su yo interior. En su conmemoración, mañana sus siete amigos se vuelven a juntar como aquella vez. En este intenso frío de Julio, llegarán temprano para aprovechar el día. Recordarán anécdotas de su viejo amigo y cuando el cielo se ponga rojizo, partirán de la estancia Los Cuervos, cada uno en su vehículo, pero seguramente, con los vidrios bajos.




martes, 16 de junio de 2020

Te presento a Marisa (Cuento con un tono Erótico)



Hace un mes que Germán no viajaba a Santiago del Estero a visitar a su madre. Él cursaba segundo año de Abogacía en una facultad pública de Córdoba, mientras que Doña Inés, vivía en Pozo Hondo, un pueblito ubicado al sur de la capital Santiagueña. Mujer creyente como pocas, hábito que se acentuó, tras la muerte repentina 
de su esposo Roberto en un accidente de tránsito. Este desafortunado evento, predisponía a que la relación con su hijo sea muy apegada, a tal punto, que algunas veces se tornaba asfixiante. 

Eran tres llamadas diarias a rajatabla, incluido domingos y feriados. Todas las mañanas iniciaban de la misma forma:

—¿Te lavaste los dientes y la cara?, ¿Te peinaste?, ¿Hiciste la cama?, ¿Te cambiaste la remera?

En cada visita de su hijo, ella le preparaba las valijas con la ropa planchada y perfumada, también le cocinaba comida para freezar y aprovechaba esa corta estadía de fin de semana para despertarlo con el desayuno en la cama e incluso, ya con diecisiete años, solía arroparlo antes de dormir y le apagaba la luz. 

Como cada viernes de principio de mes, él regresaba a su casa para disfrutar de la atención y el cariño incondicional de su madre. Aunque esta vez, con la dulce compañía de una hermosa chica dos años mayor, que había conocido hace un tiempo. Y como la cosa parecía ir enserio, decidió que era el momento propicio para presentársela a su madre.

Una vez adentro, Doña Inés los recibió con inmensa satisfacción y sin cruzar demasiadas palabras, tomó de la mano a Marisa para mostrarle fotos y porta retratos que adornaban la casa. Miraron imágenes de Germán desde que era un bebé de días reposando en los brazos de Roberto, hasta las últimas, tomadas apenas unos meses atrás. Le mostró en su alacena de algarrobo con vidrios corredizos, los primeros escarpines blancos e inmaculados que ella misma le tejió; el primer dibujo hecho con crayones; la bolsita de tela escocesa azul que usó en jardín de infantes; un frasco pequeño con los veinte dientes de leche que cambió cuando era niño y continuó así con otros objetos, en esa especie de museo cronológico que Marisa miró con ternura, pero a la vez, con cierto escalofrío. Cada tanto le preguntaba a esa hermosa joven sobre sus cosas: cual eran sus gustos, que hacían sus padres, como se conocieron, y fue armando en su mente un expediente de aquella mujer que en cierta medida le había quitado una parte de su hijo. Por supuesto Marisa, advertida de antemano por Germán, en calma y sin titubeos, respondió con claridad a cada pregunta que Doña Inés le propinaba. 

La presencia de Marisa, no inhibió a la dueña de casa para malcriar a su hijo como sucedía en cada una de sus visitas periódicas. Medialunas calentitas para el desayuno; luego amasó unos tallarines que acompañó con estofado para el almuerzo y finalizó con un postre borracho. Doña Inés se encargaba de todo: juntar las tazas y los platos, lavarlos, llevar la comida a la mesa y servirle a cada uno. Hasta intentó cortarle la carne de estofado a Germán, pero éste le lanzó una seña minúscula, imperceptible a los ojos de su novia. Una incisiva apertura de ojos y un bloqueo de mandíbula, dándole a entender que se estaba sobrepasando.

El almuerzo se consumió al igual que el postre y tras un café con chocolates rellenos de licor y una corta sobremesa, llegó la siesta sagrada en aquellos lares Santiagueños. 
Germán, con gran astucia tomó a su novia de la mano y la guio en dirección al pasillo que daba a su vieja habitación. Desbaratando con esto, cualquier artilugio de Doña Inés, por hacerlos dormir en piezas separadas. Entraron al cuarto donde se hallaban dos camas de una plaza, pero ni bien cerraron la puerta, ellos prefirieron acurrucarse en una sola, por más que afuera resaltaba el estrepitoso chirrido de los coyuyos, y ellos en la habitación sin siquiera, un mísero ventilador de techo. 

Luego de una hora de sueño ininterrumpido, en esos roses casi involuntarios, la respiración de ambos cambió de ritmo y podía escucharse el resoplido acentuado de sus respiraciones. La mano de Germán, se deslizó suave por el brazo de ella, provocando que los bellos casi imperceptibles de su piel se ericen, como sensores capaces de intuir el posible desenlace. Finalmente la mano llegó a sus caderas sensuales y comenzó a masajearle los glúteos carnosos y firmes.
La excitación de ambos era evidente y sin esperar más, arrojaron el colchón al piso, para sortear los crujidos de aquella vieja cama de madera que podía delatarlos. 

Ambos de pie, comenzaron a besarse, sus lengua se entrelazaron, en tanto se fueron quitando de a poco la ropa hasta quedar desnudos. Él la tomo de los hombros y la giró de espaldas en un movimiento brusco. Ella se arrodilló abriendo sus piernas y bajó su torso hasta quedar con la boca sobre la almohada y sus manos apretujaron las esquinas del colchón, para soportar las embestidas salvajes de su amante. A pesar de los intentos por no hacer demasiado ruido en la habitación, el jadeo incontenible y los chasquidos que producían  en cada vaivén, eran lo suficiente sonoros, como para no percibir los chancleteos.
Doña Inés, irrumpió en la habitación sin golpear y justo vio la erección de su hijo introducirse en la vulva humedecida de Marisa que daba pequeños espamos tras haber llegado al éxtasis. Intuitivamente ambos amantes, intentaron taparse con las sábanas sus cuerpos sudorosos, e Inés, tras fruncir el ceño, primero tapo su boca con una mano intentando retener su horror y rápidamente volteó la cara y se cubrió los ojos, mientras tanteaba reiteradas veces el picaporte a ciegas hasta conseguir cerrar aquella puerta que le conducía al mismísimo infierno.

La vergüenza los envolvió, Germán y Marisa en su habitación y Doña Inés en el comedor dejaban transcurrir los minutos, como si éstos, fueran a borrar de sus mentes, esas escenas lujuriosas que no les permitían mirarse a los ojos. Finalmente la puerta de la habitación se abrió y ambos salieron de hombros encogidos. Marisa con el rubor que le cubría el rostro y Germán de notable nerviosismo, haciendo frente a una situación por demás de incómoda.

Sin saber muy bien que decir, Intentó eludir la realidad deshonrosa y disparó al aire un... — ¿mamá, nos preparas la merienda? —evitando cualquier tipo de contacto visual con su madre, que permanecía reflexiva, fijando su mirada en algún punto sobre el piso de granito pulido
.
Doña Inés sentada, dejó entrever sobre sus manos los escarpines de lana, blancos e inmaculados, giró su rostro hacia el muchacho para conectar sus ojos lagrimosos con los de él y le dijo con la voz apenada —las tazas están en la alacena, y en una lata sobre la heladera hay galletitas dulces, cuando terminen por favor, no se olviden de limpiar.

miércoles, 3 de junio de 2020

Salida transitoria




Hace varios meses que se impuso la cuarentena y finalmente hoy logro dar los primeros pasos que considero son, de plena libertad —desde ya, excluyo visitar la verdulería o la carnicería, mis dos salidas semanales—. Soy una especie de Neil Armstrong pero de joggins, buzo y zapatillas de correr, excepto por la gravedad lunar que difícilmente me haga levitar con los estragos que causaron las harinas en este encierro. Un poco de música resulta ser la compañía perfecta para la ocasión. Tras caminar un par de cuadras, me descubro solitario, con la compañía indeseable de algunos perros que se desviven por ladrarme o tarasconearme los talones. Acelero la marcha que se convierte en un trote suave. Puedo sentir la brisa contra mi cara, y mis pulmones se oxigenan y las hormonas se agitan como abejas en un panal: una mezcla de emoción y alegría. 

Correr, no califica en el podio de actividades que más me agradan, y menos hacerlo solo. Pero después de tantos días de encierro —por ser la única opción a mi alcance—, es la gloria. Cuatrocientos metros de trote y se empiezan a sentir los síntomas de la cuarentena. Los músculos desacostumbrados y unos cuantos kilos de más dan avisos de que algo se podría romper... o tal vez aflojar. Pero el orgullo de quién siempre practicó deportes, me impide detener el paso y sostengo que cuando la maquinaria entre en ritmo los dolores irán menguando.

Trazo el curso hacia una calle de tierra en los límites de la ciudad, adentrándome en zona rural, evitando otros transeúntes dado que estoy en falta porque no se permite trotar, por ahora solo caminar. Paso por una plaza en las afueras y dos madres disfrutan de la tarde tomando mates a charla tendida, mientras sus hijos corretean entre los juegos -solo falta que se pongan a lamer las cadenas de las hamacas-, pero quién soy yo para juzgar su accionar, aunque deja a la vista que mi infracción, si comparamos, se califica de un grado menor.

Son las siete de la tarde y el otoño ya comienza a bajar las persianas de un día propicio para un par de cervezas al aire libre. Las lechuzas posadas sobre los postes miran detenidamente mi andar, o quizás... miran mi detenido andar —que se ajusta mejor a esta narración —. La luna es apenas un hilo delgado que cuelga a lo lejos y de a poco va tomando intensidad mientras los matices rojizos del ocaso se van esfumando entre los tonos grises del anochecer.

Llevo dos kilómetros de trote a velocidad crucero. A unos doscientos metros diviso dos postes de luz que indican el acceso a un campo. Volteo atrás, y lejos se asoman los faros de un automóvil, y acelero la marcha para llegar a esos postes antes que me sobrepase el vehículo. Es una carrera improvisada para competir contra alguien y de alguna manera sobreponerme al cansancio y a las ganas de rendirme. Inclino el cuerpo hacia adelante ayudado por el impulso de mis brazos y voy aumentando la distancia de las zancadas, mientras, el corazón bombea con fuerza. El auto se acerca pero aún llevo la delantera y mi objetivo está a pocos metros. Intuitivamente cada cinco pasos reviso por mi hombro izquierdo la distancia de aquella luz, cuál si fuera una película de terror donde asechan al protagonista, aunque en mi caso sea más parecido a Forrest Gump... y no justamente por la velocidad. Sigo firme y el sonido del motor se intensifica. A mis movimientos de brazos coordinados, se le suman los del cuello, la cabeza y una contorsión facial imposible de describir ante semejante exigencia, los sensores de temperatura están al rojo vivo y rozo la cinco mil revoluciones pero no tengo manera de meter la tercera, este cacharro de palanca al volante no da más que eso. Escucho bramar el motor y puedo percibir como acorta la distancia que nos separa, pero no lo suficiente para evitar mi cometido y cruzo la meta imaginaria junto al destello de los flashes, que no es más ni menos que, un juego de luz alta y luz baja del vehículo que me hace señas para que no me cruce enfrente o tal vez para que no me arroje bajo las ruedas. Desacelero el tranco hasta posar bajo la luz con mis manos sobre la nuca para optimizar la ingesta de oxígeno antes que entre en un paro cardiorespiratorio. Él finalmente me sobrepasa ignorando por completo lo sucedido o quizás se desentiende por la humillación de una derrota impensada del hombre sobre la máquina, y luego de unos segundos las pequeñas luces traseras se pierden en la oscuridad que ya cubre todo como un manto.

Viendo que el cuerpo ha sentido los trajines de estar sentado frente a una computadora, decido iniciar el regreso a casa. Aprovecho a estirar un poco, porque siento una contracción de músculos importante y posiblemente se encogieron un talle menos ante semejante esfuerzo. En mi intento irracional por iniciar el trote de regreso, surgen principios de calambres que se presentan sin previo aviso como aguijones de avispa clavados en mis pantorrillas. Detengo la marcha e inicio una caminata a velocidad de andador de geriátrico, para evitar una sobrecarga y quedar duro en pleno retorno. A medida que me alejo de los postes de iluminación me adentro en una densa oscuridad que apenas permite distinguir la palma de mis manos. Se me presentan varias incógnitas. ¿Quién me manda a correr de esa forma?, ¿Qué pasaría si se me aparecen los dueños de lo ajeno y me intentan asaltar a punta de pistola?, lo primero que descarto es salir corriendo, en ese estado solo puedo conseguir un desgarro o un calambre que desataría peores consecuencias. Me imagino los titulares de las noticias de mañana, "hombre de uno cuarenta años sale a caminar y le roban el celular. Personal del SER se hizo presente porque la víctima no podía desplazarse por su mal estado físico". Sería imposible salvar mi dignidad tras semejante espectáculo lamentable, preferiría que me vacíen el cargador y me entierre como abono en el medio el campo.

Por otro lado pienso: Si me para la policía no traje el DNI, mi barbijo esta en el bolsillo y además estoy bastante alejado de los 500 metros permitidos, por lo tanto, no sé que es peor; que me roben o me metan preso por violación de cuarentena. Trato de agudizar mis sentidos cada vez que una luz circula por los alrededores. A este punto ya me agarró una paranoia tal, que imagino a policías y ladrones merodeando como tiburones en un naufragio.

La caminata dio sus frutos, el medidor de temperatura está en verde por lo que retomo el trote, al menos hasta llegar a una zona un poco más urbanizada. A lo lejos distingo una luz azul intermitente y considerando mi atuendo de color negro, mi tez morocha y la barba de unos cuantos días, estoy más cerca de ser confundido con un preso que viola su libertad condicional, que un corredor que infringe la ley. Por precaución cambio mi itinerario y elijo el camino largo para finalmente llegar a mi casa después de cincuenta minutos de ejercicio no sé si tan intenso, pero sí con un grado importante de tensión.

Culminada esta experiencia, me convenzo de que podría soportar otros setenta días sin salir a la calle. Después de todo, la libertad no es algo que se consigue de un día para otro sin derramar siquiera una gota de sangre. Menos cuando se siente en los huesos, los primeros fríos del invierno que se aproxima. Solo puedo pensar en una cosa, chocolate caliente con jesuitas rellenas de jamón y queso... al menos por ahora, todavía puedo gozar de la libertad de comer; el resto... se posterga hasta la primavera.

miércoles, 22 de abril de 2020

El descanso de las Haches




Que designio cumplen las instalaciones de un club, por momentos deshabitado. Imposibilitado de cumplir su función para el que fue concebido; contener, enseñar generar lazos

Sin entrenadores, ni jugadores o padres e hijos deambulando; sin sombras correteando, ni charlas con mate bajo la arboleda. Sin pitazos ni gritos que interrumpan el sonido armónico del viento al castigar las hojas de aquellos gigantes eucaliptus. Sin el chisporroteo de un fogón que anuncie un encuentro o una simple reunión entre amigos, comunión infaltable a la hora de iniciar o consolidar proyectos grupales. 

No se advierte la congoja de las hamacas y la gramilla gana terreno sobre espacios donde el transito impedía su avance. Los palos, son simple palos en el suelo, lejos están de cumplir su rol de espadas imaginarias o fusiles de una batalla librada a media tarde por pequeños delirantes. Los teros anidan en las canchas y se pasean indiferentes, sin necesidad de alertar el peligro de algún extraño. Mientras que los tablones de la tribuna descansan inertes, sin soportar los saltos ni el calor de la gente, ni el aliento, ni los cánticos. 

En su lugar, jugadores, preparadores físicos y entrenadores hacen escuela a través de aplicaciones virtuales; se le destina tiempo, dedicación y trabajo de ambas partes; pero que puedo decir al respecto; sería como mirar un partido de rugby desde tu casa o estar sentado en la tribuna del estadio viéndolo en vivo, escuchando el estruendo de los tackles, el sonido de la pegada cuando viaja la pelota directo a las haches y el rugido del público que lo precede. Podría decirse que se aprecia de ambas formas pero son dos realidades completamente diferentes, al menos lo es desde el punto de vista de alguien que ya pinta canas, donde la balanza se declina hacia un rugby más social y menos competitivo, pero desde ya, no se conforma con perder. Creo que cuando ocurren estos hechos imprevistos se logra apreciar lo que uno ya tenía, se le da el verdadero valor que comprende. Los jugadores veteranos, esperamos ese asado de los jueves, escuchar nuevamente esas historias ya narradas o ese tercer tiempo sin horario de retorno. Necesitamos de la manada, del deporte en equipo, de fragmentar ese significado de jugador para fundirse con el resto, tomando distancia de deportes donde un solo individuo es la figura principal. Pero la cuarentena no da muchas perspectivas y debemos acatar ordenes como en el juego, sin reprocharle nada al árbitro, volviendo rápido en posición de defensa.

Por el momento solo queda cuidarnos y seguir entrenando desde casa, sin perder la inercia que impulsa lo ya logrado. No hay mal que dure cien años dice el dicho, y es en estos momentos duros donde se hacen fuertes los equipos, ante la adversidad, cuando se presentan obstáculos y la mente se pone a prueba. De mi parte, aguardo paciente en mi rol de padre de mis dos hijos que demandan más tiempo en este presente complejo, priorizando mi equipo familiar ante el deportivo, pero haciéndome de algún hueco para seguir en movimiento y estar a la altura de las circunstancias, esperando expectante y ansioso que la tormenta pase. Y para cuando salga el sol, justo en ese instante cuando el silbato irrumpa nuevamente el ajetreo sereno de las hojas, podremos seguir disfrutando este regalo divino que nos da la vida, estar en una cancha de rugby, sentir el olor al césped recién cortado y saberse inmunes a todo, incluso al paso del tiempo, al menos, por ochenta minutos.   

domingo, 22 de marzo de 2020

El exterminio


El exterminio es inminente e inevitable. Desde hoy una página oscura será labrada en la historia de esta Nación qué, contra toda voluntad debe tomar medidas extremas por el bien común, no sólo de este país sino, de toda la humani...cada vez entiendo menos lo que dice el presidente, los políticos usan palabras sofisticadas y rebuscadas para encubrir los aumentos de precios y la pobreza. Palabras como inflación, riesgo país, lebacs, leliqs, soridadidad... esa sí que una palabra difícil de pronunciar, tengo que ponerme a pensarla para decirla bien... so-li-da-ri-dad, es un verdadero trabalenguas. Pero a todo eso trato de restarle importancia más allá de lo que digan, al final hay que salir a laburar para comer, bueno, al menos así era antes de la epidemia. Mira si me va a preocupar lo que dice un político, más cuando hace cuatrocientos cincuenta y dos días que estamos en cuarentena. Pero cuarentena...cuarentena, ni un perro que me ladre, nada. Mi vieja -Dios la tenga en la gloria- me contó que era parecido a lo que le paso a mi abuelo Rómulo, pero a lo de él le decían la domiciliaria, intuyo que era una peste de sus épocas, como la bubónica o la lepra. Volviendo a mi vieja se nos fue en abril, y digo se nos fue porque cuando anunciaron el toque de queda se escapó de casa, y desde ahí no tenemos ni noticias de su paradero. Ella se tomaba dos litros de vino por día, y con esto de quedarse encerrada, la abstinencia le hacía caminar por las paredes.

Una noche de tormenta, después de un corte de luz, se fugó en la oscuridad sin dejar rastro, ni tampoco alcohol en gel. No creo que haya llegado muy lejos con ciento ocho años, pero no perdemos las esperanza de que algún día aparezca, por lo menos a devolver el alcohol que sale un ojo de la cara. 

Todo, culpa de esta maldita epidemia que, de hecho, nadie sabe cómo se originó, cuál fue el primer caso, ni como se esparció por casa rincón del planeta. Algunos dicen que fueron los Mejicanos del sur de Guanajuato por comer burritos en mal estado —quien se atreve a comer esos pobres animales, tan dóciles y trabajadores, con sus orejitas largas y esas miradas como de Santiagueño a las tres de la tarde—. Otros sostienen que fue un Virus creado por lo Yankis, no me pregunten como puede ser posible eso porque no entiendo mucho de computación, pero cuando se corrió la voz por las dudas nunca más prendí la computadora. No hay antivirus que lo frene, decían los expertos. Después dijeron que no, que la culpa la tenía un mono. Pero te digo la verdad, yo lo vi atajar al mono cuando jugó en Boca y cuando hablaba después de los partidos parecía un tipo de bien, sensato, medía sus palabras sin ofender a nadie, lo creo incapaz de hacer semejante desastre que le atribuyen.  Aparte ¿Cómo los podría contagiar?, salvo cuando se sacaba los guantes. No sé si alguna vez olieron un guante de arquero tras atajar varias horas, tienen un olor a pata que te morís, pero lo digo solo como una expresión no creo que vaya a ser para tanto. Pero si fue el mono seguro no lo hizo con mala intención.

 

En un principio las mujeres y los niños se quedaban aislados en sus casas y los padres salían en busca de alimentos y víveres al supermercado, remontándonos a los orígenes de nuestra especie. Todos creían que, como los hombres suelen ser más prácticos a la hora de comprar, no tienden a detenerse para ver algo que no necesitan. No le hacen sacar todas las remeras del local al que los atiende para terminar comprando la primera que ya les había gustado. Todos pensaron que no se amontonarían en las colas y con esto se evitaría gran parte del contagio. Pero no tuvieron en cuenta lo complicado que puede ser comprar un paquete de arroz por ejemplo. Se apilaban de a veinte o treinta hasta que decidían entre el no se pasa, el doble carolina, el fino largo, el corto, el Integral, el glutinoso y ni hablar de la variedad interminable de marcas que existen. Otro cuello de botella era frente al papel higiénico. Eso si que es un mundo aparte. Rollos de cuatro, seis y hasta ocho unidades; de treinta, ochenta, cien y doscientos metros; simple, dobles, lisos, con poros para rasquetearte mejor el culo y hasta con o sin dibujitos. Eran calculadoras humanas multiplicando con los dedos los metros por las unidades y comparando precio y calidad, realmente se tomó conciencia de lo difícil que puede ser algo tan simple como ir a cagar. Pero donde más se amontonaban como moscas era eligiendo toallitas femeninas, eso sí está codificado solo para mujeres; con alas, sin alas, ultrafinas, paquetes, paquetitos y paquetones, diurnas, nocturnas, un verdadero misterio, parece hecho por los Rusos. Luego cuando todo empeoró y no te dejaban salir ni a la esquina, comenzamos a utilizar mucho los deliverys telefónicos y las compras por internet que te traen todo a tu casa. Por el aspecto que tenían los cadetes, suponíamos que después del reparto diario se volvían directo a la Nasa, a despegar un cohete o algo por el estilo. Unos trajes futuristas como de papel aluminio, todos plateados, con cascos de vidrios espejados, botas blancas, tubos de oxígeno, guantes haciendo juego, una cosa impresionante. Aunque después cuando se iban en sus motos el casco lo llevaban en la mano, algunas costumbres cuestan erradicarlas por más plata invertida que haya. Lo gracioso fue que con el correr de los días, los cadetes se la fueron creyendo, ¡no te miento!, los tipos realmente pensaban que eran astronautas de verdad, se comieron el personaje como locos. Hacían la entrega y te decían frases como "has dado un gran paso", cosas así o cuando se les pinchaba una goma llamaban y decían, "Houston estamos en problemas, manden ayuda de la nave nodriza", como si no supiéramos que la cadetería estaba en el barrio Chacarita frente a la plazoleta. Incluso una vez uno se fue saltando a pasos lentos y pausados como si tuviéramos la misma gravedad de la luna o de Venus, unos payasos bárbaros. Eso sí, se llenaron de guita cuando prohibieron salir de las casas, para mí estaban entongados con el gobierno de turno.

 

Fue muy duro al principio, la gente se aburría todo el día de estar tan al pedo. Uno dice pero...a los sesenta días ya te pudriste de jugar a todo, al chinchón, a la escoba de quince, a la canasta, al ludo, al culo sucio, al yenga, al buracco, al Estanciero o al huevo podrido. Me contaron de un policía que quedo en cuarentena en la casa de su suegra y se pusieron a jugar a la ruleta rusa, pero con una nueve milímetros. Sé de una pareja vecina que se divorcio porque el marido le hizo trampa jugando al culo sucio, ¡te juro que es cierto! así de tensa se ponen las relaciones cuando uno esta en cautiverio. Hasta tuvo que ir la policía y todo. Las mujeres desenrollaban listas casi interminable de arreglos pendientes a sus maridos, esos postergados con un... -Este fin de semana me pongo y lo hago-, pero así y todo llegó un punto que la lista se quedó vacía, algo casi inimaginable.


Después continuó la moda de los cursos en linea, esos por internet. Cursos de diseño gráfico, muchos de cocina y repostería, de corte y confección, de clarividencia, tarot y de reparación hogareña. Pero el de curar el empacho y la ojeadura fue un golazo, un negocio redondo que hasta el día de hoy no para de tener adeptos. Como la curada es a distancia y para salir al hospital o al sanatorio tenes que rellenar mil formularios, el curanderísmo paso a ser lo más estudiado porque incluso se gana muy bien. Vos le das tu nombre, el apellido y las coordenadas por GPS donde te encontrás y te mandan las sanaciones y listo, curado. Eso si, tenes que esperar hasta navidad para que te traspasen los poderes y hay que tener cuidado a quien llamas porque hay mucho chanta dando vuelta que tiene el poder, pero de cagar a la gente. Mi hermana Lidia, me contaba que hizo unos cursos de masajista profesional. Practicaba con dos kilos de bola de lomo y cada tanto cambiaba de corte para simular otros músculos. Algunas veces peceto o cuadrada, otras, una bondiola de cerdo, un matambre de cebú, pero sin dudas el más complicado era el corte tortuguita que es puro pellejo, le quedaban los dedos acalambrados de tanto darle y darle. Porque en su casa los dos hijos no le daban ni pelota para esto y al pobre marido se lo llevó la peste hace tiempo. No se dejaban tocar los mocosos, cosas de adolescentes mañeros, bien que después se comían las milanesas que hacía con esa carne. Eran fuera de serie, una manteca, ¡claro!, le sacaba todos los nudos, ni un nervio le quedaba, todas descontracturadas, podían cortarse con el tenedor.

 

Algunos problemas surgieron cuando el pasto empezó a crecer en forma desmedida. Sucede que, como nadie podía salir a los frentes ni al patio de sus casas, el pueblo se había transformado en una selva amazónica. Eso fue hasta que una pareja de ancianos que iban al sanatorio fue asechada por un par de hienas que salieron de entre la maleza. Y si bien nadie vio lo ocurrido, saltó todo a la luz cuando encontraron a una anaconda -esas víboras grandes y largas- que se había comido a ambas hienas y estaba regurgitando los carnet de la abra social de los pobres viejos. Después de ese acontecimiento nos dejaron cortarlo una vez a la semana, así alejábamos a las alimañas. Era una lucha constante con los antílopes, porque te comían el pasto y después te quedabas sin posibilidad de salir a tomar un poco de aire.  Y nada de hacer trampa, de andar regando desde la ventana el pasto para que crezca más rápido, te multaban con diez mil pesos, un robo. 

Otro problema fueron los velorios, primero se hicieron con el finado y la viuda solamente, un silencio, un aburrimiento, nadie con quién hablar, hasta daba miedo quedarse solos con un muerto a la noche, no vaya a ser que te hable o se levante convertido en zombie, a veces la imaginación te juega una mala pasada, peor estando cansado. Se dieron cuenta que esto era contraproducente, que la gente sufría mucho, no siempre era así porque también había viudas que no lloraban si nadie las veía, había de todo. Por lo que se decidió virtualizar los velorios. Le colocaban una camarita enfocando la cara del finado, y el que quería se conectaba desde su casa a dar el pésame, a contar historias, porque no, un par de chistes como en todo velorio, no faltaba el que se tomaba unas copas de más y decía alguna barbaridad, pero como la viuda era la que administraba el programa lo desconectaba y listo, era mucho más simple. Incluso algunos de estos programas tenían juegos y entretenimientos en red, así daba gusto conectarse a los velorios porque aparte era todo gratis y te enterabas de muchos chimentos y novedades que de otra manera eran imposible conocerlas. 

Y cuento esto para que se den una idea por lo que hemos pasado y por más que digan algo de un exterminio no me van a asustar, es más, a esta altura ya ni sé que dice el presidente en la tele porque le bajé el volumen. Qué puede ser peor que esto, que estar encerrado tantos días. Veo que giró dos llaves y apretó un botón rojo, debe estar llamando al servicio para que le traigan un vaso de agua o algo de comer. Si fuera en Inglaterra te diría que pidió un té, son la cinco de la tarde así que da justo el horario, pero estando acá puede ser cualquier cosa, tenemos hábitos muy surtidos, de mucho inmigrante proveniente de diferentes lugares. Puede estar entre un mate cocido, unos tererés, un café con leche y facturas o una grapa con miel. Lo que noto distinto es que afuera deben estar festejando algo, se escucha un griterío insoportable. Capaz anunciaron que ya se puede salir o debe ser San Fermín, aunque ahora que recuerdo eso es en España, pero como festejamos San Patricio vestidos de irlandeses, no te extrañe que suelten un par de toros en la avenida del centro. Viste que nos gusta adueñarnos de las fiestas extranjeras, la navidad, el año nuevo chino, el día de la marmota, halloween y el último fue el día de la Independencia, pero de Hazajistán. Que tenemos que ver con Hazajistán, no sé, pero mientras haya comida y chupe no prendemos en todas. 

Ahora mismo comenzaron los fuegos artificiales o es lo que parece por lo iluminado del cielo, como si estuviera de día. Qué bárbaro, que espectáculo nunca visto, parece como si algo estuviera surcando el cielo directo hacia acá. Pueda ser que no haga mucho ruido, por los perritos más de todo, hace un montón que está prohibido acá la pirotecnia en el barrio, pero siempre hay un desubicado que da la nota cuando sale campeón algún cuadro de fútbol, o para las fiestas de fin de año. Bueno, ya es muy tarde para mí, son casi las doce de la noche, no quiero mirar más ese resplandor porque tengo miedo de que me haga mal la vista, igual que los eclipses cuando miras con una radiografía vieja. Resulta que ahora no se puede mirar así, te puede quemar la retina o se te ceca el ojo... cosas que se dicen por ahí. Yo mejor me voy a dormir, con tantas luces tengo un dolor de cabeza que en cualquier momento me explota.

lunes, 3 de febrero de 2020

El último beso

manos-anciano

Francisco Pereyra, era el nombre de mi abuelo Materno. Vivía en una ciudad a unos cuarenta kilómetros de mi pueblo, en una localidad vecina. De muy vez en cuando solía visitarnos por sorpresa, acontecimiento de total extrañeza para mis padres. Estos eventos que podrían contarse con los dedos de una mano, están aún presentes dado que en esas oportunidades, si bien comíamos lo mismo de siempre, la vajilla que utilizábamos era del regalo de casamiento de mis padres, esa intocable que se encontraba guardada en su caja original, arriba en el placard, lejos de nuestro alcance.

No solo me parecían raras sus visitas esporádicas, sino también su carácter templado. Era un hombre de escasas palabras, tal vez demasiadas pocas. Usaba anteojos con vidrios templados, siempre pantalón de vestir, camisa blanca, chaleco y corbatas de tonos oscuros. De gran estatura, con abundante pelo canoso, sus notables manos huesudas, y el ceño fruncido, como si estuviera todo el tiempo enojado por vaya a saber que cosas. Al menos, esa era la percepción a mi corta edad, cuando comencé a tener recuerdos sólidos de él.

Nuestra relación, si es que existía una, era tan endeble como una hoja seca a fines de otoño. Impulsada en su totalidad por la insistencia inagotable de mi querida madre, que hacía todo lo posible para que fluya entre nosotros un vínculo. Forzado, pero vínculo al fin.

Fui creciendo sin tenerlo muy presente, dado las contadas veces que lo visitábamos. Pero como mamá era, de todos sus hijos, la más persuasiva con él, cuando mi abuelo piso los noventa lo trajo a vivir a mi pueblo a un asilo de ancianos. Así pudo tenerlo cerca por eventuales problemas normales en personas de tan avanzada edad. Sucede que en casa no podíamos cuidarlo porque no sobraba espacio ni para nosotros, al menos él tendría su propia cama, algo a lo que yo aspiraba con ansias, teniendo en cuenta que compartía la mía con mi hermana dos años mayor.

Cada tanto solía visitarlo por mi propia cuenta para salvarlo de la soledad inminente de esos lugares que no son nada afables. Donde las pequeñas aspiraciones de vida van menguando con el correr de los días, transformando sus miradas vacías de esperanza. Él seguía con su diálogo limitado, dotado de una seriedad inmutable y la gracia de un caracol o algún bicho de cualidades similares. Sucede que el punto de fragilidad de nuestra no relación, se originaba porque yo era tan solo un niño tímido, algo introvertido y él, se esmeraba en emitir tan solo monosílabos a mis preguntas superficiales tales como aquellas que podrían surgir de la conversación con un taxista o el almacenero de la otra cuadra. Esas de índole climática, deportiva o de connotación necrológicas. Y en ocasiones donde mi creatividad de reportero carecía de toda imaginación posible, nos sumergíamos en silencios incómodos, en esos minutos interminables donde podía percibirse cada segundo transcurrido de una manera muy meticulosa, ambos sentados afuera en la galería. Repasaba con la mirada los detalles del techo —para ocuparme en algo—, las columnas y los cerámicos grandes, amarillos y rojos del piso de aquella casa antigua devenida a geriátrico, observando la gente pasar por la vereda estrecha y algunos vehículos que transitaban aquella avenida pavimentada. Casi siempre era yo quien iniciaba las charla, el que irrumpía esos silencios sepulcrales. Porque él no estaba acostumbrado al trato con niños, y por su tozudez, supongo que tampoco con los mayores. Quizá el haber criado once hijos destruyó cualquier ápice de paciencia en su ser y esa era la razón del carácter hosco y obstinado. O había pasado tanto tiempo en soledad que le costaba socializar y poco le importaba.

Al poco tiempo su salud desmejoró. Comenzó con algunas enfermedades que no puedo recordar puntualmente, mi mamá en eso era bastante hermética con los detalles. Pero por su ánimo, sabía que era algo serio. Tal es así que, luego de unos meses de idas y venidas, de llamadas telefónicas imprevistas finalmente falleció.

Con doce años no identificaba la razón de mi tristeza, posiblemente estaba ligada más a ver a mi madre llorar a mares, que a la muerte anunciada de mi abuelo Francisco. Luego de velarlo, al momento de cerrar el féretro y minutos antes de su entierro, cuando todos se despedían del difunto, algunos tocando el cajón y persignándose, otros tocaban sus manos, los más allegados le daban un beso en la frente, y a mí no se me ocurre mejor idea que consultarle a mi madre si también debía hacer lo mismo. Dejando expuesta mi inexperiencia en estos acontecimientos. Ella me mira y responde, —dale un beso al abuelo si querés—. Y ese «si querés», despertaba un dilema existencial en mí. ¿Si no lo besaba, algebráicamente implicaba que no lo quería?, por lo que me vi obligado a besarle para cumplir la figura del buen nieto. Apoye ambas manos en el cajón, contemple su rostro, no había cambiado mucho a cuando estaba con vida, con la salvedad que se notaban sus labios pegados y su piel empalidecida. Acerque mi labios lentamente y los uní con su frente. Luego, nunca más en mi vida volví a besar otra persona fallecida. Fue como besar una piedra completamente helada, una sensación horrible para un niño. Miraba a mi madre sin poder comprender su grado de cinismo. Como no advertirme de tal posible trauma, tan solo un susurro —guarda que esta frío—. Después de aquello varias pesadillas con esas imágenes perturbadoras me visitaron por las noches, y no quería transmitírselas a mi madre, por la intensa depresión que transitaba al sufrir la muerte de su padre.

De mi parte aún hoy, ya con cuarenta años, no me animo siquiera a tocar a los muertos en los funerales. Y por más que sé que, algunas vivencias que hemos compartido se han escurrido de mi mente olvidadiza, puedo asegurar que aquello que siempre se mantiene inalterable en mis recuerdos, es que mi abuelo Francisco, tanto vivo como muerto, fue un tipo bastante frío.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...