viernes, 20 de septiembre de 2019

Llegar a la cima.


En qué punto un encuentro de Rugby deja de ser un simple partido, uno más del montón que no denota sobresaltos para convertirse en un verdadero clásico, en algo más empoderado, con un trasfondo más bélico. Quién define los ingredientes específicos que lo encaminan en ese cambio de etiqueta, que pasa de ser algo simple y de aristas redondeadas en algo más conflictivo y de un sentido cargado de connotaciones folclóricas. Quizás por derrotas claves que definieron campeonatos, de los que se pierden sobre la hora, donde queda el festejo incrustado en la garganta; o donde alguna mano de más o una mala intensión dejó cierto resquemor anclado. Lo que sí podemos saber, por más que nos pese, es que las estadísticas no se muestran favorables con nosotros. Es más, dudo que a ellos les calce el mismo título a nuestros cruces, pero no es algo que nos importe mucho.

De lo único que estoy seguro es que la vida está llena de sorpresas y como todo, da revancha. Ambos equipos que años pasados nos negaron el ascenso son parte del fixture de este Torneo Regional del Litoral. Con Logaritmo sufrimos de local pero finalmente nos alzamos con nuestra primera victoria. Mientras que con Pampas, aquel rival de toda la vida, tenemos pendiente la visita en la próxima y última fecha. Tras un año de andar espiando en la tabla sus resultados, volvemos a cruzarnos nuevamente por el ascenso a Nivel II, ese codiciado cambio de categoría, y como si eso fuera poco condimento, se asoma la posibilidad de que ellos pierdan su plaza y desciendan. —¿Hace falta que se expongan más objetivos en juego de los ya nombrados?— Solo queda suponer una batalla épica, o más que épica puede convertirse en una batalla campal, sabemos lo difícil que son estos encuentros de visitante, por eso éste es él partido a ganar, es el Boca-River, el SIC-CASI, Argentina-Inglaterra, Ford-Chevrolet, es el cielo contra mismísimo infierno.

El 28 de septiembre, durante ochenta minutos el mundo se pondrá en pausa. El padre que viaja en auto junto a su hija queda en una charla inconclusa cuando el tráfico se detiene; dos señoras que a esa hora toman el té se quedan inmóviles en un gesto de risa prolongada mientras la pava silva a gritos desde la cocina; los chicos que juegan al fútbol en la plaza del barrio quedan expectantes mientras la pelota se detiene en el aire tras un centro cruzado; pero en una cancha de rugby de la ciudad de Rufino, el tiempo transcurre inalterable para ser testigo de un sueño, que nació varios años atrás, primero con la obtención de un campeonato y luego con la aspiración de subir un escalón más.

Esta vez la sensación que advierto —y hablo solo por mí—, es la de llegar con mayor entereza a este último obstáculo. Lo intuí tras salir campeones por tercera vez consecutiva, en ese festejo tibio, sin tanto alarde, como no queriendo traicionar los ideales, para que el cuerpo no se sienta cómodo y vacío de objetivos. En ese estado donde las derrotas dignas son bienvenidas, a sabiendas que se transita un proceso de aprendizaje, pero donde acostumbrarse a ese sentimiento puede dejarnos en un lugar del cual no es fácil salir. Hoy nuestro juego y la calidad de jugadores nos da cierta tranquilidad, no es que antes carecíamos de esos atributos, sino porque faltaba cierta maduración. De todas formas, sabemos por experiencia propia, que nada se define antes de haberse jugado y menos ante semejante rival.

El que gane se hará con la eterna gloria, con la bendición de los dioses, con un lugar en el Olimpo. Para el que pierda, solo habrá refugio en el desconsuelo, intentando reparar esa brújula que los orienta, en la que pensaban hasta ese momento, era la dirección indicada.

El trabajo duro, la concentración, la responsabilidad y la proactividad son el camino que conduce a los buenos resultados, sumado a que cada jugador cumpla su parte, abocando sus energías a conocer al rival, a ajustar clavijas, a unificar conceptos para no desafinar en ninguna nota. Y llegado el día donde finalmente se destaque la preparación del mejor equipo; ese día, pondré los botines, las medias rojas y el pantalón blanco en el bolso, me miraré al espejo tratando de convencer a este tipo de cuarenta años repitiendo que aún se puede, procuraré transmitir el amor que siento por este deporte y por mi club, intentaré llevarme en mi mente, fotos en forma de recuerdos de cada instante previo a mi partido de Reserva, de esa sensación al compartir el vestuario, de las miradas pensativas, de los amigos que comparten esta pasión, de esas mariposas en el estómago cuando te entregan en la mano esa camiseta azul y roja que es mucho más que una simple camiseta, esa ronda con todos abrazados donde las palabras sobran y los sentimientos y emociones se entrelazan con la nostalgia, y una vez que haya saciado mi sed de revancha personal y me sienta vacío por la entrega, me sentaré a un costado de la cancha; ahora sí como espectador, como hincha, con la ilusión en un bolsillo y el sueño latente en el otro, de ver a este equipo joven de la Primera división anhelando escribir con letras mayúsculas la historia grande del Jockey Club, procurando contradecir las estadísticas y pateando el tablero como un mocoso maleducado para ganarnos el lugar que nos corresponde. Mientras nosotros desde afuera alentando e implorando a Dios —que nada tiene que ver con estos asuntos—, pero seguramente oirá un zumbido molesto en el murmullo de nuestros rezos y plegarias, implorando que las lágrimas que surquen nuestros rostros al final de ese partido, sean de alegría y no de desazón.-


domingo, 8 de septiembre de 2019

Sana, sana, colita de rana...



Hace una semana que me tiene a maltraer la tos y el catarro. Los síntomas no dan indicios de querer disiparse. Tengo un retroceso mental de tanto tomar Aliviatos en jarabe, solo resta que la ingesta sea a través de una cuchara como solía darme mi vieja. Antes no era común el uso de medidores de plástico y ahora rebalsan en el cajón de los cubiertos. Solo había dos medidas, cuchara sopera o cuchara chiquita, todo a base de cálculos estimativos. Aclaro que el jarabe automedicado no me hace ni la tos.

Trato de eludir al doctor, pero me quedan pocas alternativas, intuyo una visita inminente. No es que tenga miedo a los médicos ni a las jeringas —casi nada—, ni a las enfermedades o a los tratamientos, lo mío es una reacción alérgica a la espera y a la ansiedad que genera el notar como pasa cada segundo tan lentamente, como el goteo de una canilla mal cerrada. Debe ser por eso, que a los enfermos les dicen pacientes, —ya veo porqué— es de lo único que hay que armarse para ir a estos Centros de Salud. Me da tremenda apatía desperdiciar mi tiempo sentado en una silla de la sala de espera de alguna guardia, pudiendo estar durmiendo, que es otra manera de desperdiciar el tiempo pero al menos sin ansiedad.

Busco el carnet de la Obra social y subo al auto. Mientas manejo retomo el tema de las inyecciones, y el recuerdo de unas papas fritas al disco hechas con grasa de vaca —que comí frías—, pueden ser el nexo de mi negación a los descartables. En esa oportunidad fueron cuatro o cinco pinchazos en las nalgas, la sensación de sentir como se clava lastimosamente esa microlanza, primero cortando la piel, luego abriéndose entre la carne y las fibras musculares, y drenar ese líquido espeso, aceitoso, de la manera más lenta y cruel posible, dando lugar a los gritos y llantos desgarradores de tan solo un niño. Capaz debería tratarlo con mi psicólogo, o tal vez, primero debería visitar uno. 

Me registro en la recepción y me dirijo a los asientos que nunca son suficientes por el poco espacio que se contradice con la cantidad de personas que aguardan ser atendidas. Me fijo en el monitor y mi nombre figura en segundo lugar, después de un tal Nicolas, que al parecer se trajo media familia. ¿Los planetas se habrán alineado?, pero no quiero festejar antes de tiempo, de imprevistos la vida está llena. Solo espero que me atienda alguien y lo remarco como alguien y no como doctor, porque con tal de irme rápido, que sea enfermero, curandero, el Pai Umbanda, un chaman o el doctor amor me da lo mismo... Bueno, mejor este último no. Quiero reservar ese momento para cuando me toque hacerme el exámen de próstata.

Transcurrieron quince minutos. Acaba de pasar una enfermera vestida de celeste llevando sábanas limpias, un señor en silla de ruedas es empujado por su hijo. Frente a mí, un muchacho con una férula en la pierna derecha está sentado junto a su madre y lo llaman para hacerse una resonancia magnética. Su mirada es desafiante y altanera, de las que  sostienen siempre la guardia alta, pero no tengo ganas de una pelea de ojos (llámese al desafío visual), en otros tiempos podría ser, ahora prefiero seguir escribiendo desde mi celular, lo considero más productivo. Tras unos minutos de haber entrado en el resonador, el técnico en radiodiagnóstico llama a su madre para que ingrese, y llego a una simple conclusión con una frase de mi viejo, —los cojudos se terminan con la pólvora— y también adentro de un resonador. Aclaro que para gente claustrofóbica suele llamarse a un familiar para tranquilizarlos o incluso llegan a sedarlos.

Mientras, sigo escribiendo para mantener mi mente distraída y ocupada, veo salir a Nicolas que se reúne con sus familiares, pero la doctora no me nombra, por el contrario, ella cierra la puerta. ¿Tendré la suerte que siendo las cuatro y veinte de la tarde surja una emergencia de algún paciente que trajo la ambulancia?, ¿o le toque hacer la ronda diaria y me deje esperando una hora? —Como deseo que sea viernes a las catorce horas para quedar libre de ataduras laborales — pienso para no desvariar.

Levanto la cabeza y lo veo pasar a Petu, un amigo. Él me ve y pregunta si estoy bien, le respondo —sí, un poco apestado nada más— y le hago señas con la cabeza, acompañado de un movimiento de cejas emulando un —¿y vos?—, estamos en un sanatorio y no sé la causa de su visita, tengo el presentimiento que algún día me encontraré con alguien conocido y su respuesta será —tengo un cáncer terminal, me quedan dos días de vida y sos el primero al que se lo cuento—, por eso me da miedo preguntar —¿cómo andas?— en esos lugares, no vaya a ser que su respuesta me deje tartamudeando sin saber que sonido reproducir y termine escribiendo sobre la vez que pregunte algo que no debía haber preguntado. Aclaro que Petu se encontraba bien.

En el monitor muestra el tiempo de espera, van treinta minutos y la doctora brilla por su ausencia. ¿Que estará haciendo esta dulce mujer en el consultorio si no entró nadie?, bah, quizá lo haya pensado con un lenguaje más vulgar y en un tono más despectivo. En ese instante se me cruzan películas de Porcel y Olmedo, inconscientemente invento títulos como, Los doctores las vuelven locas, Los maestros del bisturí, Los enfermeros le sacan lustre, y puedo seguir por horas con ese juego de palabras para posibles películas ficticias, que en aquella época hubiesen sido un éxito. Creo estar entrando en la etapa del desequilibrio mental, que se ubica previa al enojo y seguido de la espuma en la boca y el simulacro de convulsiones.

Y acá sigo dándole al dedo gordo para no pensar que llevo esperando cuarenta minutos, —y la reput.... — creo que me acaban de llamar!! Sí, dijo mi nombre!! Bloqueo el celu y después retomo esto.

Tras quince minutos me liberaron. Voy a seguir viviendo. El diagnóstico es una bronquitis aguda, parece un nombre peligroso aguda, sabe a complicación, pero no lo es o al menos no me voy con esa impresión. Me dio un corticoide para tomar por cinco días y unas nebulizaciones. También me ofreció un inyectable pero no acepte por lo antes mencionado, porque no tengo nada contra las vacunas y las extracciones de sangre, pero ponerme boca abajo, con mis partes expuestas, sin saber cuando viene el pinchazo...; —prefiero dejarlo para las emergencias— no quiero volver a casa manejando de costado en el asiento del auto. Aparentemente se terminaron los caramelos y siempre te ofrecen un inyectable. Mi dilema es que, como lo venden ellos, no sé si lo hacen con fines curativos o para sacarte plata de algún lado. Cada uno tiene sus rollos y locuras, debe ser porque viví en la época donde supuestamente andaba una trafic blanca, que secuestraba chicos y le quitaba los órganos. Son marcas invisibles que quedan de esas leyendas urbanas poco creíbles, como el viejo de la bolsa, el cuco o el chupa cabras. Cada vez me autoconvenzo que realmente debería visitar un psicólogo.

Dejo durmiendo esta narración en modo borrador por cinco días, no me puse a pensar como darle la estocada final a este toro moribundo, he tenido otros pormenores. Pero el destino es sabio y quiere regalarme un final diferente a este escrito, otra vez estoy en la guardia porque no paró la bendita tos, los medicamentos tienen el mismo efecto que un palito de la selva. Acaba de pasar el técnico de mantenimiento con un fluorescente que no funciona más, seguro me recetan un inyectable para la reposición del mismo, no creo que  zafe del pinchazo.

Hoy no hay nadie que me mire con desdén, solo dos ancianas que son hermanas, no porque me lo hayan comentado, sino porque el parecido es inequívoco, son dos gotas de agua. Diferentes peinado, misma nariz respingada, misma boca con labios finos y pintados de rojo y esas miradas clonadas. Es una generación que se bañaban y perfumaban para ir al doctor, bien vestidas, con ropa íntima que se compraba exclusivamente para la ocación. Yo parezco salido de un taller después de un cambio de aceite. Olvidé peinarme, no me afeite, pero al menos, me puse desodorante y me lavé los dientes, algo es algo.

Seguro hoy llueve granizo, en el monitor estoy posicionado cuarto, pero hay dos médicos en la guardia y me llaman rápido. Me revisa otra vez la misma doctora. Esta vez le llevo una placa de tórax que me hice unos minutos antes para estar tranquilo y para que sea más certero el diagnóstico. Parece que sigo con bronquitis, no mutó en nada raro. Le cuento de mis ahogos y el cansancio de estar tosiendo sin parar y logro mi objetivo... me receta antibióticos y algo para aflojar todo ese contenido viscoso de mi garganta. Y como era de esperar me ofrece un inyectable,  —otra vez se quedaron sin caramelos— pienso. ¿Habrá avanzado tanto la medicina que el tratamiento lo determinan sus pacientes?, o capaz en estos tiempos de cambio, donde sobrevuela un titubeo por no herir susceptibilidades,  nos lleve a la muerte tan solo por ser amables  —señor!! se muere de un paro cardíaco, ¿quiere un par de descargas en su pecho? ¿o prefiere una pastilla de menta?—. Sigo sin entender porque es opcional, prefiero que la recete y comprarla en la farmacia de la esquina.

Pasaron cinco días del párrafo anterior a éste. Terminé los antibióticos y adivinen donde estoy... sentado frente a una puerta blanca, con el nombre de alguien impreso y un número seis en el centro. —Si esperas resultados diferentes, no hagas siempre lo mismo — por ende, opte por cambiar de Profesional, esta vez saque un turno con mi médico clínico que hace unos dos años que no veo, sospecho que se acordará de mí. Mientras espero, me pongo a releer lo escrito para ver que puedo extirpar de esta narración para que la cirugía no sea tan extensa. Llegará el punto en que los lectores —si es que existe alguno que se animó a leer hasta acá— desearán mi muerte con tal de terminar este cuento corto devenido en una novela que no encuentra un final, donde no viven felices para siempre, donde la ciega sigue ciega y donde Luis Fernando no dejó a su primer novia porque ella sigue en silla de ruedas, pero sabemos que esta enamorado de la sirvienta. Y sí, me terminé yendo por las ramas, pero no lo borro porque me causó risa.

Salgo del doctor y mis deseos de jugar mañana el último partido de local del campeonato, retroceden siete casilleros. Si no hago reposo lo que sigue es la neumonía y esa palabra sí, que suena alarmante. Maldita mi suerte, me quedo sin partido y además lo inevitable, me recetó un inyectable —mi criptonita—, antibióticos más fuertes, que son pastillas del tamaño de una nuez, ya le estoy dando la bienvenida a la acidez, estos medicamentos te agujerean el estómago.
 

No voy a esperar una semana más para cerrar esta historia, mi impaciencia me puede,  daré por sentado que voy a mejorar si me cuido y hago el reposo necesario, de lo contrario tendré tiempo para escribir si termino internado. No me despacharé contra los médicos de las guardias, sería cruel y desigual librar un juicio sin antes permitirme empatizar. Reconocer la cantidad de horas que trabajan, algunos, doble turno. La desproporción de médicos con respecto a la cantidad de enfermos, tan desigual. La cantidad de vidas que se salvan y muchas otros condimentos que no deseo sazonar sobre este texto. Puedo pecar de impaciente, o tal vez de prejuicioso, pero cuando se trace la triste linea de mi final y se reste el tiempo disfrutado menos el tiempo que permanecemos inertes, si el saldo da negativo, sé que no habrá un reintegro en días, ni disculpas por las demoras ocasionadas, no me pagarán horas extras ni vacaciones, esos minutos habrán sumado horas, días y semanas que habré desperdiciado sentado en alguna sala de espera, intentando acelerar el reloj, inmerso en un bloc de notas deseando escapar de ese presente incómodo. Es por eso que al menos prefiero, que se ofrezcan caramelos y no pinchazos en el culo.

miércoles, 28 de agosto de 2019

Mi segunda lengua (my second language)


Está comprobado estadísticamente que cuatro de cada siete personas, odian el comportamiento irresponsable de la gente que se encuentra detrás de un volante, o en su defecto, de un manubrio. Este dato importantísimo, —de similares características a los que emite la Universidad de Massachusetts—, fue informado este último martes por los alumnos de Ingles pre-intermedio, de una prestigiosa academia de la ciudad de Venado Tuerto, a raíz, de que se solicitara generar un texto sobre las cosas que más odiamos y donde no se permitía escribir sobre suegras o el riesgo país.

Estudiar inglés se asemeja mucho a la vida misma. Algunas veces estas arriba —cuando entendes casi todo — y otras, te ves en la lona cuando el tema es nuevo o el translator del cerebro nos quedo puesto en modo off. Luego de haber cursado tres años, con una pausa entremedio, soy capaz de comprender textos cada vez más extensos, en este lenguaje tan vital para el ámbito laboral y personal. Pero mi talón de Aquiles, es al intentar proferir palabra alguna. Caigo en una imitación burda de una especie de Diego Maradona, pero con el bypass gástrico ubicado en la garganta. Tengo una fluidez de diálogo similar a los dibujitos animados de la pantera rosa; la vieja; esa que yo miraba cuando era chico. La que comenzaba sentada luego que se difuminaba levemente una luz rosa y aparecía fumando un cigarro con boquilla, algo muy poco propicio para estos tiempos que corren, donde seguramente algún movimiento de esos que florecen todo el tiempo, estaría en las puertas de algún canal de televisión protestando para evitar que todos los chicos, salgan fumando al recreo en los jardines de infantes.

Sin embargo no solo he aprendido algo de inglés en estos pocos años, y digo pocos para no parecer tan burro, porque a esta altura capaz debería estar dando clases y de pedo que puedo hilvanar dos palabras seguidas. Mi nivel es tal, que podría contarles la experiencia en carne propia, de como se iniciaron en el habla los primates norteamericanos a lo largo de la evolución humana, y vestido con un taparrabos y un garrote de madera en la mano, no notarían la diferencia, de quién es el que evolucionó.

Como les decía, estas clases son muy enriquecedoras porque solemos contarnos vivencias, problemas y un poco de cultura general expresado en un idioma parecido al inglés. Podría diseñar una fiesta de bodas sin transpirar una gota de sudor, en vista del conocimiento fehaciente que poseo acerca de los pormenores que pueden surgir durante el planeamiento de un evento del tal magnitud.

También sé que, en la intersección de la ruta 188 y la ruta 33, existe un paraíso en la tierra, conocido como Villegas town. Donde se dice que, el Edén, ese lugar místico y celestial donde vacacionaremos algún día cuando dejemos de existir terrenalmente (este dato no aplica a todos), fue ideado a imagen y semejanza de esta ciudad con calles de adoquines y donde no me animo a contradecir tal afirmación, para no caer en ninguna controversia.

Hemos aprendido que una novia celíaca, implica tener dos cocinas en la casa, y que todos lo productos cuestan casi el doble que sus primos con gluten. También que los jóvenes, cuando toman confianza dejan su lado más vulgar al descubierto, y llegan a cualquier horario, se olvidan los útiles, y cuando usan el baño, se toman un tiempo exagerado solo para hacer del "uno". Hah!!, y casi lo olvido, "Estoy embergada" puede ser una frase fuerte para compartir en clases, por más que se explique el embargo de Vicky Xipolitakis.

También aprendí que un buen día, se puede arruinar con solo escuchar el audio de una chica llamada Jessica Fox, que habla como si la estuvieran corriendo los zombies de The Walkind Dead y a la cual hipotéticamente a esta altura, deberíamos entender claramente. O a la pequeña Mary's Meals, que le gusta cocinar y hacer caridades, pero aún tengo mis dudas sobre si ese audio, estaba en Inglés o en algún idioma que aún no fue descubierto.-

Fuimos vendedores y clientes, recepcionistas, mozos y comensales, hemos estado de un lado y del otro de un teléfono, fuimos enfermos y doctores, atendimos una tienda y compramos ropa. También debatimos sobre la velocidad del pinguino, sobre la variación del dolar, los créditos uva, y la problemática existencial que padecemos por el hecho de ser tan Argentinos, que solo nos miramos el ombligo y no nos importa el resto. Que todo aumenta desproporcionalmente, que seguro iremos a parar al carajo y que en Alemania, Holanda, Nueva Zelanda e Inglaterra la gente tiene otra mentalidad y sería el lugar adecuado para ir a vivir, pero como muy lejos, llegamos hasta Capilla del Monte. Mientras nos tomamos una pausa sentados en el pupitre, acompañados del mate intentando resolverlo todo, recobramos de a poco la cordura para retomar nuestra clase de inglés, y evitar que esto se asemeje a un sketch, de polémica en el bar. 

No sé si algún día podre entender o hablar este idioma de una manera más natural. Por lo pronto, me conformo con saber que parrilla se dice "grill", que yo no entiendo se dice "I don't understand", que chancho es "pig", que "actor, chocolate, doctor, horrible, horror, radio y virus" se escriben igual en ambos idiomas, por ende, tengo un 1% de conocimiento adquirido, y que el final de este cuento, se escribe The End.

This narration is dedicated to my English class, my classmates, my teacher Shirley, who is patient with us every day.

viernes, 9 de agosto de 2019

La carta soñada.


Esta carta te la escribo desde un sitio intangible, donde las incongruencias no conocen de límites, donde proyectamos los anhelos y se mezclan con fotografías guardadas en cajones ocultos, allá arriba, sobre el estante donde no llegan los niños. Te escribo más precisamente desde mis sueños. Sí, sé que suena loco pero salió de ese lugar, donde es posible deambular en el basurero de los recuerdos, desde ese laberinto mental que se activa cuando escapamos de la realidad que nos ofrece el mundo exterior y donde rescatamos involuntariamente los residuos de situaciones vividas o añoradas.

Te cuento lo que me acaba de pasar hace un momento nada más, por acá cerca.

Estaba en Arias, mi pueblo natal. Vamos en una moto por un camino de tierra, yo sentado en la parte trasera del asiento, mientras el que maneja no sos vos, sino Mario Pegolini. Sí, el mismo que hacia CQC hace tiempo. No me preguntes que hacia él manejando, pero era parte de todo este ensamble de incoherencias que te paso a comentar. Tenía la misma cara que en una noticia que leí en Internet hace pocos días, así que deduzco, que quedó anclado en algún recoveco de mi conciencia. En el sueño voy hablando con Mario Pergolini y tengo una epifanía, me imagino que vamos a salir campeones del mundo con la selección de fútbol. En realidad no me lo imagino, no es un anhelo, lo viví como si fuese una visión, era algo que certeramente estaba por ocurrir y mi emoción era tal por aquella predicción, que lo sentía en todo el cuerpo —en el del sueño y en el que yacía dormido—. Era como tocar el cielo con las manos, esa sensación de ver un futuro tan prometedor para mí y para millones de Argentinos que tanto anhelamos esa copa. En esa visión también aparecía un Maradona joven pero no como jugador, sino más bien como icono de nuestro fútbol, eran imágenes que pasaban de él como un fotolibro, los jugadores Argentinos aparecían festejando, el cielo cubierto de papeles celestes y blancos, bengalas y una locura desequilibrante en un estadio de algún lugar. 

Mientras tanto yo iba en esa moto a festejar vaya a saber qué, porque aquella visión eran imágenes de algo que supuestamente iba a pasar en el futuro. Pero si en estado sobrio se me ocurren boludeces todo el día, imagínate lo que puedo ser cuando no controlo la sensatez de mis ocurrencias.  No soy dueño de manipular la imaginación en ese territorio desconocido.

Te sigo contando. Venimos por una calle de tierra y estamos llegando al cruce de vías, el que se encuentra pegado al predio del club Belgrano, y acá el sueño toma un giro brusco. Este es el momento en que te cruzo a vos, que venias por la mano contraria, también en el asiento trasero de otra moto que la conducía una mujer de pelo castaño. En este punto se presenta una incógnita porque no sé quién es esa mujer, capaz porque después de tanto escribir ya se esfuman las partes menos importantes de lo que soñamos, o tal vez es un personaje de relleno que aparece para que la moto no se maneje sola, como los extras de las películas que toman un café mientras transcurre la escena del bar. Lo que sí sé, es que no es tu esposa, además lleva lentes de sol al igual que vos y se me hace muy difícil identificarla. Habrá sido alguna mujer que mire de reojo para que la negra no se de cuenta, utilizando lo que en el rugby llamamos vista periférica, y por tal acción quedó en mis recuerdos sin tanto detalle específico. Pero en efecto, como ella iba con vos tampoco me quiero hacer cargo con quién te juntas, y menos en sueños delirantes.

Tenías puesto la misma ropa que cuando me invitaste a tu cumpleaños en el campo, seguramente me quedó grabado de las fotos que estuve viendo hace poco. Cuando te vi le dije a Mario Pergolini, —pará la moto que tengo que saludar a un amigo— me baje, vos también, y nos fundimos en un abrazo que me terminó emocionando. Es más, creo que esa emoción que parecía tan real fue la que más tarde me terminó despertando junto con los gritos de mi hija. Te dije feliz cumpleaños Pirin!! Pero acá el sueño tiene una falla porque vos no cumpliste años, sino tu hermano y como no te vi la noche en que lo festejó, me deben haber quedado esas ganas de saludarte. Te abrace como se abraza a los amigos de toda la vida, esos que no ves por mucho tiempo y en ese choque, un río de vivencias justificó ese abrazo eterno.

Ahora son las cinco de la tarde y vuelvo al mundo de los desvelados, me despierto azorado por esa transición entre ambos planos. Acabo de tener un sueño tan sentido y tan auténtico, que en dos oportunidades pude percibir la felicidad y la nostalgia de una forma tan palpable que me llamó notablemente la atención. Por miedo a olvidarme de ese sueño, tomé el celular, abrí el borrador y me puse a redactarlo rápidamente para abarcar la mayor cantidad de detalles posibles, a sabiendas que su paso es fugaz por la mente y más en la mía que no se molesta en retener este tipo de utopías.

Me desperté con mil preguntas en la garganta. Ganas de saber de tus cosas, de saber cómo estabas, de tu salud, tu familia, pero no hice nada, estaba demasiado ocupado recolectando fragmentos para escribirlos, que al final me dormí en los laureles y no te llamé.

Ahora que el sueño, en su mayoría, quedó acá plasmado en esta carta virtual, me pregunto si te habrá llegado aquel abrazo, o tal vez una brisa pasajera te recordó alguna travesura de nuestra infancia.

Para no hacerla tan larga, y no caer en adulaciones y sentimentalismo, no voy a dejar mensaje final ni moraleja, no me molesté en relacionar un campeonato de fútbol con aquel abrazo, y mucho menos con Mario Pergolini. Al fin de cuentas, quién soy yo para darle racionalidad a las locuras del subconsciente. Es una simple carta de los divagues que se me cruzan cuando no trato de ser normal. Desde el lugar donde las historias no tienen un cause ni coherencia, donde alguna vez solía volar, donde me corren y siento pesadas las piernas, donde ensayamos otra vida con sentimientos que se siente reales, donde suelo pelear con alguien mientras mis puñetazos no lo dañan, donde reproduzco copias de historias que fueron y no volverán, y donde regreso a charlas con gente que ya no está. Ahí, donde solemos invocar personajes de ficción o de carne y hueso, y donde la mente suele avisarnos en modo de sueños, que se extraña a los amigos que andan en motos con chicas desconocidas. Y te despertas feliz por ese abrazo real, aunque manipulado por la imaginación, mientras que en el mundo verdadero la voz de una niña te llama y te despierta gritando, para tomar unos mates.

domingo, 4 de agosto de 2019

Historias fogosas.


Según Wikipedia, la Piromanía, es un trastorno de control de impulsos, relacionado con la provocación de incendios y la atracción por el fuego. También habla que el causar estos incendios genera una sensación de alivio de tensiones, exponiendo un diagnóstico que en cierta forma me identifica en algunos puntos. 

Por alguna razón que ignoro, esa reacción química que produce la combustión me atrae de sobremanera. Quizás por una mezcla de admiración, nostalgia, por el calor amigable o el resplandor y las sombras irregulares que se proyectan. Dan, junto al crujir de la leña que se quema, un combo terapéutico de relajación. 

Es por ello, que quise seleccionar tres pequeñas historias que me ligan, por decirlo así, a este elemento tan fascinante que es el fuego.

Cuando mis viejos trabajaban en el campo, un fin de semana por medio les daban franco, y luego de almorzar y armar el equipaje, partíamos hacia el pueblo a una humilde casa de dos ambientes que alquilábamos. La entrada principal daba a un pequeño comedor/cocina, y este conectaba a una habitación, con una cortina que cumplía la función de puerta. Mi hermana y yo dormíamos en una cama de una plaza en posiciones invertidas y mis viejos en la cama de 1 1/2 plaza.

El tiempo y el crecimiento de ambos, hizo tedioso compartir ese espacio reducido, por lo tanto, nos turnábamos una noche cada uno, para descansar en una reposera que se hacía cama y estaba ubicada en la cocina.

Ese domingo era mi turno en la reposera. En ese sonajero nocturno que te dejaba la espalda como si hubiese llevado upa, un peleador de sumo por todo el barrio. Luego de apagar el televisor, se cruza en mi radar visual, casi sin quererlo, una botella de alcohol de litro. La tomé en mis manos, derrame apenas unos pocos centímetros cúbicos sobre la mesa de melamina. Apagué la luz. Y por un mero experimento científico, le acerqué un fósforo encendido apreciando como rápidamente, se consumían esas llamas desde sus contornos hacia el centro, hasta que en pocos segundos, no quedó ni una mísera gota de nada.

Aplicando una de regla de tres simple, llegué a la conclusión matemática que, si unos pocos centímetros cúbicos daban un espectáculo fascinante en la oscuridad del comedor, imagínense lo que sería equis (x), si se derramaba una cantidad generosa que cubra casi toda la mesa. Por error o por inocencia, no me dispuse a repasar los cálculos con la mente fría, pues mi ansiedad me sobrepasaba como para detenerme a refutar los parámetros del experimento y sus variables. 

Sin más vericuetos, incliné la botella de alcohol hasta lograr un círculo de unos 60 centímetros de diámetro de aquel líquido, que se asemeja a algo tan inofensivo, como lo es el agua. Encendí un fósforo y al contacto con la sustancia inflamable, todo se aclaró de golpe, una llamarada azul de más de medio metro cubrió la mesa. Mi cara de asombro, mis ojos abiertos en su máximo extensión, se maravillaron un par de segundos. Me sentía un neandertal descubriendo el fuego, pero la preocupación me abordó al apreciar que el tiempo en que se consumía el alcohol, era mucho menor al de la prueba inicial. Parámetro que había olvidado ingresar en el cálculo. 

A todo esto, luego de unos 30 segundos, mis viejos se levantaron espantados al ver la claridad que asomaba en la habitación. Tiraron algunos trapos sobre la mesa para ahogar el fuego y dieron fin al experimento. Eso no solo me valió un buen reto, sino la concurrencia a un secundario pupilo. Aparentemente, por alguna razón, no les inspiraba confianza, o es lo que pude leer entre líneas.

Lo más reciente fue hace un par de años cuando finalizado el cumpleaños de mi hija. Tomé las cajas vacías de los regalos y los papeles de los envoltorios, las coloqué en el asador, las rocié con alcohol y encendí una fogata que derretía hasta los ladrillos refractarios. Me mantuve alejado para soportar las llamaradas de tres metros de alto, acompañadas de un suave rugido que daban un espectáculo alucinante. Ese día descubrí que el machimbre de madera de la galería, sobresalía varios centímetros dentro de la chimenea del asador, y a raíz de aquel pequeño desperfecto arquitectónico, se prendió fuego el techo de casa. Culminados varios intentos inútiles por apagar el foco incendiario, el humo comenzó a asomarse de entre las chapas de toda la galería y no me quedó más alternativa que llamar a los bomberos. 

En cuestión de minutos revolucioné todo el barrio. Los bomberos, canal 12, los vecinos y cada uno que pasaba se detenía afuera de casa para ver qué sucedía. Por suerte no tenía que dar muchas explicaciones porque Martina, mi hija mayor - en ese momento de 7 años - estaba tan emocionada, que se lo hacía saber a todos los que osaban averiguar qué había pasado allí.  Cómo, cuándo y quién era el culpable de todo eso... su papá. 

Parada afuera en la vereda, era como una especie de enviada especial con conocimiento en relaciones públicas, fascinada por aquella movilización del cuerpo de bomberos, camarógrafo, reportero y muchedumbre. Era como estar en una película y parecía ser la que más lo disfrutaba. Por suerte fue solo un susto y se pudo contener el fuego. Apenas un metro cuadrado de machimbre quemado y un par de chapas desclavadas para poder rociar el agua a presión.

Por último, dejo esta tercera historia sin respetar la cronología de los hechos, pero me pareció un buen cierre a este tema. 

Cuando cumpli 22 años, hice un festejo a lo grande. Vinieron mis amigos de siempre, los de la facultad y dos amigas de Venado Tuerto. Una trabajaba conmigo en un instituto de computación y la otra era su mejor amiga. A la mesa del comedor de casa lo continuaba un tablón con caballetes lleno de amigos, que luego de tomar y comer en abundancia, terminamos en un bar donde seguimos bebiendo. En una pausa de la noche, aparece una torta y una bandeja con copas flameadas. Cuando se consume el fuego del alcohol, tomamos esas copitas fondo blanco, y algo se desconectó en mi cerebro. La noche fue como pocas,  un agradable descontrol. Pero al otro día no me acordaba de muchas cosas. Entre ellas, que me había encarado a mi amiga y compañera de trabajo, que encima se quedaban a dormir en casa. Podría haber quedado todo ahí, hubiece bastado una disculpa y hacíamos las pases, o ella se hacía la desentendida, total no me acordaba de nada. Pero en realidad cuando se le pasó el enojo, seguimos adelante con aquella relación, fruto del fuego, y no justamente de la pasión, sino del alcohol. Y luego de 17 años criamos dos hijos hermosos y construimos una vida juntos. 

Después de muchos años he podido controlar algunas cosas, mis miedos, mis ansias, el cigarrillo, pero el fuego no es una de ellas. Sé que cada vez que esos dos elementos se juntan, dejan en evidencia lo peligroso que puedo ser contra mi propia seguridad. Y lo peligroso que puede ser jugar con alcohol y un par de fósforos. Una vez, casi sin quererlo, quemo la mesa del comedor, y en otra oportunidad casi quemo mi propia casa. Pero la tercera vez, lo que se quemó no lo pude reponer jamás, porque en esa oportunidad los daños no fueron materiales, sino mucho peor, esa vez, quemé mi contrato de soltería, y no quedó ni las cenizas.

viernes, 26 de julio de 2019

Soñar, no cuesta nada.


Greta, es una hermosa mujer de unos jóvenes cuarenta años recién cumplidos. De cutis rosado y pelo color castaño oscuro, o rojizo, o rubio y hasta alguna vez azul. En efecto, una numerosa paleta de colores y una variedad de estilos rimbombantes. Sus ojos son verdes, su sonrisa imponente (amplia), y su sentido del humor espontáneo y recurrente. Su oficio no es actriz, humorista, ni payasa de burbujas, nada de eso. Ella es cajera de un supermercado. 

Un lunes por la tarde, alrededor de las 15:00 y como cada día, termina su jornada laboral, toma su tarjeta de control de ingresos, marca la salida y emprende su retorno a casa. Mientras camina, se escuchan solo sus pasos y el crujir de las hojas secas del invierno que se aproxima. Con su mirada puesta en el camino, va organizando en su mente el cronograma de tareas que restan ejecutar en lo que queda del día. Pagar algún servicio, llevar a particular de inglés a su hijo menor de 7 años, hacer la lista de los faltantes de la casa, y revisar si tiene un paquete de galletitas dulces en la alacena para no caer con las manos vacías cuando vaya a tomar mates de su amiga Berta.

Se detiene en la esquina de una avenida, mira en ambas direcciones y cruza. Posa su pie derecho sobre el cordón de la vereda y un papel se adhiere a la suela de su zapatilla. Realiza varios intentos desatinados por despojarse de aquel objeto, arrojando pequeñas patadas al vacío, pero no le queda más remedio que buscar una columna donde apoyar su brazo derecho. Dobla su rodilla haciendo un cuatro - como cuando nos emborrachamos -  y con su mano libre despega aquél papel molesto, que no es, ni más ni menos que, cien pesos argentinos. 

Lo revisa intentando buscar algún desperfecto, trata de comprobar su veracidad. Mira si Evita esta peinada para el costado o hacia atrás. Lo toma con ambas manos y lo mueve a contraluz para que ver la marca de agua y el reflejo de los hilos de seguridad. Todo parece estar en su lugar. Examina a su alrededor buscando algún propietario que proclame el billete encontrado, o peor aún, registra que nadie la haya visto e intente adueñarse de su botín. Lo guarda rápidamente en el bolsillo trasero del pantalón y continúa caminado con el ánimo ensalzado de sentir que la suerte está de su lado, de entrever aquel guiño del destino, y convencida de eso, cambia su itinerario regular y procura interceptar alguna agencia de Quiniela cercana a su barrio. Al fin y al cabo esos cien pesos no le pertenecían y debía aprovechar ese envión de los afortunados, que se corta como cualquier racha.

Llega a la agencia con una ansiedad voraz, deseosa de sucumbir al azar, pero se da cuenta que no tiene idea qué número jugar. No posee el conocimiento de los jugadores viciados, de los que persiguen los números en patentes de autos nuevos, en sueños donde los muertos hablan o donde las fechas de cumpleaños abren una oportunidad de éxito o fracaso. No se conoce persona alguna, que juegue un número porque sí, por el solo hecho de hacerlo. Es casi una regla, que todas las jugadas se efectúen con una fundamentación comprobada y verosímil. 

Le pide al quinielero que le provea de esos almanaques que contienen el significado de los sueños. Empieza a leerlos y asociarlos con algún suceso reciente. Todos los números parecen hablarle, el 00 los Huevos, y el 68 los Sobrinos. Ahí tenía un combo, porque siendo la mayor de tres hermanas, levantaba una piedra y salía un pequeño que seguro los rompía. Sumo la edad de sus hijos y le daba 18, pero en los sueños era la Sangre, y le parecía aterrador. En un instante pensó en el 32 el Dinero, o el 62 la Zapatilla, pero su elección final tomó forma al recordar que el billete, seguramente pertenecía a alguien más, y se decidió por el 79, el Ladrón. 

Al día siguiente, ya en el trabajo y como es habitual, toma su descanso de las 10:00, y  revisando el celular, encuentra 3 mensajes y 2 llamadas perdidas de Berta que estaba al tanto de los acontecimientos ocurridos, luego de haber tomado mates juntas la tarde anterior. 

En uno de ellos decía - Greta, acabo de pasar por una agencia y agarraste a cabeza las dos cifras, que suerteee!!! - En el segundo mensaje escribió - che, tema aparte. Viste la foto que subió Marina al face?, parece que se vistió con el telón del teatro Colón. Dios mío, no tiene amigas esa chica que le avisen que parecía una calesita? - porque nunca es un mal momento para un chusmerío de barrio. 
Mientras que en el tercer mensaje finalizaba con un - respondeme los mensajes nena, felicitaciones!!! - 

Imagínense la alegría de Greta después de leer la noticia, esos $100 pesos se habían transformado en $7000. No podía dejar de especular en que se gastaría ese premio. Las botas de montar que tango deseaba, unas deudas que la perseguían hace un tiempo o mejor aún, la play station para su hijo de 11 años que tanto anhelaba. Sin dudarlo llamó a una madre del colegio que vendía una usada, averiguó el precio y le pidió que por favor se la reserve así la retiraba por la tarde. Acto seguido, le aviso a sus hijos de la gran noticia. 

Era tal su alegría, que cada vez que le cobraba en la caja a algún cliente, lo despedía con un beso y un abrazo, desbordaba de una amabilidad empalagosa, - vuelvan pronto, no se cortensaludos a la familia de mi parte -.

Salió de su trabajo y se tomó un remis para llegar rápido a la agencia, bajó con el comprobante en la mano, su pecho explotaba de alegría, abre airosa la puerta del local y le dice al quinielero con una sonrisa que le llegaba casi a las orejas vengo a cobrar este premio - moviendo el comprobante como si fuera un árbitro de fútbol sacando tarjeta amarilla. El señor toma el papel y lo verifica varias veces, sonríe y le dice, - usted jugó la vespertina y este número salió ganador en la matutina -. La música de la orquesta del Titanic comenzó a sonar de fondo, esa en la parte que se hunde barco. La pobre Greta no lo podía creer, no sabía que hacer con la sonrisa que tenía dibujada en la cara, intentaba responderle pero de su boca solo salía un balbuceo incoherente, quizá producto de un pequeño ACV, en consecuencia a semejante noticia. Entró a mirar al suelo como los perros para ver donde podía caerse desmayada, pero estaba húmedo, recién lo habían baldeado y no pretendía mojarse. Su desilusión fue tan grande, casi insoportable, a tal punto que quería abrazar a aquel hombre desconocido y romper en llanto con gritos y espasmos incluidos, al ver truncados sus sueños. O en su defecto comenzar a destruir la agencia a patadas para liberar su tristeza. 

Por suerte, nada de eso sucedió, pudo contenerse. Saludo con la voz quebrada, dio media vuelta y continuó su trayecto a pie, para sufrir en silencio. Mientras caminaba, no podía evitar pensar porque no se gastó los cien pesos en un chocolate, en unas facturas con dulce de leche, en un esmalte de uñas o incluso los podría haber puesto en la trompita de esos elefantes de porcelana que supuestamente atraen la suerte. Cualquier elección, le hubiera evitado sentir la devastación, que arrasó con su deseo de llevar ese juego a casa. Tema que la tenía a mal traer, porque volvía con las manos vacías, no llevaba siquiera un mazo de cartas para jugar al chinchón. Aunque después de darles la noticia a sus hijos, su única alternativa sería la de jugar un solitario, palpitando que la crucificarían en el altar de las promesas incumplidas. 

Finalmente llega a su casa y antes de atinar siquiera a tocar el picaporte, los pequeños ansiosos de ver la nueva adquisición familiar, abren la puerta y descubren que su madre no trae nada consigo. Un torbellino de preguntas recaen sobre la mujer, que no encuentra palabras para explicar lo sucedido. Intenta contarles la historia, pero no soporta desmantelar la ilusión de ambos. Fue entonces, cuando Greta les dice que no pudo ir en busca de la Play porque una compañera se ausentó y tuvo que hacer horas extras, pero seguro en la semana, la tendrían en casa.  

Entrada la noche y luego de la cena, se preparan para descansar tras un día plagado de actividades. Ella va a la habitación, los arropa, les da un beso y se retira al comedor solitaria. Se sienta en la silla mirando un punto fijo hacia la nada misma, permaneciendo casi inmóvil. Se le ocurre que podría vender algo del hogar para obtener alguna ganancia, pero no le sobraba nada, son tiempos difíciles. Intentar vender pizzas parecía buena idea, pero no tenía tiempo, salvo que las vendiera a escondidas a los clientes en el supermercado, objetando que las de la góndola estaban vencidas, pero era un poco descabellado. Alguna inversión monetaria le llevaría meses para dar frutos y necesitaba resolverlo antes del viernes. 

De todas formas sacó su monedero, comenzó a contar los billetes y las monedas. Rasgó el fondo con las uñas, pero apenas contó doscientos cincuenta y dos pesos. En ese momento no supo que hacer, se sintió acorralada, solo estaba segura de una sola cosa. Mañana, al pasar por la pizarra de alguna agencia, escrito con tiza blanca y posicionado en la primer fila, estaría el número 17, La Desgracia.

viernes, 12 de julio de 2019

El día que matamos a Germán


Algunos creerán que el destino de cada individuo ya fue escrito al nacer, otros en la suerte, en hilos rojos, en el tarot y todo ese tipo de cosas. A mi entender, cada vez que tomamos una decisión por más efímera que sea, estamos descartando otros posibles futuros, Cada elección que tomamos, tiene un abanico de caminos que constituyen diferentes desenlaces; pero solo visualizamos el que elegimos nosotros.

Esta historia fue hace tanto tiempo pero tengo recuerdos frescos de ese día, y lo que más recuerdo, fue lo de Germán. 

Era sábado por la tarde y nos juntamos en la casa de Huguito, como tantas veces. Éramos cinco o seis chicos de doce años hablando de cosas poco interesantes. Un grupo estaba en la habitación del fondo, donde había una cama de dos plazas, con mesas de luz en ambos lados, en frente un placard  y sobre el costado derecho otro más pequeño. Sobre la izquierda, una puerta doble de madera con postigos permanecía abierta y daba al patio, donde me encontraba con el resto de mis amigos

El moverse en manadas favorece al efecto de "caradura", si hablamos de las normas que un invitado debe cumplir en casas ajenas. Por ejemplo: no tomar agua de la botella, no abrir la heladera sin permiso, ni sacarse los mocos y pegarlos bajo la silla. Pero Lucho ese día desatendió una muy importante, al abrir uno de los cajones de una mesa de luz con intención de buscar vaya a saber qué. 
Detrás de un rosario, un par de libros y una bolsa de caramelos para la tos, se encontraba una franela naranja. La agarra desde el fondo y envuelto descubre un revolver, posiblemente calibre 38. Lo toma de la empuñadura dando por sentado que está descargado, y se pone a jugar apuntando a Germán,  ignorando aquel dicho las armas las carga el diablo. Roza el gatillo con su dedo índice y ejerce un poco de presión, el martillo se levanta y en aquel tambor de hoyos cilíndricos supuestamente vacíos, descansaban incrustados, casquillos de balas, esperando inmolarse contra algo o alguien.

El rugido de un trueno irrumpe en la habitación. El humo y un silencio sepulcral sobrevuelan por unos segundos el ambiente, hasta que el grito rotundo de un - Nooo!! -, sale de la boca de Lucho, que deja caer el arma sobre el piso de madera y se toma la cabeza con las manos desbordando de una locura incontrolable. Nuestras caras de incomprensión, de no saber qué pasó, toman razón, cuando vemos desplomarse a Germán en el suelo. Queda expuesto boca arriba, y por su espalda asoma un río de sangre que inunda parte de la habitación. Diego es el que está más cerca de él, se agacha y lo toma de sus manos. Levanta suavemente su cabeza y coloca un buzo que traía en su espalda. Ve en Germán esos ojos llorosos de miedo a la muerte que se acerca. Y aunque realiza intentos inútiles por aferrarse a la vidaexhala sus últimas bocanadas de aliento hasta permanecer inmóvil. Los gritos y corridas nos asaltan. Más de uno queda perplejo, sentado en el piso, tomándose las rodillas flexionadas, mientras que los más avispados piden a gritos ayuda para que llamen a alguien que nos pueda socorrer.

La mamá de Huguito viene corriendo hasta la habitación y ante semejante escenario, comienza a gritar y vociferar un insulto tras otro, preguntando ¿Qué pasó? ¿Qué hicieron?, pero ante nuestra falta de reacción, va con desesperación hasta el living y rápidamente, toma el teléfono, llama entre llantos al hospital para que manden una ambulancia. 

La espera es espantosa, somos tan jóvenes y tan inexpertos con la muerte, que no sabemos ni que sentir. Miedo, tristeza, sorpresa, todo es un total desconsuelo. El olor al hierro de la sangre es nauseabundo y parece impregnarse en nuestra ropa y hasta es posible saborearlo entre los dientes.

Transcurridos unos minutos, que parecen horas, llegan los paramédicos e intentan reanimarlo pero es demasiado tarde para él y para todos nosotros. La policía se hace presente y es muy difícil esbozar palabras. Consternados por tal desgracia, se suma la imagen perturbadora, de ver como se llevan a Lucho esposado en completo estado de shock. Una vez sentado en la parte trasera del patrullero nos mira, despidiéndose de aquellos niños inocentes que no volverán a serlo nunca más.

A medida que pasan los minutos todo empeora, el ambiente es denso, los curiosos se instalan fuera de la casa y solo queremos que sea un mal sueño pero no lo es. Las imágenes de lo sucedido me invaden a cada momento, estoy aturdido y no puedo parar de pensar como se pudo haber evitado aquello. Como le explicamos a la madre de Germán que solo estábamos jugando, que fue un accidente, que ahora no podrá hablar con su hijo nunca más, que no podrá acariciarlo, que deberá continuar su camino sin él. De solo pensarlo me tiemblan las manos y un sudor helado me recorre la espalda.

Vuelvo a mi casa hecho un despojo. Luego de contarle a mis viejos, que quedan consternados ante semejante desgracia, voy a mi cuarto, abrazo la almohada y rompo en un llanto desconsolado. Ese día, posiblemente fue el más largo de mi vida y dejó una marca imborrable que cambió para siempre nuestros caminos. Dejamos de ser jóvenes, de reírnos por cualquier cosa, de juntarnos para hacer travesuras, de ver la vida tan positiva. Nuestra "barra", ese grupo de amigos incondicionales se disolvió luego de aquel episodio tan desgraciado. Como si quisiéramos escapar del pasado o de las personas que nos lo recordaban. Intentando reconstruir nuevos caminos lo más alejado posible de aquel quiebre en nuestras vidas. 

Seguramente ese hubiese sido uno de los posibles futuros. O quizá la bala no salía disparada, o Germán solo recibía una herida y se recuperaba en el hospital. Pero por suerte o por azar, el futuro que nos tocó, fue en el que Lucho pudo darse cuenta a tiempo, de que el tambor estaba repleto de balas y lentamente quito su dedo del gatillo, sintiendo el alivio, y a su vez el estupor de solo pensar, a todo lo que nos habría tocado enfrentarnos. 

La verdad es que nunca tomamos conciencia en ese momento, de lo que pudo haber pasado. Como sucede con todas nuestras acciones, no podemos simular y diseñar todo ese abanico de posibilidad, solo las dejamos ir sin darle mucha importancia. 

Algunas veces cuando logramos reunirnos todos, un poco más viejos, un poco más gordos, con hijos y esposas. En esas charlas extensas de sobremesa donde recordamos sistemáticamente las mismas anécdotas, en esos viajes al pasado. Lucho suele contarnos aquella donde casi lo matamos a Germán, y por dentro un sentimiento nostálgico me impide sonreír, porque sé que, en otro futuro paralelo al mío, me encuentro sentado frente a una mesa comiendo solo, rodeado de sillas vacías y deseando que mi mejor amigo se dé cuenta a tiempo, que esa arma que empuña en su mano está por arruinarnos la vida.

sábado, 6 de julio de 2019

Cuando se apaga la luz


Como en la mayoría de los días laborables, llegué a casa, después de recoger a mis hijos en lo de mi suegra. Preparo la mamadera y nos vamos con Mateo, el más pequeño que tiene tres años, a dormir una plácida siesta juntos en la cama grande. 

Cuando termina su colación nos acurrucamos para contrarrestar lo frío de aquellas sabanas heladas. Nos miramos y él me susurra en su lenguaje codificado —mamá me dite buena notes—. Por lo que se me ocurre invocar una frase, que solía decir mi madre cuando me disponía a dormir después de rezar, —que sueñes con los angelitos— le digo. En ese instante veo en su rostro una exclamación de incertidumbre y ante semejante exclamación no se me ocurre mejor idea, que intentar explicarle que los ángeles nos cuidan por las noches cuando dormimos. Y su cara de incertidumbre paso a un concreto rostro de terror. Pude descifrar, que al no comprender el aspecto que tienen los ángeles, se imaginó que en uno de los lados de su cama, un hombre o un espectro, estaría parado con cara de monstruo, esperando a que se durmiera para arrebatarle el aliento o vaya a saber para qué. Y en ese instante, tomé consciencia del error involuntario que había cometido.

Cuando le comento a su madre tal episodio, me alega que días atrás, cuando cayó la noche, volvió aterrorizado a contarle que había un "mostioen la habitación de papá. Por lo que tuvo que acompañarlo y encender la luz para mostrarle que solo eran los disfraces apilados de mi hija y un gorro con flecos sobre el perchero, que daba un aspecto siniestro para esa mente fácilmente engañable y perturbada por semejante aparición . 

Otro comportamiento que se ha vuelto reincidente, es aparecer en nuestro cuarto durante las noches, acusando tener miedo y reclamando un lugar en nuestra cama, aprovechándose de nuestra pereza y la debilidad de no soportar verlo sufrir. Primero se para en la puerta de la habitación, como un leopardo visualizando algunas cebras, estudia el panorama, junta fuerzas para ir agazapado entre las sombras de la noche que lo atemorizan, pero sabe que a sus espaldas los espera un abismo de sueños retorcidos y ve en esa oscuridad hostil, la única luz de esperanza.

Recordé en ese instante, que eso ya lo viví muchos años atrás en carne propia. Cuando caía la noche todo parecía estar bien hasta la hora de apagar la luz. La claridad de la luna ingresaba por la ventana dejando un escenario aterrador, cubriendo todo de formas fantasmales que eran proyectadas por la ropa sobre las sillas, y la sombra que formaban las ramas de los arboles frente a la habitación. Pero lo que más hacía volar la imaginación, era la puerta entreabierta del placard. Solía abrumarme pensando que en cualquier momento, una silueta con ojos negros color azabache, emergerían de esa oscuridad siniestra, para helarme la sangre y paralizarme el corazón. 

Prendía la luz para hacer un chequeo completo de la habitación, revisaba debajo de la cama, acomodaba la ropa sobre la silla y cerraba la puerta del placard. Volvía a mi cama y luego de apagar la luz, me tapaba hasta la cabeza, procurando dormir abrazado junto a un oso bastante desmejorado que me acompaño por aquellos tiempos. 

Si todo eso no funcionaba - como en el 80% de la veces -  le pedía a mi hermana si podía dejar la luz encendida y si ella accedía, muy sigilosamente cerraba la puerta que que daba a la habitación de mis padres, ponía un trapo sobre el velador para apaciguar la intensidad del resplandor y de esa forma lograba conseguir la seguridad necesaria para conciliar el sueño. Siempre y cuando, no me invadía alguna pesadilla, de las qué al despertar, sentís el alivio y la felicidad, de que toda esa realidad espantosa desaparece con el solo hecho de abrir los ojos.

A los seis o siete años cuando me operaron de amígdalas, mi madre me dijo la noche anterior a la cirugía, que no tendría más miedo y que las pesadillas cesarían para siempre. Sin cuestionar mucho aquella revelación, deje flotando esa idea sin tomarla muy en serio. Lo ilógico de todo esto fue que misteriosamente sucedió así. Como si me hubiesen cambiado el rostro, similar a un agente secreto, ahora poseía otra identidad y lo fantástico de eso es que los monstruos que me asechaban durante las noches, no me podían reconocer. Con tal desorientación, tuvieron que permanecer ocultos en el exilio de las sombras, y no regresaron jamás.

El problema ahora, era lograr entender porque Mateo había heredado los mismos temores. Aquellos que yo solía tener de niño. 

No fue, sino hasta cruzarme con un viejo amigo de mi infancia, que mientras hablamos enérgicamente, desempolvando aventuras juntos, le muestro desde el celular una foto de mi familia y me dice -negro, es igual a vos cuando eras pibe- y ahí supe donde radicaba el problema. Sabía que no era su culpa, ni que todo aquello era producto de su imaginación. Sino que, por el mundo de los espectros nocturnos, se ha corrido la bolilla, de que el niño miedoso que había desaparecido hace muchos años atrás, estaba de vuelta, con un aspecto muy similar, pero en un nuevo vecindario. Y un manto de culpa me abordo por completo, porque en el fondo sabía, por más que me pese, que no venían por él. 

Por eso desde hoy, una luz tenue se mantiene encendida en el pasillo que da a las habitaciones de casa, por simple precaución. Sé que Mateo podrá dormir seguro, porque en efecto los monstruos no existen, al menos, no debajo de la cama y el placard, porque ahí, acabo de fijarme yo.


sábado, 29 de junio de 2019

Ante la derrota



El pitazo final suena, y como el hachazo de un verdugo, dejamos caer la cabeza sobre los hombros vencidos, la mirada fija sobre el pasto verde, aguantando las lagrimas para no mostrar debilidad ante el rival, para que no vean las grietas sangrar por dentro, tratando de encontrar una explicación de como llegamos a tal punto.
¡Por que a mí! ¡Porque a nosotros!, otra vez más tenemos que lidiar con la desdicha de sentir, que la victoria se escapo apenas por un pelito, que nos quitaron la ilusión de las manos. 

Por el otro lado están ellos. Festejando su hazaña. Gritando, delirando de alegría y abrazándose, casi nos parece una burla. No estoy diciendo que lo sea, solo que la susceptibilidad puede alterar nuestra percepción de la realidad. La hinchada esta enmudecida y mira indignada aquel pequeño grupo de inadaptados festejar con locura. Ellos con su fiesta, van coreando el nombre de su club y tienen el tupe de dar lo que parece ser una vuelta olímpica en nuestra cancha, en nuestras propias narices vemos como una vez más se escapa un campeonato. Ojo, ellos están en todo su derecho, pero estamos tan tristes que nos parecen mal hasta lo correcto, es que a veces no se puede pedir que tengamos pensamientos íntegros cuando no se encuentra consuelo por ningún lado. Solo queda intentar borrar esa foto final de todos ellos amontonados, abrazados a la copa y pedirle al cuerpo que haga el esfuerzo de empujar esta bolsa de huesos y mantenga los órganos en funcionamiento hasta que termine del día.-

La mente empieza a enfriarse y el análisis es inminente, el partido se nos proyecta como una película, situando la lupa sobre una secuencia de jugadas, tratando de buscar explicaciones y culpables. ¡Como no pedimos penal cuando tuvimos la oportunidad!.. capaz lo empatábamos y en el alargue se daba el milagro. Si, hubiese estado complicado ganarlo, teníamos uno menos por esa roja injusta. Va injusta. Injusta para nosotros porque nos quitaron uno, pero al pobre pibe de ellos le bajaron el comedor de semejante trompada. Y bue, cosas de finales, le tiraban viento para despertarlo.. pero ni el huracán Catrina lo volvía en sí. Y si no fuera por esa pelota que se le cae al turco, justo le tocan la mano cuando va a apoyar y hace knock on.. pero que le vamos a decir pobre. Demasiado tiene que lidiar el mismo con la macana que se mando. Pero ahora ya está, no hay nada que se pueda cambiar para revivir al muerto. Para colmo de males, tenemos que padecer el tercer tiempo con estos, nuestros rivales de toda la vida, los de la camiseta blanca y negra.

Y si todo terminara ahí seria un negocio redondo, pero la realidad se sabe que no es así. El problema es que el tormento te persigue como una sombra, cada vez que apoyas la cabeza sobre la almohada, vuelven esas imágenes perturbadoras, vos tratando de guardarla en vez de pasarla, o intentando tacklear ese win que se te escapo por la punta, de patear mejor esa pelota, no justo al medio regalando ese contraataque aniquilador. De recordar una y otra vez los errores con el llanto silencioso de los hombres que no lloran.

Es por eso que, me tomo el tiempo de conmemorar el sabor amargo que deja el verse derrotado, incluso después de haber salido campeón dos años seguidos, y luego de grandes actuaciones a lo que va del año. Porque cuando suene el pitazo inicial, y estén solos en la cancha, si nos gana el cansancio y nos pesan las piernas, es bueno recordar que no hay cosa mas triste que verse abatidos por la impotencia de no poder volver el tiempo atrás y corregir esos errores, esos que el cansancio dejan expuestos en carne viva. Ahora que recordamos que se siente cuando las rodillas tocan el piso, y las manos cubren las caras de dolor, podemos quedarnos tranquilos, que solo cabera una posibilidad, la de dejar el cuerpo, la piel y el corazón.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...