martes, 4 de agosto de 2020

El Asado no es una comida.



El asado viene impreso en nuestro ADN, y aunque sea una frase un tanto trillada, cómo imaginan que habrá hecho aquel hombre primitivo, tras descubrir las facultades que brinda ese elemento tan noble, como lo es el fuego... No cabe ninguna duda que su segundo paso, habrá sido cazar un mamut o algún animal prehistórico para asarlo al calor de las llamas y festejar semejante proeza con su gente.

Tomándolo sólo desde una perspectiva conceptual y un tanto fría —como podría ser la culinaria—, diría que no demanda un análisis exhaustivo. Por lo que, claramente podría abordarse en tan solo un par de líneas, similares a las que ocuparía la elaboración de un peceto al horno o una tortilla de papas. Sería una comida más del montón y se mezclaría en algún cajón, junto a las demás recetas de Doña Petrona de Gandulfo que nunca preparamos. 

Un digno competidor por un espacio en la mesa de los domingos podría ser la pasta, cuya elaboración es un acto solitario, casi invisible. En mesas enharinadas, donde en la mayoría de los hogares el espacio suele ser un impedimento para el cortejo de los invitados, por eso se prepara antes. Mientras que, en el asado, hasta el que no hace nada es una pieza importante. A tal punto diría, que es un eslabón indispensable para que todos los ingredientes permanezcan en completa armonía. Pues encender el fuego sin comensales presentes se asemeja a conseguir un logro, una meta importante y no tener con quien compartirla. Sin olvidar que puede derivar en frases como: "No sé para que les digo a qué hora venir si vienen cuando se les da la gana" o " esto no es un restaurante para que lleguen justo a la hora de comer". Porque el asado comienza mucho antes. Mucho antes incluso de sazonar la carne. Arranca apenas con el primer mate —no por casualidad estos elementos deben ser primos o compartan algún parentesco por los sentimientos que ambos despiertan—. Sí, no quiero sonar desmesurado, pero desde bien temprano se inician las primeras charlas, nada profundas, esas que se expresan para lograr una interacción mientras se acomoda la leña y se prepara el escenario donde llevar a cabo el espectáculo. Por eso la importancia de la picada previa y el aperitivo. Porque obligan de cierta manera, a que el desembarco se precipite mucho antes del horario en que el festín culinario se lleva a cabo.   

Si pretendiésemos un análisis meticuloso, en principio se lo podría realizar con los ojos cerrados, y no me refiero con esta expresión a que es algo que podría cumplirse a ciegas, sino, literalmente cerrar los ojos y percibir los factores que lo presentan como un menú diferente y lo convierten en un ritual placentero donde comulgan todos los sentidos. Basta escuchar el chirrido de la madera o el carbón en ese acto tan maravilloso de la combustión, ese que se entremezcla con los rumores del ambiente y con el aire en movimiento. O el aroma que desprende la grasa al fundirse; ni hablar del sabor de la carne ahumada cuanto su textura crujiente acaricia el paladar.  

El verdadero asado es sentimiento en estado puro. Desde el instante que el niño arroja los primeros bollos de diario o pequeñas ramas, y disfruta el chisporroteo de la sal. Es como estar enseñándole a escribir su nombre, a pasar una pelota o decir buenos días. Un aprendizaje que lo escoltará por el resto de sus días. Donde se permitirá mediante este instrumento tan loable, crear un contexto fértil donde sembrar recuerdos que trasciendan el paso del tiempo. Y al igual que el índice de un libro, podrá ser consultado cuando gran parte del contenido se haya mezclado en la inmensidad de los acontecimientos. 

"Te acordás aquel asado en lo de Juan, cuando me contaste que conociste a Clara... ¡Quién iba imaginar que terminarías casado y con cuatro pibes!" 

"¿En que asado era, cuando Mariana se re-mamó y se puso a llorar porque se le había dado por querernos a todos?". 

Y sí, no cabe dudas que el asado es motivo de reunión, de confesiones y festejos. Pero no hace falta que el viento sople en la espalda o las tostadas caigan con la mermelada hacia arriba, también se amolda para esos días cuando la sonrisa es un gesto mezquino. Nos ayuda a digerir tragos amargos y porque no, a cambiar el curso de malas elecciones. Porque después de cruzar los cubiertos y dar comienzo a la sobremesa, todo puede pasar en ese himno que no es exclusividad de este banquete, sino una reacción propia del agasajo, de compartir un momento íntimo después de cualquier degustación. 

El asado no es sólo una comida, es la excusa para que un día se considere completo. No es por el aplauso para el asador, ni por ostentar como se cuece la carne a punto. Es reencontrarse con los afectos y con uno mismo. Por eso, cuando tus amigos o familiares te inviten a comer en alguna pizzería, restaurante o incluso una parrilla, sentí sobre tus hombros la responsabilidad de continuar con el legado que se nos confió miles de años atrás. Y deciles con voz firme ¡mejor hagamos un asado!, hoy yo pongo la casa, vengan todos a comer acá.

 

Marcelo Villafañe


jueves, 30 de julio de 2020

Volver a ninguna parte



Laura llegó hasta la puerta de la habitación donde su marido permanecía internado. Hizo una pausa antes de entrar. De su bolso sacó un espejo, se pintó los labios y se acomodó el pelo. ¿Cómo la vería después de tanto tiempo? ¿Sería capaz de reconocerla? La noticia la había tomado por sorpresa. Esa ínfima posibilidad que ocurra y esta vez ocurrió. No sabía cómo reaccionar, ¿Qué se siente en estos casos?, regocijo por él, angustia y temor por ella. Porque nunca imaginó que esto sucedería, ¿Un hombre en coma por diez años podría despertar del letargo, de ese mundo neutro? Su conciencia turbia se invadía por algún pensamiento egoísta, de esos que no se comparten ni con uno mismo. 

Siete años dedicados enteros a él. Visitándolo cada día después del accidente. Peinando y recortando su barba, aseando su cuerpo marchito, ejercitando esos brazos y piernas casi sin vida. Siempre renovando la esperanza de algún reflejo, de algún tenue parpadeo o al menos un cambio en su respiración. Algo que compensara tanto sacrificio, pero nada de eso sucedía. Solo se sucedían los días, uno encima de otro, casi calcados con el mismo lápiz. Era de esperarse que tarde o temprano el amor se confunda con compasión. ¿Qué más podría hacer? Sí había dejado la piel por cuidarlo. Incluso se había dejado a ella misma: despeinada, ojerosa, desalineada, vistiendo los mismos trapos. Los médicos que le remarcaban que él no volvería. Que no alimentase falsas ilusiones, que solo era un cuerpo, un envase, ¡rehaga su vida, esto no tiene vuelta atrás! y el estar tan seguros fue su más grande equivocación. 


Del otro lado de la pared, en aquella habitación, Juan sufría las consecuencias de su quietud. Cuando milagrosamente abrió los ojos, de inmediato dejó de soñarla. Despertó con el anhelo deseoso de cruzarse con su mirada, pero en su lugar, una señora mayor de lentes oscuros y rodete canoso, permanecía sentada entrelazando puntos al crochet. Gran sorpresa se llevó esa mujer cuando lo vio reaccionar; cuando escuchó el sonido rasposo de su voz oxidada. Al notarlo se fue con prisa de la habitación. 

Él no comprendía ese realidad desquiciada. Pero la preocupación se coló por los huesos cuando, sin éxito, quiso enderezar sobre la cama ese cuerpo lánguido. No conforme con su fracaso, se concentró en enviar impulsos a cada extremidades para asegurarse de que todo esté en su lugar, y disfrutó de ese pequeño logro. Aunque sus músculos carecían del hábito diario para mantenerlo erguido. Respiró hondo, observó detenidamente el escenario: los aparatos y cables que lo invadían, la cama, el olor inconfundible, y supo con certeza donde se hallaba. 

¿Dónde podría estar Laura si no fuese a su lado? Desconocía que ella se encontraba en su casa a tan solo cinco cuadras, donde juntos bocetaron una vida compartida. Una con hijos, con perros y portarretratos familiares con gente sonriendo.

Ese pensamiento lo inquietaba y la única voz que necesitaba oír, era la de ella. Había perdido la percepción del tiempo, e ignoraba que lo indujo a estar postrado en esa pesadilla. 


Se consumía la tarde cuando ella se asomó disimulando cierta incomodidad. Dio varios pasos hasta situarse al costado de la cama y le dio un beso en la mejilla. Juan la observó y le costó reconocerla. Diez años ausente no son tantos, pero la notó rara. Un cambio que a simple vista, no lograba precisar con exactitud. Supuso, que sería un efecto adverso por tanta medicación y le restó importancia.

De inmediato ella improvisó una suerte de síntesis de todo el tiempo perdido. Su voz de a ratos temblorosa, fluía en un torrente sin pausas. Como si cada palabra la eximiera de contar su secreto, y hablo por horas de los amigos, de la familia, de presidentes, hasta de fútbol. De cuanto tema se le presentaba en la mente. Mientras él, solo la admiraba, era un niño ansiando ese juguete inalcanzable. 

Pero entre tantas frases finamente elaboradas hubo unos detalles que Laura descuidó. Quizás por los nervios o por la inexperiencia en el oficio de ocultar verdades. «¿Después de tantos años y tan solo un beso en la mejilla?» Juan ya más lúcido, más calculador, enumeró en su mente las evidencias: habían pasado diez años, ella soltera, ella carismática, él un vegetal. Hilvanó puntos y el círculo se iba cerrando. Entendió que cabía una gran probabilidad de que no esté sola, de que alguien más durmiera en su cama, use sus platos de porcelana blancos, corte su césped, lea sus libros en el sillón de terciopelo verde. Solo pasó media hora cuando su duda se consumó. En un gesto involuntario por correr el flequillo de su cara, reveló en su dedo anular una sortija de compromiso, esa que lastimosamente confirmaba su teoría. 

Comprendió porque no la había conocido apenas se asomó. No era su pelo, ni el tiempo, ni su ropa... sino su mirada. Su mirada era otra, distante, le pertenecía a alguien más. Y en su acierto pudo advertir la pesadumbre sobre su pecho, en ese cuerpo incapacitado de brindar un abrazo o escapar corriendo de aquel lugar. No la interrumpió. Dejó que continuara hablando y recreó los últimos días de esa relación. Comprendió que ella estuvo a su lado, no cabían reproches pues, eran sus palabras, las de ella, las que llegaban como sueños a ese mundo que lo tenía prisionero. Al igual que los versos de García Márquez que le leía sentada junto a la cama de ese hospital. 

Por un instante dejó fantasear con lo que hubiese pasado si se despertaba tiempo atrás, ¿Qué podría hacer ahora si las cartas ya estaban echadas? Y entonces se permitió conocerla de nuevo. Pudo volver a enamorarse de esa versión más sabia, de esa seguridad que antes se rodeaba de miedos e incertidumbres; de las arrugas que se formaban con su sonrisa. Y tras comprender que su mundo comenzaría cuando logre dar su primer paso a través de la puerta de esa habitación... pero sin Laura, sin sus besos. Se dio cuenta de que su despertar milagroso fue en el tiempo equivocado. 

Es por eso, por no hacerse de la fuerza necesaria para transitar un camino nuevo, se despojó de su valentía y lentamente cerró los ojos y se acobijó en aquella realidad que ya lo tenía acostumbrado. Donde aún flotaban aquellos versos de García Márquez, y donde ella lo miraba con ese único brillo; aquel... con el que es imposible mirar a los demás. 

jueves, 23 de julio de 2020

Una pausa



Usted camina furioso, nadie imagina lo que está a punto de hacer. Su rumbo es conocido, ha visitado tantas veces esa casa que podría describirla en detalle como si fuera suya. Su ánimo colérico se originó tras colocar dos medidas de café molido y agregar agua en su cafetera express, mientras escuchó perplejo aquello que vos le contabas avergonzada entre lágrimas. Ese secreto oscuro e insostenible que te mantenía abstraída desde hace unos meses. Sabiendo que, de aquel episodio desgarrador, se gestaba una vida en tu vientre de niña. Usted se apoyó sobre la mesada con sus puños apretados, bajó la cabeza y cerró con fuerza los párpados, intentando darle un cause al dolor. Su respiración se aligeró, resopló con bronca y el aire se filtró entre sus dientes apretados. Encendió la cafetera y te pidió a vos que cuando el café esté listo, le sirvas un pocillo chico con dos cucharadas de azúcar. Del cajón de los cubiertos usted tomó un cuchillo y se abrió camino con paso enérgico. Queriendo erradicar cuanto antes de su cabeza, esa confesión que le carcome la conciencia, que enciende su odio más primitivo, y que ahora comanda su accionar.

Usted no comprende como su amigo de la infancia, fue capaz de ultrajar esa flor tan delicada, de raíces frágiles. Arrebatándole de una manera perversa los restos de tu niñez. Usted sabe que el daño es irreparable, ni el deseo del olvido, podrá deshacer esas marcas. Como la imperfección en una obra de arte, esa pincelada desacertada capaz de cambiar el rumbo del destino, si es que alguien o una fuerza mayor, se divierte escribiendo de antemano semejante aberración. Usted continúa aturdido, no consigue colocar en la balanza los pormenores de lo que está a punto de acontecer. Mientras, lo piensa a él leyendo en el living de esa casa, plácido, reconfortándose al calor del hogar, sin sospechar siquiera, que vos te atreviste a decir lo que te ordenó callar, ese que iba a ser tu pequeño secreto compartido, porque no volvería a suceder, porque usted se pondría triste y te culparía de arruinar su vida.

En ese andar no registra entorno alguno. No ve casas, ni álamos sin hojas, ni autos estacionados. No percata siquiera los buzones al costado de la acera, ni siente el frío gélido del invierno que avecina. Tampoco lo ve a Mario el cartero, que pasa a su lado con la mano tendida en lo alto en ese saludo no correspondido; y no es por ser mal educado, porque usted es una persona instruida, asistió a las universidades más respetadas, su trabajo es bien remunerado y proviene además de una familia de clase, esas familias correctas. Usted no lo saluda porque no puede, porque es incapaz de contemplar su presencia o la de cualquier otro individuo. Porque ese dolor lo enceguece por completo. El impulso que lo mantiene en movimiento es tan vehemente que no da lugar a la razón, siente que camina por un túnel donde solo se visualiza el otro extremo, el de esa puerta, que se agranda con cada uno de sus pasos.

En ese trayecto la mente le compone formas delante suyo, como esas cuando vos dabas los primeros pasos con tu risa contagiosa, pero rápidamente se diluye a medida que usted sigue avanzando. Luego te presentas nuevamente, esta vez más grande. Caminando con el guardapolvo blanco y tu mochila estampada. Por un momento el fuego se apacigua y la nostalgia lo ablanda, hasta que apareces con tu vestido de quinceañera, ambos bailando el vals y usted se detiene, solo para disfrutarla. Ese recuerdo aparenta ser real, pero esa imagen que lo dista de su cometido, se esfuma como el vapor que emana de la alcantarilla y todo vuelve a ser gris y tormentoso. Es poca la distancia por recorrer, para llegar a donde él supo jugar con vos años atrás, cuando usted lo visitaba cada tanto y se quedaba a comer o a beber un taza de café para acompañar una charla. Donde él te cargaba en brazos, donde te acariciaba tus rizos, donde te miraba con buenos ojos, o así lo creía usted.

La vida los vio crecer, siempre amigos, siempre incondicionales, pero eso a usted no lo frena, no mitiga su sed de venganza. Al contrario, solo alimenta su locura, porque su mente es cómplice de su juicio. Una especie de mal consejera, de voz cizañera que lo alienta con recuerdos de tus palabras sentidas: de aquel forcejeo inútil, de tu llanto precoz, de la mano de él tapando tus súplicas, de esa lengua áspera y olorosa deslizándose por tu mejilla, barriendo la inocencia pulcra de tu piel. De esos besos no correspondidos, de ese acto repulsivo y su bronca se torna incontrolable. Apura su marcha, porque no resiste, porque ese odio lo hará estallar por dentro sino no lo escupe de una buena vez. Porque no pretende otra justicia divina que no sea la suya, la de su propia mano. Hasta que finalmente sus pies tropiezan contra el cordón y en cinco pasos se detiene frente a la puerta.

Golpea tres veces, tres pausados e intensos golpes. Cuando usted observa girar el picaporte, lleva su mano a la espalda donde esconde el cuchillo. Él asoma ese rostro sorprendido, con la sonrisa forzada ante esa visita inesperada, y antes que sospeche su intención, usted coloca su mano libre sobre el hombro de él. Y mirándolo fijo, sin siquiera emitir palabra, clava su primera estocada certera al abdomen. Los ojos del que alguna vez fue su amigo se llenan de desconcierto, abriendo su boca, conteniendo el aire, frunciendo el ceño. Usted saborea el placer que le produce ver ese sufrimiento, es como un narcótico y entonces estalla el éxtasis. Una y otra vez ese cuchillo se clava abriendo heridas letales hasta que el cuerpo cae en el piso del living y usted no satisfecho con ello, se zambulle sobre él, como un ave de rapiña y continúa su festín desenfrenado. Hasta por fin, conseguir el desahogo de toda esa furia contenida, recién cuando siente el pleno vacío. La escena es macabra. Las paredes blancas atestiguan ese salvajismo. Usted se incorpora despacio y da media vuelta. Se quita la sangre de la cara y el cuello, con las mangas de su camisa, y como si nada hubiese ocurrido camina de regreso a casa, calmo, sin culpa ni arrepentimiento. Sus vecinos lo observan paralizados, no se animan siquiera a preguntarle si esa sangre que lo cubre es suya o de alguien más. Nadie imagina lo que está a punto de hacer, solo usted tiene la certeza, que al llegar a su casa, su hija le habrá preparado en su cafetera Express, un café con dos de azúcar.

jueves, 16 de julio de 2020

Viaje camino al funeral.



Que viaje interminable por amor de Dios. La ruta suele ser un andar por demás de monótono. Siento que voy a ninguna parte, caminado dentro de rueda como un hámster. Por suerte pasó lo peor: esperar en la cola para sacar el boleto. Esperar sentado que se digne a venir el ómnibus. Y finalmente, esperar que te carguen las valijas. 

Escuchá como ronca aquel de atrás. Qué suerte, y yo sin pegar un ojo, menos si el gordo éste de adelante me reclina todo el asiento sobre las piernas. La desventaja de ser alto. 

Afuera, la oscuridad se traga todo a su paso. Ni el resplandor de la luna atraviesa tanta negrura. Justo hoy que ando con la tristeza atravesada en la garganta. Debería dejar de escuchar everybody hurts tantas veces, aunque ahora me parece inevitable. Es un imán que me atrae. Al final soy yo el que me sumerjo en este estado. ¿Por qué la gente hará eso? ¿Por qué nos ponemos a escuchar música triste cuando estamos tristes? Será por la misma razón que escuchamos música alegre cuando estamos alegres... con este poder de conclusión capaz descubra la cura de alguna enfermedad. 

Encima mañana dan lluvia. Va a ser un día de mierda para estar en un velorio. Ya me imagino el repiqueteo de las gotas pegando sobre algún ventanal. La viuda y los hijos llorando. Las velas derritiéndose de a poco. El murmullo de los silenciosos y las flores con aroma a muerte. Cada tanto las charlas te transportan a otros lugares, con otra gente y aunque suene insensible, te olvidas un poco de que hay un cajón y un cuerpo sin vida. Hasta que alguien pasa con un ramo, o con una corona de flores y volvés a la realidad. 
Ahora que recuerdo, en casa teníamos calas que florecían cada primavera. Si habremos bromeado con la muerte, pero quedaban tan lindas en el patio; resaltaban en el césped recién cortado. Aunque si relaciono objetos con la muerte, las flores de plástico se llevan las de ganar. Hay que tener mal gusto para decorar con esas flores tu propia casa. Ese jarrón de la tía Inés lleno de margaritas con pétalos de tela blancos y los tallos de plástico. A veces me daba escalofríos verlas ahí, lucían igual que una lápida. 

No entiendo a la gente que dice: No voy por que a mí no me gusta los velorios, ¿y a quién le gusta? a quién le agrada ver la gente morirse. Más, si es alguien cercano a uno. Son piezas de nuestra vida, ligadas por siempre con esa persona cada vez que la memoria los traiga de regreso, por que apareció una foto juntos o es la fecha de su cumpleaños. ¿A quién le puede gustar recordar lo frágil que somos? Traer incluso a ese velorio nuestros propios muertos, o gente que queremos y sabemos que eventualmente morirán. 

Odio estos lugares, Ni pensar cuando mueren los hijos. Cuando se rompe el orden natural de la vida. ¿Qué podes hacer ahí?, nada, no hay consuelo para esas cosas. No hay palabras que suavicen tanto dolor. Es muy difícil ver luz entre tanta oscuridad. Sentís que sólo vas a molestar. 

Aunque debo reconocer que cuando alguien se muere de viejo los velorios son más llevaderos. Ahí es diferente, estamos más relajados. Sabemos que pasó porque estaba dentro de las posibilidades. Ni hablar si hay un familiar que sabe contar anécdotas, que tiene picardía, con un currículo nocturno importante. Hasta sus chistes son más graciosos en esos lugares. 

En este viaje no te sirven ni la comida, me muero de hambre. No digo que se sirvan delicias, pero un sándwich de miga podrían dar. Lo que me gusta de las cocinas en los velorios, es que son una isla aparte, un Ibiza de la muerte. Ahí se come, se toma, se ríe, se habla de la vida, de como crecen los hijos, por donde andan, del trabajo. Es donde se ponen al día los parientes que no se ven hace mucho. Un lugar donde el muerto pierde protagonismo.

¿Qué dice ese cartel?... "Rosario ciento veinte kilómetros". Al menos no estoy tan lejos. Faaah... ese viejo salió del baño y dejó una baranda terrible. ¿No sabe la gente que no se puede cagar en los colectivos? Y aparte, ¿Cómo es capaz de sentarse en ese inodoro? todo meado, pegoteado, que desagradable por Dios. 

Lo positivo es que nos volvemos a reencontrar todos. Toda la barra junta de nuevo, menos Jorge por supuesto, que es el finado, pobre. El primero que nos deja, ya lo estoy extrañando. Y no porque sea un buen tipo, de hecho no lo era. Pero lo queríamos igual. Esas relaciones que se tejen de pibes y duran por siempre. Cagador y sinvergüenza a más no poder, pero cuando te morís limpias el prontuario, volves a ser bueno de vuelta. Era tan bueno..., rara vez se encuentra un muerto malo. Salvo que haya sido flor de hijo de puta, como el loco Viruta que mató a su mujer y la tenía en el frezeer descuartizada. A ese lo terminaron matando en la cárcel de Caceros y así mismo decían, pobre Viruta... Que pobre ni ocho cuartos, era una porquería de persona y murió sufriendo como un perro, como debía ser. La gente a veces es demasiado sensible y olvida rápido. Esa es la ventaja de ser rencoroso.

Y después del velorio, sigue el asado. Que ganas de hacer promesas pelotudas cuando somos jóvenes. Imagínate cuando quede el último de los ocho vivo y tenga que prender fuego y rodearse de sillas vacías. Me imagino toda esa soledad amontonada y lo desolador que va a ser. Aunque pensándolo bien, no me molestaría tanto ser el último en prender el fuego, hay que verle el lado positivo. ¡¡No señor, por qué la necesidad de tomar ese café!!, anda a saber de cuando es. Y el jugo de naranja ni te cuento. ¡Haa!, pero si es el mismo que fue al baño. Ahora entiendo porque había ese olor, no filtra lo que come este tipo, le mete cualquier cosa al estómago. Voy a cerrar los ojos a ver si descanso un poco, la noche va a ser larga.


Siempre me pasa lo mismo, cuando me estoy por dormir, llegamos. Se pasó volando este último tramo. Allá están los muchachos. Mira Luisito lo gordo que está... y allá David, pelado, pura frente. Yo al menos tengo unas canas, pero a estos dos le paso el trapo. Menos mal me vinieron a buscar a la terminal, no me agrada llegar solo al velorio. Prefiero llamar a alguien para no recibir la atención de los parientes cuando abrís la puerta que siempre hace ruido. O capaz es el ruido normal de todas las puertas, pero ante tanta mudez te envuelve una oleada de tristeza y ese puñado de miradas se te clavan como lanzas. En esos casos la compañía suele ser un punto importante para restar incomodidad a la situación. 

Heeh, tan apurado van a estar para bajarse. Mira cómo se empujan, es desubicada la gente. Cinco minutos más, cinco menos, que le hacen. Se nota que la mayoría tiene prisa porque no le toca ir a ningún velorio. Qué bronca me dan estas cosas. Voy a esperar acá sentado hasta que se libere el pasillo así saco mi mochila del portaequipaje, total, no me corre nadie. Si hay algo que tengo claro, es que la muerte siempre nos espera.

jueves, 25 de junio de 2020

Conciencia limpia.


Siempre pensé que lo psicólogos son para los locos y las mentes retorcidas, pero acá me encuentro recostado en un sofá, esperando intranquilo desnudar mis pensamientos como una radiografía a contraluz, y temiendo se reflejen, mis secretos más íntimos.

—¿Cuénteme, que lo trae por aquí Ismael? —dijo el psicólogo Ruiz, mientras bajaba levemente su cabeza y me miraba por sobre los lentes. Tal vez esperando deducir el porqué de mi presencia.

—Tengo sueños horribles Doctor —. Le dije frunciendo el ceño—. Cuando consigo dormirme, me irrumpen en las noches y me es imposible descansar .

—¿Y de que se trata ese sueño que lo tiene a mal traer? —me preguntó, luego de tomar nota en su cuadernillo.

—En el sueño soy un niño, Doctor. Podría tener entre cinco o siete años, no más que eso. 

—No se detenga, siga, siga —Replicó con un movimiento circular de su mano derecha.

—Como le mencioné antes, mi cuerpo es pequeño, mis ojos recorren lo que pareciera ser el comedor de una casa, a una altura de poco más de un metro. Y cuando pienso, esa voz interna, también es la de un niño. Camino descalzo, la luz de la calle se insinúa a través de una ventana y riega claridad mostrándome la ubicación de algunos muebles, pero necesito de la ayuda de mis manos para desplazarme. Ubico el interruptor en la pared, pero al presionarlo no funciona. Escucho mis propios latidos y algo me dice que tengo que salir urgente de allí, que no es seguro.

A la distancia oigo débiles ronquidos. Camino con cautela para no delatarme. Llego al principio de un pasillo y voy tanteando las paredes hasta que el ronquido se torna insoportable. La puerta permanece entreabierta y me asomo en la negrura de lo que parece una habitación. Se presenta ante mí una figura extraña y tapo mi boca con ambas manos, para contener el grito, pues, es solo un perchero viejo del que cuelga un sombrero y un sobretodo. Me toma unos segundos recobrar el aliento. Sobre la cama se distingue una silueta de gran tamaño. No me detengo. Continúo por ese pasillo hasta toparme con sillones abullonados, en lo que parece ser un living. Con mis manos rozo sin querer una lámpara de pie, y  la enciendo. La luz me apuntala la salida. Corro hacia la puerta y quito las cuatro trabas, pero, además está cerrada con llave. Y por más que mi ansiedad se desvive por encontrarlas, no las ubico por ningún lado. Solo imagino un lugar posible donde puedan estar...aquel sobretodo en el perchero de la habitación.

Sé que es arriesgado, pero no veo otra salida. Vuelvo sobre mis pasos. La incandescencia de aquella lámpara se filtra por el pasillo y me facilita la visibilidad. De golpe, los ronquidos se detienen y con ellos, mis pasos. Transcurren cinco segundos o cinco horas, no lo sé, parece eterno. El miedo me paraliza y cuando creo que todo está perdido, el ronquido se reinicia.  Continúo en puntas de pie hasta llegar
 a la habitación. Respiro hondo. Junto valor y doy unos pasos hasta llegar al perchero. Cada tanto algún quejido surge de ese montículo de sábanas, de ese monstruo que duerme boca arriba. Yo introduzco mis manos en los bolsillos del sobretodo, imaginando que ante el mínimo error que cometa, él notará mi presencia. Finalmente, del bolsillo derecho extraigo un manojo de llaves que sostengo con suma delicadeza, para evitar que el choque entre ellas no lo despierte, pero mis manos resbalosas, impregnadas de horror, las dejan caer y una voz borrascosa irrumpe:
      
—¡¡Quién anda ahí!!

Tomo la llave y salgo corriendo. El ruido de mis talones retumba en el pasillo y llego a la puerta de salida con poco más que ocho llaves por probar. Mi pulso tiembla y debo guiar el movimiento con mis dos manos, mientras oigo sus pasos provenientes de esa habitación.

—¿¡A dónde crees que vas!?— dice una voz proveniente del pasillo.

Volteo y una sombra enorme se acerca caminando. En un acto desesperado, sostengo la única chance de esperanza que me queda y al intentar girar esa llave, da dos vueltas y la puerta se abre. Pongo uno de mis pies afuera, pero el soplido de su respiración ya se encuentra en mi nuca y siento desvanecer, tras un golpe en la cabeza, pierdo la conciencia. 

Cuando consigo abrir los ojos estoy atado de pies y manos, adentro de una bañera con la boca tapada y me duele el cuello. Escucho el acero mellarse y rompo en un llanto sin sonido imaginando lo peor. Intento zafarme pero mi brazos son demasiado débiles. Oigo como se aproxima y de un sopapo corre la cortina. Me dice: 

—¡No debiste intentar escapar, mira ahora lo que me obligas hacer! —, y se arrodilla a mi lado. 

Con una mano presiona mi pecho, mientras que la otra se iza en lo alto, empuñando una cuchilla. Yo cierro los ojos y mis gritos no escapan de ese baño. Paro cuando los vuelvo a abrir, una cortina roja nos separa. Quiero respirar, pero me ahogo en mi propia sangre y ahí es cuando me despierto empapado en sudor, con los ojos humedecidos y me tranquiliza pensar que sólo fue un mal sueño.      
—Es así casi todas las noches Doctor —Le digo afligido.     
El péndulo de un reloj se hace dueño de la sala, mientras el grafito se gasta contra la hoja. El analista termina sus anotaciones y comenta:
— ¿Algo más que recuerdes? 
— No doctor, eso es más o menos lo que recuerdo.
— Perfecto, creo que por ser la primer sesión, hemos logrado un paso importante— venga la 
próxima semana, y seguiremos analizando su problema —me dijo, acompañándome hasta la salida del consultorio.
Ya más aliviado, sin esa carga perturbadora, liberé mi angustia y al compartirla, ya no era solo mía. Seguí caminando, una sensación de ser observado me hizo acelerar la marcha, aunque en la calle solo se oían mis pasos. Llegué a casa. Antes de abrir, me aseguré de que nadie esté mirándome. Una vez adentro me sentí a salvo. Guardé las llaves en mi bolsillo derecho, me quite el sobretodo y tras colgarlo sobre el perchero de mi habitación, me recosté en la cama y me sentí aliviado, estaba seguro que esta noche podría roncar en paz.

lunes, 22 de junio de 2020

La fuerza interior...




Pepe salió esa mañana de sábado a lo del mecánico. Hace una semana que fallaba el encendido de su camioneta en esos primeros fríos de invierno y tras un cambio de batería, tomó la ruta con dirección a la estancia Los Cuervos, donde lo esperaba una reunión culinaria entre amigos. 
Llegó cuando el rocío comenzaba a bajar y el fogón pavoneaba sus llamas. El mate giraba en sentido de las agujas del reloj, mientras cincuenta centímetros de salamín en rodajas, esperaban en una tabla junto al queso; todo ello, acompañado de pan con chicharrón.

Al mate, lo desplazó el vino tinto y la cerveza. Se continuó la picada, incorporando unos maníes, aceitunas verdes y unos porotos en aceite. El Alemán, era el cocinero oficial de aquél día. No le simpatizaba cocinar a la brasas, era más del gas, porque así acostumbraban sus ancestros. Tampoco era la primera vez que se preparaba esa bagna cauda con quince cabezas de ajos y un kilo y medio de anchoas para ocho comensales. Era una piña de Tyson al hígado y todos tenían pleno conocimiento de ello. La invitación llegó dos semanas antes, por si alguno quería pedir un turno al doctor Rossettini, que era el único doctor disponible en todo el pueblo. Dado que podría tornarse un menú peligroso si los agarraba con las defensas bajas.

A las diez treinta, un pan casero recién horneado, se dio cita con una mortadela frita revuelta con huevos y pedacitos de panceta ahumada. Parecía la forma más propicia para acortar la espera. A esa altura, se hacía cuesta arriba mantener la postura de los noventa grados copiados por la forma de la silla. Más bien, eran unos ciento veinte, por la compresión que sufrían el resto de los órganos, mientras el estómago ganaba espacio con cada bocado. Pepe sentía como las estrías le surcaban la piel y no tuvo más remedio que correr dos agujeros, el cinto de su pantalón. 

Tras una pausa prudente, se prepararon milanesas, ravioles; se cortó repollo y gran variedad de verduras hervidas, quizá lo único saludable en todo el menú de ese día. Al finalizar, esa preparación se transformó en una crema espesa, de color canela, por el negligente uso de anchoas y en su punto máximo de ebullición, el hedor que emanaba de esa olla Essen, ahuyentaba los parásitos a cien metros a la redonda. Podría concluirse, que era la Nagasaki de las bagna caudas.

Las camisas abiertas dejaban ver esos pupos deformados, de tal manera, que podía calzar una moneda de cinco pesos argentinos sin ningún tipo de obstrucción. Finalizado el banquete, luego de una sobremesa extendida y palpitando la entrada del sol, de a uno, se fueron retirando. Pepe tras saludar, subió a su camioneta, colocó su cinturón de seguridad, dio arranque y el motor encendió sin problemas. Así que, con buen ánimo, encaró esos caminos de tierra y guadal. 

A pesar del frío, el sol de las cinco de la tarde entibiaba el vidrio de su ventanilla. Quiso encender el aire acondicionado para contrarrestar los síntomas de la modorra, pero no respondía, estaba mudo. Para males, el remolineo de los intestinos que parecían agitarse como una manguera de bomberos fuera de control, alentaban las contracciones sobre su colon, similares a las de pre-parto y le obligaban a localizar un baño de manera urgente.

En una maniobra repentina por esquivar un pozo enorme, el torso de Pepe se ladea hacia un costado y el cinturón que se traba, ejerce presión sobre la boca del estómago, dando rienda suelta a unas treinta libras de flatulencias, que salieron en un resoplido estruendoso. Automáticamente se empañaron los vidrios de tal forma, que fue necesario frenar la marcha por la escasa visibilidad y en ese instante el motor se paró.

Similar a los efectos de una granada —transcurridos diez segundos—, el aire se envició de tal forma, que el brillo del tablero comenzó a opacarse, y se pudo apreciar como la base cromada del espejo retrovisor, se iba herrumbrando por el solo contacto con los gases ácidos expulsados de su sonoro esfínter. Rápidamente Pepe, al recordar la falla en el aire, intentó bajar los vidrios automáticos desde las teclas ubicadas en su apoyabrazo, pero éstas no respondían, al igual que las puertas, que permanecían trabadas por una falla en el sistema de apertura. Se adueñaron de él, pensamientos perturbadores hacia la madre de su mecánico. Era como si el destino le jugara una broma pesada, mientras su instinto de supervivencia hacía lo imposible por contener la respiración.

La desesperación entró en juego, tras varios intentos fallidos por querer bajar los vidrios empañados con sus propias manos. Dando una imagen externa, similar al de una película erótica. Se encontraba en una encrucijada porque, en cada intento por ganar la libertad, ese esfuerzo sobrehumano, también liberaba gases resumideros, que solo empeoraban más el panorama. Su cara, de un tono mezcla de rojizo tirando a morado, daba indicios del final de su resistencia. Luego de cinco extenuantes minutos y antes que sus ojos se terminen por salir de los orificios oculares; esos cachetes inflados soltaron el poco aire que le permitía subsistir en esa atmósfera de flatulencias.

Arcadas de asco y lagrimones, salían de sus ojos ante semejante podredumbre. En un último suspiro por aferrarse a la vida, lanzó un codazo, pero los vidrios con laminado de policarbonato solo hicieron que su codo se fisure. Mientras que de a poco, se desvanecía por el aire pestilente que inundaba sus pulmones. En un acto de lucidez, metió su mano bajo el asiento y sacó el matafuego. Apoyado de espaldas sobre su puerta, acerco aquel objeto contra su pecho, como tomando carrera, y lo lanzo con todas sus fuerzas sobre la ventanilla opuesta. Con tanta mala suerte, que dio de refilón en el marco metálico y una chispa insignificante, produjo una reacción explosiva, ante todo ese gas metano concentrado en la cabina, que hizo que la camioneta volara por los aires tres metros y dé varios giros hasta caer nuevamente sobre su chasis, dejando una estela de fuego y humo, que algunos pudieron divisar desde varios kilómetros. 

De Pepe no quedó ni el polvo, ante semejante reacción petarda, solo se pudo recuperar la hebilla fundida de su cinto. Por lo que, en su velorio, cada uno llevó un objeto para recordarlo. La mayoría dejó una foto, varias cartas, algún comprobante pagaré. Lo más raro, fue un muñeco Topo Gigio, que seguramente rememoraba sus prominentes orejas que sobresalían de su rostro, quizás por algún inconveniente cuando el doctor lo extrajo del útero de su madre.

Pasaron cinco años de aquella desgracia. De cuando Pepe padeció la crueldad, de su yo interior. En su conmemoración, mañana sus siete amigos se vuelven a juntar como aquella vez. En este intenso frío de Julio, llegarán temprano para aprovechar el día. Recordarán anécdotas de su viejo amigo y cuando el cielo se ponga rojizo, partirán de la estancia Los Cuervos, cada uno en su vehículo, pero seguramente, con los vidrios bajos.




martes, 16 de junio de 2020

Te presento a Marisa (Cuento con un tono Erótico)



Hace un mes que Germán no viajaba a Santiago del Estero a visitar a su madre. Él cursaba segundo año de Abogacía en una facultad pública de Córdoba, mientras que Doña Inés, vivía en Pozo Hondo, un pueblito ubicado al sur de la capital Santiagueña. Mujer creyente como pocas, hábito que se acentuó, tras la muerte repentina 
de su esposo Roberto en un accidente de tránsito. Este desafortunado evento, predisponía a que la relación con su hijo sea muy apegada, a tal punto, que algunas veces se tornaba asfixiante. 

Eran tres llamadas diarias a rajatabla, incluido domingos y feriados. Todas las mañanas iniciaban de la misma forma:

—¿Te lavaste los dientes y la cara?, ¿Te peinaste?, ¿Hiciste la cama?, ¿Te cambiaste la remera?

En cada visita de su hijo, ella le preparaba las valijas con la ropa planchada y perfumada, también le cocinaba comida para freezar y aprovechaba esa corta estadía de fin de semana para despertarlo con el desayuno en la cama e incluso, ya con diecisiete años, solía arroparlo antes de dormir y le apagaba la luz. 

Como cada viernes de principio de mes, él regresaba a su casa para disfrutar de la atención y el cariño incondicional de su madre. Aunque esta vez, con la dulce compañía de una hermosa chica dos años mayor, que había conocido hace un tiempo. Y como la cosa parecía ir enserio, decidió que era el momento propicio para presentársela a su madre.

Una vez adentro, Doña Inés los recibió con inmensa satisfacción y sin cruzar demasiadas palabras, tomó de la mano a Marisa para mostrarle fotos y porta retratos que adornaban la casa. Miraron imágenes de Germán desde que era un bebé de días reposando en los brazos de Roberto, hasta las últimas, tomadas apenas unos meses atrás. Le mostró en su alacena de algarrobo con vidrios corredizos, los primeros escarpines blancos e inmaculados que ella misma le tejió; el primer dibujo hecho con crayones; la bolsita de tela escocesa azul que usó en jardín de infantes; un frasco pequeño con los veinte dientes de leche que cambió cuando era niño y continuó así con otros objetos, en esa especie de museo cronológico que Marisa miró con ternura, pero a la vez, con cierto escalofrío. Cada tanto le preguntaba a esa hermosa joven sobre sus cosas: cual eran sus gustos, que hacían sus padres, como se conocieron, y fue armando en su mente un expediente de aquella mujer que en cierta medida le había quitado una parte de su hijo. Por supuesto Marisa, advertida de antemano por Germán, en calma y sin titubeos, respondió con claridad a cada pregunta que Doña Inés le propinaba. 

La presencia de Marisa, no inhibió a la dueña de casa para malcriar a su hijo como sucedía en cada una de sus visitas periódicas. Medialunas calentitas para el desayuno; luego amasó unos tallarines que acompañó con estofado para el almuerzo y finalizó con un postre borracho. Doña Inés se encargaba de todo: juntar las tazas y los platos, lavarlos, llevar la comida a la mesa y servirle a cada uno. Hasta intentó cortarle la carne de estofado a Germán, pero éste le lanzó una seña minúscula, imperceptible a los ojos de su novia. Una incisiva apertura de ojos y un bloqueo de mandíbula, dándole a entender que se estaba sobrepasando.

El almuerzo se consumió al igual que el postre y tras un café con chocolates rellenos de licor y una corta sobremesa, llegó la siesta sagrada en aquellos lares Santiagueños. 
Germán, con gran astucia tomó a su novia de la mano y la guio en dirección al pasillo que daba a su vieja habitación. Desbaratando con esto, cualquier artilugio de Doña Inés, por hacerlos dormir en piezas separadas. Entraron al cuarto donde se hallaban dos camas de una plaza, pero ni bien cerraron la puerta, ellos prefirieron acurrucarse en una sola, por más que afuera resaltaba el estrepitoso chirrido de los coyuyos, y ellos en la habitación sin siquiera, un mísero ventilador de techo. 

Luego de una hora de sueño ininterrumpido, en esos roses casi involuntarios, la respiración de ambos cambió de ritmo y podía escucharse el resoplido acentuado de sus respiraciones. La mano de Germán, se deslizó suave por el brazo de ella, provocando que los bellos casi imperceptibles de su piel se ericen, como sensores capaces de intuir el posible desenlace. Finalmente la mano llegó a sus caderas sensuales y comenzó a masajearle los glúteos carnosos y firmes.
La excitación de ambos era evidente y sin esperar más, arrojaron el colchón al piso, para sortear los crujidos de aquella vieja cama de madera que podía delatarlos. 

Ambos de pie, comenzaron a besarse, sus lengua se entrelazaron, en tanto se fueron quitando de a poco la ropa hasta quedar desnudos. Él la tomo de los hombros y la giró de espaldas en un movimiento brusco. Ella se arrodilló abriendo sus piernas y bajó su torso hasta quedar con la boca sobre la almohada y sus manos apretujaron las esquinas del colchón, para soportar las embestidas salvajes de su amante. A pesar de los intentos por no hacer demasiado ruido en la habitación, el jadeo incontenible y los chasquidos que producían  en cada vaivén, eran lo suficiente sonoros, como para no percibir los chancleteos.
Doña Inés, irrumpió en la habitación sin golpear y justo vio la erección de su hijo introducirse en la vulva humedecida de Marisa que daba pequeños espamos tras haber llegado al éxtasis. Intuitivamente ambos amantes, intentaron taparse con las sábanas sus cuerpos sudorosos, e Inés, tras fruncir el ceño, primero tapo su boca con una mano intentando retener su horror y rápidamente volteó la cara y se cubrió los ojos, mientras tanteaba reiteradas veces el picaporte a ciegas hasta conseguir cerrar aquella puerta que le conducía al mismísimo infierno.

La vergüenza los envolvió, Germán y Marisa en su habitación y Doña Inés en el comedor dejaban transcurrir los minutos, como si éstos, fueran a borrar de sus mentes, esas escenas lujuriosas que no les permitían mirarse a los ojos. Finalmente la puerta de la habitación se abrió y ambos salieron de hombros encogidos. Marisa con el rubor que le cubría el rostro y Germán de notable nerviosismo, haciendo frente a una situación por demás de incómoda.

Sin saber muy bien que decir, Intentó eludir la realidad deshonrosa y disparó al aire un... — ¿mamá, nos preparas la merienda? —evitando cualquier tipo de contacto visual con su madre, que permanecía reflexiva, fijando su mirada en algún punto sobre el piso de granito pulido
.
Doña Inés sentada, dejó entrever sobre sus manos los escarpines de lana, blancos e inmaculados, giró su rostro hacia el muchacho para conectar sus ojos lagrimosos con los de él y le dijo con la voz apenada —las tazas están en la alacena, y en una lata sobre la heladera hay galletitas dulces, cuando terminen por favor, no se olviden de limpiar.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...