No se juega con la comida


Tan sólo Dios y la muerte rompen con una amistad

 

Julián despertó, y le fue imposible volver a conciliar el sueño. El sol seguía oculto, pero las paredes ya rezongaban por el agua hirviendo que recorría viejas cañerías. Tras dejar su peluche sobre la cama fue hacia el comedor, se paró sobre una silla, y estiró el brazo arriba de la heladera para robarse las últimas rodajas de pan con chicharrón de cerdo: especialidad de su mamá.

Se calzó sus bombachas de gaucho, zapatillas con abrojos, se abrigó, y salió a la galería. Los ganchos de acero ondeaban sobre el alambre del tendedero, y sobre una mesa de madera, varios cuchillos y una chaira relucían impacientes por la carneada.

Después, miró hacia el patio y recorrió el escenario: la cadena rodeando el tronco, enganchado el aparejo y las sogas gruesas, el carretón, el balde, y un par de perros —Barbucho y Cachafáz— echados sobre la hojarasca.

Tras media hora, la peonada se acercó a dar una mano. Prendieron fuego bajo el caldero de hierro lleno de agua; y a un costado entre las brasas, una pava cubierta de hollín dio rienda suelta a unos amargos. Otros, guitarra en mano, prefirieron milonguear al calor de la ginebra.

Julián nunca imaginó este final para la chancha. Como si en algún punto, el cariño que él sentía por el animal lo convenció de que el destino de Pancha —así la llamaba— fuera a torcerse.

Su amistad se había escrito hace tiempo, cuando Pancha medía apenas lo que mide un cuis: en la paridera donde había nacido se pasó la noche apretada contras las ancas de su madre. Después de eso le costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a una teta libre donde mamar. El papá de Julián —paisano instruido en estos temas—, apartó a Pancha de los demás lechones, y Julián con un biberón de leche tibia la alimentaba mientras le acariciaba la franja negra que le cruzaba en la blancura del lomo.

   

—Ay mijo… quién lo manda a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo —. Se lamentó su papá la noche anterior tras arroparlo.

Y, algo de razón tenían esas palabras: la chancha no era de ellos, sino del patrón. Aunque era innegable que la Pancha era como los perros que reconocen a un solo dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián y disfrutaba pasearlo a lomo por la ensenada de los caballos prendido como una liendre. Así de mansita era.

Julián trepó las ramas de un paraíso hasta llegar a la copa, desde ahí la espiaba. Los peones venían de a pie arreando a la Pancha por el bajo. Una soga le cinchaba el cogote, y tranqueaba con capricho arrastrando su gordura. Y, cada tanto, se detenía a relucir sus mañas; pero con gritos y revoleos de poncho la peonada conseguía que dé unos cuantos pasos más, y volvía a detenerse. Julián quería silbarle para… no sabía en verdad para qué. De lo que sí estaba seguro es que al oír ese silbido la estaría guiando a la muerte, entonces prefirió el silencio.

Cuando lograron traerla, una manea se le enroscó entre las patas traseras como una yarará. Los peones se aferraron a la soga, y la izaron a la cuenta de tres. Los gritos de Pancha retumbaron en cada esquina, y la garganta de Julián fue un remolino de dolor.    

Un paisano se arrimó al animal. El trinar de gorriones se amansó y los perros levantaron las orejas presintiendo una desgracia. Parado frente a Pancha, el paisano desenvainó el facón sin voltear la mirada… para no encontrarse con ese par de ojos nuevos, los de su hijo, que con desprecio observaban desde arriba el ritual. Apoyó su rodilla en la tierra, hizo una pausa sin tiempo. Era baquiano pal’ cuchillo, lo había hecho mil veces: sabía que tenía que aprietar el puño con juerza y entrar por el cogote abriendo la carne hasta atravesar el corazón.

 

La Pancha lo miró, no pestañeaba. Quién sabe que sentiría. ¿Se daría cuenta de que aquel hombre que le salvó la vida, ahora juntaba coraje para hundirle el acero? Pero él no permitió que la duda y los recuerdos lo ablanden: de una estocada certera libró los gritos del animal, y Julián se cubrió la cara queriendo atajar las lágrimas. 

La sangre cayó de a chorros. Barbucho, en un intento trunco por meter su hocico, recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó a colocar el balde para juntar la sangre:

—¡Vamos a tener buena morcilla negra! —gritó, mientras revolvía.

El verdugo no respondió, y se apartó dejando caer el cuchillo ensangrentado. Del bolsillo de la camisa sacó un negro, y lo fue fumando con pitadas largas, como si en ese acto se fuese a limpiar su conciencia.

Tras los últimos espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo y la fueron recostando lentamente hasta dejarla postrada, con la mirada ceca.

Desde la casa se oyó un grito:

—¡¡¡A cambiarse, Juli que se te hace tarde para ir a la escuela!!!

Julián se barrió las lágrimas con el revés de su manga, bajó del árbol, y se fue sin mirar atrás.

La madre le ayudó con el guardapolvo, y mientras lo peinaba buscó quitarle lo apichonado: 

—Andá al cole que tus amigos te van a hacer olvidar lo de Pancha. Mirá, te aseguro que el día va a pasar en un pestañeo, y cuando menos lo pienses vas a estar con nosotros en la estancia. 

Ella prometió esperarlo con una buena taza de mate cocido caliente y rodajas de pan con chicharrón casero: chicharrón de cerdo calientito, recién hecho.

Las dos miradas



No me llamó ni Martincito, ni Tincho, ni Toto como cuando era bebé... sino, Martín. Y esto que parece no significar mucho, me señala alguna cagada mía que salió a la luz, y debo preparar una buena explicación si quiero seguir usando la compu o el celu por lo que queda del mes. Para colmo, ahora no recuerdo alguna macana reciente, y la última vez que me llamó así, Martín, fue hace unos meses atrás, cuando en el campito de la esquina le di ese puntinazo a la pelota de Mingo.

Me acuerdo como si fuera hoy, un viento asqueroso ese día, impresionante. No quiero exagerar, pero parecían minitornados remolineando en el poco pasto reseco que quedaba en la canchita, mejor dicho, en el terreno baldío del viejo Corbalán. 

Yo le había explicado a mamá que no era mi culpa, la culpa la tuvo El Nutria. —Así le decíamos a Rubén, por los dientes—. Él empezó con las cargadas. Me boludeaba sabiendo que yo había errado un penal muy parecido el día anterior: de esos penales imposibles de errar. No es que yo sea Messi pateando penales, sino, porque el arquero era el Rulo: algo así como parar un matafuego en el medio del arco. Pero aquella vez justo la agarré mordida, y me salió una masita: se le podía contar los gajos mientras rodaba ese esférico por el suelo. Esférico… ya estoy hablando como el viejo Corbalán. 

Y como esa tarde —la tarde de la cagada— Mingo avisó que tenía que irse, y además era el dueño de la pelota, les gritó desde el fondo:

—¡¡¡El que mete el gol, gana!!!

Y apenas terminó de decirlo, Tico saca desde la izquierda un lateral que termina en los pies de Marito, este avanza varios metros casi llegando al área de ellos, sacude un centro a la manchancha —a media altura—, y encuentra la mano del patadura de Javito que defendía para ellos. Flor de quilombo se armó: que era mano contra el cuerpo, que estaba afuera del área, que rozar no es lo mismo que tocarla, y que se yo cuantas quejas más de parte de ellos; pero Mingo cobró penal y se la tuvieron que morfar. 

Esta vez no atajaba Rulo, sino El Nutria, que andaba con el chiste fácil.  

—¿Te sacate las pantuflas de ayer? —me decía, junto a otras pavadas que ni me acuerdo. Me brotó la calentura desde el cuello de sólo escucharlo. Las orejas me hervían y lo miré con bronca, mejor dicho, con odio lo miré. El viento me empujaba por la espalda, animándome a que vaya a cagarlo a piñas, pero preferí enfocarme en el arco de madera. Lo miré y lo vi mal parado, recostado un poco sobre la izquierda y la tierra en el aire le obligaba a entrecerrar los ojos. Acomodé la pelota, tomé los cinco pasos de distancia que siempre acostumbraba a tomar para patear penales, y empecé la carrera con los dientes y los puños apretados. Le sacudí un zurdazo de lleno con la punta del botín: salió un balinazo que se metió justo donde tejen las arañas. El Nutria ni la vio. 

Cuando ya desataba mi festejo con sabor a revancha, la sonrisa se me fue borrando al ver que la trayectoria de la pelota copiaba en el aire la forma de una banana. Por más que hice fuerza con los ojos, con la cabeza, con todo el cuerpo intentando desviarla, fue directo a la ventana del viejo Corbalán. Los muchachos acompañaron a coro con un, ¡¡¡uuuhhh!!! 

Por suerte no rompí ningún vidrio. Aunque fue una suerte a medias, porque paso algo peor: la pelota entró silbando por la ventana que estaba abierta de par en par, porque justo ese día de mierda al viejo se le habría ocurrido ventilar la casa o vaya a saber por qué la dejó así; pero con tanta mala suerte, que fue a dar en el jarrón de Estercita —así le decía él—. Y no le decía así porque el jarrón fuese de su esposa, sino porque era un regalo traído del extranjero y en su interior descansaban las cenizas de doña Ester, que terminaron esparciéndose vaya a saber por dónde con semejante ventarrón. Nosotros, al escuchar el estallido de algo romperse en mil pedazos, nos tomamos el raje, como cuando rompíamos el foco del alumbrado público a gomerazos, o cuando Catalina nos descubría robando mandarinas colgados del tapial. El único que quedó parado en medio de la cancha fue Mingo, que no quería perder su pelota por nada del mundo.

—Dejala Mingo, otro día venimos a buscarla —le dije para que mi acto cobarde no me cargue de tanta culpa—. Vamos antes de que salga el viejo.

Uno lo piensa ahora en frío y dice: —¿Cómo lo pudimos dejar solo a Mingo? —, pero que se le va a hacer... si la pelota ya estaba en las últimas. No era una tango plastificada de las nuevas, se parecía más a un huevo de gajos deshilachados, que entre las costuras ya asomaba la goma naranja de la cámara.

Lo que no pude saber en ese momento fue que, Mingo en esas ganas ciegas por querer recuperarla, hizo lo que cualquier chico de once años habría hecho en su lugar: me entregó al mejor estilo Judas, después que el viejo Corbalán volvió del almacén y lo encontró hurgando en su casa. Tras notar lo sucedido con el jarrón, no le quedó más remedio que mandarnos al frente para limpiar su nombre.

A la hora, más o menos, sentí que golpeaban la puerta. El grito me llegó como una cacheda. Era un grito parecido al que acabo de escuchar recién, con el mismo tono. —¡¡¡Martiiin!!! —pero sonaba más a una "e" —¡¡¡Marteeen!!! —Y tuve que salir de mi pieza con las manos detrás de la espalda, como esperando recibir la tarjeta roja. 

Recuerdo que llegué a la puerta, y lo vi al viejo Corbalán parado y con una mirada que conocía; parecida a la que debí haber traído el día anterior, esa después de errar el penal imposible. Una mirada apagada, y reconocí su angustia. No estaba ahí para reclamar un jarrón nuevo, ni mucho menos, las cenizas de su esposa. Solo se apareció para decirme sin palabras, que había roto algo mucho más delicado, personal e irreparable. A mostrarme como mi descuido desapareció de un plumazo y para siempre, el objeto que lo unía a su esposa. Ese que, de alguna forma, mantenía su presencia en esa casa o tal vez en su cabeza, y no supe como retrucarlo. Porque si me hubiese culpado apenas me tuvo enfrente, con el enojo razonable después de mi error, hubiera podido desviar la acusación: echarle la culpa al viento, o al Nutria, o que la pelota era ovalada. Pero ante ese silencio que no esperaba, ante ese gesto vacío no podía hacer nada más que quedarme parado mirando algo que no había visto hasta ese día: ver un hombre mayor llorar con lágrimas de chico, mientras me mostraba los pedazos del jarrón que traía en sus manos huesudas. Y así, sin decirme ni una sola palabra, dio media vuelta y se fue caminando.


La Mecedora


Úrsula había muerto hace casi dos años por un cáncer que la consumió súbitamente. Su casa con rejas antiguas y paredes cubiertas con enredaderas seguía manteniendo su esencia: las rosas del jardín denotaban un cuidado singular aun cuando Saúl, su marido, rara vez recordaba regarlas. El perfume de su piel seguía impregnado en las sábanas y en la ropa aún seguía guardada en el placard.

Los recuerdos de un pasado no tan lejano se conservaban intactos. Como el cuadro de marco labrado, que colgaba en una de las paredes del living encima del hogar, y donde Úrsula se había hecho retratar por Delia Lomaglio, una pintora gitana muy poco conocida. En aquella pintura se la observaba en su vieja silla: una mecedora de madera que Úrsula usaba a menudo, y que en el ocaso de sus días la mantuvo postrada. Se sentaba por horas enfrente del ventanal que daba al patio, algunas veces inmersa en la lectura, y otras, observaba el jardín de rosas mientras acariciaba a su gato negro que se le subía a la falda y ronroneaba por horas. Ese cuadro desbordaba tanto realismo que, al caminar frente a él, daba la impresión de que Úrsula los seguía con una mirada.

En su juventud, Saúl fue un hombre muy apuesto, y ella era del tipo de mujer que no permiten que el marido acuda solo a una reunión donde haya otra presencia femenina. Se rumoreaba que Úrsula era capaz de intimidar a quien sea, cuando se veía amenazada por la belleza de otra mujer. Historias que al escucharlas, no parecían ciertas.

Del fruto de ese matrimonio concibieron a tres hijos, y con ello siete hermosos nietos que los visitaban cada fin de semana. A los pequeños les encantaba corretear por toda la casa, subiendo y bajando escaleras, pero una sola cosa tenía terminantemente prohibido: jugar con la silla mecedora de su abuela: esto a Úrsula le cambiaba el humor.

 

Luego de transitar su duelo, Saúl empezó a tener charlas cada vez más frecuentes con Luisa —la vecina que vivía en el edificio de enfrente—. Al igual que él, era viuda. Primero conversaban desde veredas opuestas, y cuando Saúl se dio cuenta que esa compañía le quitaba peso a la amargura, una vez a la semana iba al edificio de Luisa a tomar el té.

Saúl pensó que no era mala idea darse una oportunidad de rehacer su vida. Una tardecita de despedidas con besos en la mejilla, él tomó coraje y la invitó a cenar a su casa un domingo, a lo que Luisa aceptó con gusto. 

Llegó ese día, y ella golpeó a su puerta. Saúl ni se había bañado, y no porque no tuviese interés por aquella cena, sino porque sus hijos lo visitaron sin aviso y se quedaron hasta tarde, aprovechando el día veraniego. Él no quiso insinuarles que se vayan, por miedo a levantar sospechas y por desconfiar que la noticia no fuera bien recibida en la familia.

Tras expresarle a Luisa unas justificadas disculpas, la hizo pasar y le pidió que lo aguarde un instante, mientras él se duchaba rápido. Ella se quedó en el comedor observando el buen gusto de Úrsula por los muebles de roble, las bandejas de plata, la alfombra persa ubicada en el living y la elegancia de los candelabros de cristal que colgaban del techo iluminando la sala. Se acercó al ventanal y observó los rosales del jardín, y también descubrió en una esquina la silla de la que Saúl le había comentado alguna vez. Tentada por la curiosidad, su reacción fue la que cualquier persona tendría ante un objeto tan poco común. Aprovechando que nadie la observaba se sentó con delicadeza y se apoyó sobre el respaldar para mecerse. 

Saúl cerró las dos canillas y cuando el agua dejó de caer, lo sorprendió un grito de espanto. Sin dudarlo entreabrió la puerta del baño y preguntó algo asustado:

—¿Luisa, te encuentras bien? —, pero no obtuvo respuestas. Se tapó con la toalla y bajó la escalera con cuidado.

Al llegar al comedor vio a Luisa sentada en la silla de Úrsula. 

—¡Luisa, Luisa! —repitió nuevamente, pero a ella no se le movió un músculo.

Saúl se acercó despacio, el corazón parecía salírsele del pecho, y cuando alcanzó a verle la cara, se tapó la boca con las manos. Luisa tenía una expresión de horror: la piel descolorida y los labios arrugados; las manos quedaron tiesas ante un gesto espantoso como si se atajara de vaya a saber qué.

 

La ambulancia solo llegó para confirmar lo que era obvio, Luisa había fallecido de un paro cardíaco, y nada se podía hacer.

Retiraron el cuerpo, y Saúl se quedó solo. No quiso llamar a sus hijos para no preocuparlos y, además, no era su intención contarles que hacía con una mujer en su casa. ¿Qué fue lo que pudo desencadenar esa muerte?, nada tenía sentido. Recorrió con la mirada una vez más el comedor y apagó las luces. Subió las escaleras, y el eco de sus pasos se mezcló con el crujir de la madera. Giró la cabeza y miró hacia el ventanal que se iluminaba con el resplandor de la luna, y un escalofrío le recorrió la espalda cuando, después de saltar sobre la mecedora, el gato negro de Úrsula comenzó a ronronear.


El Asado no es una comida.



El asado viene impreso en nuestro ADN, o cómo se imaginan que habrá hecho aquel hombre primitivo tras descubrir las facultades que brinda ese elemento tan noble como lo es el fuego. No cabe duda de que su segundo paso, habrá sido cazar un mamut o una perdiz prehistórica para asarla al calor de las llamas y festejar esa proeza con sus seres queridos.

Tomándolo únicamente desde una perspectiva culinaria, diría que no es una receta que demande una amplia cantidad de ingredientes, o se deba efectuar algún artilugio para que se cocine en su punto exacto. Claramente, su preparación podría abordarse en tan solo un par de líneas, similares a las que ocuparía la elaboración de un peceto al horno o una tortilla de papas. Sería una comida más del montón, y quizá se mezclaría en alguno de los cajones donde guardamos las demás recetas de Doña Petrona de Gandulfo, que nunca preparamos. 

Un digno competidor por un espacio en la mesa de los domingos podría ser la pasta, cuya elaboración es un acto solitario, casi invisible. En mesas enharinadas, donde en la mayoría de los hogares el espacio suele ser un impedimento para el cortejo de los invitados, por eso se prepara antes. Mientras que, en el asado, hasta el que no hace nada es una pieza importante. A tal punto, que podría verse como un eslabón indispensable para iniciar el ritual. Pues encender el fuego sin comensales presentes se asemeja a conseguir un logro, una meta importante y no tener con quien compartirla. Sin olvidar que puede derivar en frases como: "No sé para qué les digo a qué hora venir, si vienen cuando se les da la gana" o " esto no es un restaurante para que lleguen a la hora de comer". Porque el asado comienza mucho antes. Mucho antes incluso de sazonar la carne. Arranca apenas con el primer mate —no por casualidad estos elementos deben de compartir algún parentesco por los sentimientos que despiertan—. Sí, no quiero sonar desmesurado, pero desde bien temprano se inician las primeras charlas, nada profundas. Esas, que logran una interacción mientras se acomoda la leña y se prepara el escenario donde llevar a cabo el espectáculo. Por eso la importancia de la picada previa y el aperitivo. Porque de cierta manera obligan a que el desembarco se precipite mucho antes del horario en que el festín culinario se lleva a cabo.   

Si pretendiésemos un análisis más sensorial, en principio se lo podría realizar con los ojos cerrados, y no me refiero con esta expresión a que es algo que podría cumplirse con facilidad, sino cerrar los ojos y percibir los factores que lo presentan como un menú diferente y lo convierten en un ritual placentero donde comulgan todos los sentidos. Basta escuchar el chirrido de la madera o el carbón en ese acto tan maravilloso de la combustión, ese que se entremezcla con los rumores del ambiente y con el aire en movimiento. O el aroma que desprende la grasa al fundirse; ni hablar del sabor de la carne ahumada cuanto su textura crujiente acaricia el paladar.  

El verdadero asado es sentimiento en estado puro. Desde el instante que el niño arroja pequeñas ramas o los primeros bollos de diario o disfruta el chisporroteo de la sal. Es como estar enseñándole a escribir su nombre, a pasar una pelota o decir buenos días. Un aprendizaje que lo escoltará por siempre. Donde se permitirá mediante este instrumento tan loable, crear un contexto fértil donde sembrar recuerdos que trasciendan el paso del tiempo. Y al igual que el índice de un libro, podrá ser consultado cuando gran parte del contenido se haya mezclado en la inmensidad de los acontecimientos. 

"Te acordás aquel asado en lo de Juan, cuando me contaste que conociste a Clara... ¡Quién iba imaginar que terminarías casado y con cuatro pibes!" 

"¿En qué asado era, cuando Mariana se re-mamó y se puso a llorar porque se le había dado por querernos a todos?". 

Y sí, no cabe dudas que el asado es motivo de reunión, de confesiones y festejos. Pero también se amolda a los otros días, aquellos cuando la sonrisa es un gesto mezquino. Puesto que ayuda a digerir tragos amargos y porque no, a cambiar el curso de malas elecciones. Porque después de cruzar los cubiertos y dar comienzo a la sobremesa, todo puede pasar en ese himno que no es exclusividad de este banquete, sino una reacción propia del agasajo, de compartir un momento íntimo después de cualquier degustación. 

El asado no es sólo una comida, es la excusa para que un día se considere completo. No es por el aplauso para el asador, ni por ostentar como se cuece la carne a punto. Es reencontrarse con la gente que uno quiere. Por eso, cuando te inviten a comer en alguna pizzería, restaurante o incluso una parrilla, sentí en tus hombros la responsabilidad de continuar con el legado que se nos confió miles de años atrás. Y deciles con voz firme ¡mejor hagamos un asado!, yo pongo la casa. Vengan todos a comer. 

Marcelo Villafañe


Volver a ninguna parte



Laura llegó hasta la puerta de la habitación donde su marido permanecía internado, pero no entró. De su bolso sacó un espejo, se acomodó el pelo y se pintó los labios. ¿La reconocería después de tanto tiempo? ¿Sería capaz de entenderla? La noticia la había tomado por sorpresa. Esa ínfima posibilidad de que ocurra ese despertar, y esta vez ocurrió. No sabía cómo reaccionar. Nunca imaginó que esto sucedería, ¿Un hombre en coma por diez años podría despertar del letargo? Se reprochaba cuando algún pensamiento egoísta le aturdía la mente, esos pensamientos que no se comparten por miedo al qué dirán. 

 

Siete años dedicados a él: visitándolo cada día después del accidente. Peinándolo y recortándole la barba, aseándole la piel marchita, ejercitando esos brazos y piernas casi sin vida. Siempre renovando la esperanza al detectar un reflejo, un tenue parpadeo o al menos, un cambio de ritmo en su respiración. Una señal que compensara tanto sacrificio. Pero solo se sucedían los días, uno encima de otro, casi calcados con el mismo lápiz.

Era de esperarse que tarde o temprano el amor se confunda con compasión. ¿Qué más podría hacer Laura? Sí había dejado la piel por cuidarlo. Incluso se había abandonado ella misma: despeinada, ojerosa, desalineada, vistiendo los mismos trapos. Los médicos que le remarcaban que él no volvería, y si por esas remotas casualidades despertaba, no volvería a ser la misma persona. Que no debía alimentar falsas ilusiones, que solo era un cuerpo, un envase, ¡rehaga su vida, esto no tiene vuelta atrás! y al estar tan seguros, ella finalmente cedió. Lo dejó ir.

Del otro lado de la puerta, en aquella habitación del sanatorio, Juan sufría las consecuencias de su quietud. Cuando milagrosamente abrió los ojos, de inmediato dejó de soñarla. Despertó con el anhelo deseoso de cruzarse con su mirada, pero en su lugar, una señora mayor de lentes oscuros y rodete canoso permanecía sentada a un costado, entrelazando puntos al crochet. Gran sorpresa se llevó esa mujer cuando lo vio reaccionar; cuando escuchó el sonido rasposo de una voz oxidada.

Él no sabía por qué no se encontraba en su casa, y la preocupación se coló por los huesos cuando, sin éxito, quiso enderezar su cuerpo lánguido. No conforme con ese fracaso, se concentró en enviar impulsos a cada extremidad para asegurarse de que todo esté en su lugar, y disfrutó de ese pequeño logro, aunque sus músculos carecían del hábito para mantenerlo erguido. Respiró hondo, observó detenidamente el escenario: los aparatos y cables que lo invadían, la cama, el olor inconfundible, y supo con certeza donde se hallaba. 

¿Y Laura? Desconocía que ella se encontraba en su casa a tan solo cinco cuadras, donde juntos bocetaron una vida: con hijos, perros y portarretratos familiares con gente sonriendo.

Le costaba tranquilizarse, la ansiedad le estrujaba las tripas, y la única voz que necesitaba oír era la de Laura.

 

Se consumía la tarde cuando ella abrió la puerta y se asomó, disimulando cierta incomodidad. Dio varios pasos hasta situarse al costado de la cama y le dio un beso en la mejilla. Juan la observó y le costó reconocerla. Diez años ausente no son tantos, pero él no lo sabía. La notó rara… distante. Un cambio que a simple vista no lograba precisar. Supuso, que sería un efecto adverso por tanta medicación y le restó importancia.

De inmediato ella improvisó una suerte de síntesis de todo el tiempo perdido. Su voz de a ratos temblorosa, fluía en un torrente sin pausas, como si cada palabra la eximiera de contar su secreto, y habló por horas: de los amigos, de la familia, de presidentes, hasta de fútbol. De cuanto tema se le presentaba en la mente. Mientras él, sólo la admiraba, era un niño ansiando ese juguete inalcanzable. 

Pero entre tantas frases finamente elaboradas hubo unos detalles que Laura descuidó. Quizás por los nervios o por la inexperiencia en el oficio de ocultar verdades. ¿Después de tantos años y tan solo un beso en la mejilla? Juan ya más lúcido, más calculador, enumeró en su mente las evidencias: habían pasado diez años, ella soltera, ella carismática, él un vegetal. Hilvanó puntos y el círculo se iba cerrando. Entendió que cabía una gran probabilidad de que no esté sola, de que alguien más durmiera en su cama, use sus platos de porcelana blancos, corte su césped, lea sus libros en el sillón de terciopelo verde. Pasó media hora cuando su duda se consumó. En un gesto involuntario por correr el flequillo de su cara, reveló en su dedo anular una sortija de compromiso, esa que lastimosamente confirmaba su teoría. 

Juan comprendió porque no la había conocido apenas se asomó. No era su pelo, ni el tiempo, ni su ropa... sino su mirada. Su mirada hacia él era diferente, porque ahora le pertenecía a alguien más. La pesadumbre sobre el pecho lo asfixió, aún más cuando entendió que no podía abrazarla ni escapar de aquella habitación.

No la interrumpió. Dejó que le hablara y recreó los días que ella dibujaba con la voz. La oyó cuando le decía que estuvo a su lado y lo cuidó. No cabían reproches pues, eran sus palabras, las de ella, las que llegaban como sueños a ese mundo que lo tenía prisionero. Al igual que los versos de García Márquez que Laura le leía sentada junto a la cama de ese sanatorio. 

Por un instante dejó fantasear con lo que hubiese pasado si se despertaba tiempo atrás, ¿Qué podría hacer ahora si las cartas ya estaban echadas? Y entonces se permitió conocerla de nuevo. Pudo volver a enamorarse de esa versión más sabia, de esa seguridad que antes se rodeaba de miedos e incertidumbres; de las arrugas que se formaban con su sonrisa. Y tras comprender que su mundo comenzaría cuando logre dar su primer paso a través de la puerta de esa habitación... pero sin Laura, sin sus besos. Se dio cuenta de que su despertar milagroso fue en el tiempo equivocado. 

Es por eso, por no hacerse de la fuerza necesaria para transitar un camino nuevo, se despojó de su valentía y lentamente cerró los ojos y se acobijó en aquella realidad que ya lo tenía acostumbrado. Donde aún flotaban aquellos versos de García Márquez, y donde ella lo miraba con ese único brillo; aquel... con el que es imposible mirar a los demás. 


Camino al funeral.



A veces la ruta puede ser monótona, y los viajes interminables. Pero a pesar de haber recorrido ochocientos kilómetros en ómnibus, no me urge la necesidad de llegar a mi parada. Lo cierto, es que me cuesta horrores afrontar los motivos de este viaje que tiene como destino la fatalidad. Esas cosas de las que se ocupan los grandes, si es que despedir a los amigos de la infancia, se considere una de ellas.

Escuchá como ronca aquel de atrás. Qué suerte, y yo sin pegar un ojo, menos si el gordo éste de adelante me reclina todo el asiento sobre las piernas. La desventaja de ser alto. 

Afuera, la oscuridad se traga todo a su paso. Ni el resplandor de la luna atraviesa tanta negrura. Justo hoy que ando con la tristeza atravesada en la garganta. Debería dejar de escuchar everybody hurts tantas veces, aunque ahora me parece inevitable. Al final soy yo el que me sumerjo en este estado. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué nos ponemos a escuchar música triste cuando estamos tristes? Será por la misma razón que escuchamos música alegre cuando estamos alegres... con este poder de conclusión capaz descubra la cura de alguna enfermedad. 

Encima mañana pronostican lluvia. Va a ser un día de mierda para estar en un velorio. Ya me imagino el repiqueteo de las gotas pegando sobre algún ventanal. La viuda y los hijos llorando. Las velas derritiéndose hasta tomar formas irreconocibles, el murmullo del silencio, y las flores destilando perfumes de cementerio. Cada tanto las charlas te transportan a otros lugares, con otra gente y aunque suene insensible, te olvidas un poco de que hay un cajón y un cuerpo sin vida. Hasta que alguien pasa con un ramo, o con una corona de flores y volvés a la realidad. 

Ahora que recuerdo, en casa teníamos calas que florecían cada primavera. Si habremos bromeado con la muerte, pero quedaban tan lindas en el patio; resaltaban en el césped recién cortado. Aunque si relaciono objetos con la muerte, las flores de plástico se llevan las de ganar. Hay que tener mal gusto para decorar con esas flores tu propia casa. Ese jarrón de la tía Inés lleno de margaritas con pétalos de tela blancos y los tallos de plástico. A veces me daba escalofríos verlas ahí, lucían igual que una lápida. 

 

No entiendo a la gente que dice: No voy porque a mí no me gusta los velorios, ¿y a quién le gusta? a quién le agrada ver la gente morirse. Más cuando es alguien cercano a uno. Son piezas de nuestra vida ligadas por siempre a esa persona, cada vez que la memoria los traiga de regreso porque vimos una foto juntos, o es la fecha de su cumpleaños. ¿A quién le puede gustar recordar lo frágil que somos? Traer incluso a ese velorio nuestros propios muertos, o a personas que queremos y sabemos que eventualmente morirán. 

Odio estos lugares. Ni pensar cuando mueren los hijos. Cuando se rompe el orden natural de la vida. ¿Qué podes hacer ahí?, nada, no hay consuelo para esas cosas. No hay palabras que suavicen tanto dolor. Sentís que sólo vas a molestar y querés que el tiempo pase rápido. 

Aunque debo reconocer que cuando alguien se muere de viejo, los velorios son más llevaderos. Ahí es diferente, estamos más relajados. Sabemos que pasó porque estaba dentro de las posibilidades. Ni hablar si hay un familiar que sabe contar anécdotas, que tiene picardía. En esos lugares hasta sus chistes son más graciosos. 

En este viaje no te sirven la comida, tengo una orquesta en las tripas. No digo que se sirvan delicias, pero nos podrían dar un sándwich. Lo que me gusta de las cocinas en los velorios, es que son una isla aparte, un Ibiza de la muerte. Ahí se come, se toma, se ríe, se habla de la vida, de cómo crecen los hijos, por donde andan, del trabajo. Es donde se ponen al día los parientes que no se ven hace mucho. Un lugar donde el muerto pierde protagonismo.

¿Qué dice ese cartel? “Rosario ciento veinte kilómetros". Al menos no estoy tan lejos. Faaah... ese viejo salió del baño y dejó una baranda terrible. ¿No sabe la gente que no se puede cagar en los colectivos? Además ¿cómo es capaz de sentarse en ese inodoro todo meado, pegoteado? que desagradable por Dios.

Lo positivo de esta desgracia es que nos volvemos a reencontrar con los muchachos. Toda la barra junta de nuevo menos Jorge, por supuesto, que es el … El primero que nos deja. Ya lo estoy extrañando. Y no por haber sido un buen tipo, de hecho no lo era, pero lo queríamos igual. Esas relaciones que se tejen de pibes y duran por siempre. Cagador y sinvergüenza a más no poder, pero cuando te alcanza la muerte limpiás el prontuario, volvés a ser bueno. Era tan bueno..., rara vez se encuentra un muerto malo. Salvo que haya sido flor de hijo de puta, como el loco Viruta que mató a su mujer y la tenía en el frezeer descuartizada. A ese lo terminaron matando en la cárcel de Caceros y así mismo decían, pobre Viruta... Que pobre ni ocho cuartos, era una porquería de persona y murió sufriendo como un perro, como debía ser. La gente a veces es demasiado sensible y olvida rápido. Esa es la ventaja de ser rencoroso.

Y después del velorio, sigue el asado. Que ganas de hacer promesas pelotudas cuando somos jóvenes. Imagináte cuando quede vivo el último de los ocho y tenga que prender fuego y rodearse de sillas vacías. Me imagino toda esa soledad amontonada y lo desolador que va a ser. Aunque pensándolo bien, no me molestaría tanto ser el último en prender el fuego, hay que verle el lado positivo.

¡No señor, por qué la necesidad de tomar ese café!, anda a saber de cuándo es ese veneno. Haaa, pero si es el mismo que fue al baño. Ahora entiendo porque dejó ese olor, no filtra lo que come este tipo, le mete cualquier cosa al estómago. Voy a cerrar los ojos a ver si descanso un poco, la noche va a ser larga.

 

Siempre me pasa lo mismo, cuando me estoy por dormir, llegamos a destino. Se pasó volando este último tramo. Allá están los muchachos. Mirá Luisito lo gordo que se puso... y allá David, pelado, pura frente. Yo al menos pinto unas canas, pero a estos dos le paso el trapo. Menos mal vinieron a buscarme a la terminal, no me gusta llegar solo al velorio. Prefiero llamar a alguien para no recibir la atención de los parientes cuando abrís la puerta que siempre hace ruido. O capaz es el ruido normal de todas las puertas, pero ante tanta mudez te envuelve una oleada de tristeza y ese puñado de miradas se te clavan como lanzas. En esos casos la compañía suele ser un punto importante para restar incomodidad a la situación. 

Eh, tan apurado van a estar para bajarse. Mirá cómo se empujan, es desubicada la gente. Cinco minutos más, cinco menos, que le hacen. Se nota que la mayoría le urge la prisa porque no tienen la obligación de ir a un velorio. Qué bronca me dan estas cosas. Mejor voy a esperar acá sentado hasta que se libere el pasillo, después sacaré la mochila del portaequipaje, total no me corre nadie. Si hay algo que tengo bien claro, es que la muerte siempre nos espera.

Qué sentir, cuando no sentimos.



Hoy me desperté con miedo a la muerte. Cada tanto me atraviesa esta sensación. En realidad, no sé si es miedo a morir, o es el miedo a extrañar a los seres queridos cuando ya me haya muerto... como si tuviera la facultad de extrañarlos una vez que sea carne fétida y huesos en una caja de madera. Estos pensamientos se agudizan, quizás, por el grado de ocio que experimento al estar de vacaciones en La Falda. Son días donde inconscientemente calculo los años que tengo y cuánto resta para llegar a los ochenta. Sé que es una boludez pensar que con cuarenta estaría a mitad de carrera, cuando en realidad no se sabe dónde se encuentra la llegada, o qué imprevisto puede sacarnos del camino. Pero después del desayuno, cuando me camuflo entre las personas del Hotel, estas ideas se desvanecen y vuelvo a ser más normal.

—¿¡Quién se suma hoy a la excursión a Villa Giardino!? —dice el guía elevando el tono desde la recepción del hotel Sindical—. No olviden anotarse. Los que no andan en auto no se preocupen, nos repartimos entre los autos que van. 

El sol se esconde detrás de nubarrones tormentosos, pero hasta ahora no se siente ese olor a tierra mojada. Suele ser impredecible este clima serrano que desde hace tres días no logro descifrar. Lo que si descifro después de ponerme el abrigo es que hoy no habrá pileta, y la excursión parece ser un buen programa.

—Nosotros llevamos a Maia, y completamos el lugar libre en mi auto —, le aviso tras anotarnos en la lista. Maia es de Buenos Aires, vino con su familia en colectivo hasta la Falda y se hizo amiga de mi hija.

Son las tres de la tarde y salimos en manada. Nosotros vamos en última posición, es la ventaja de andar sin apuro y sin obligaciones que cumplir. Nos incorporamos a la ruta que pasa cerca del hotel. El tránsito es un hervidero. Carteles de Parrillas, artesanos, y ventas de salamín y alfajores, le dan vida a estos caminos que atraviesan pequeños pueblos. A tal punto, que es complejo dilucidar cuando finaliza uno y comienza el otro. Lomas y bajos e incontables curvas, impiden sobrepasar a los de enfrente, y la cola de autos parece la peregrinación de alguna virgen. Detrás mío, un Ford Falcon conducido por un señor mayor parece inquieto, puedo notar su entusiasmo por querer aventajarme.

—Mmm, este viejo tiene pinta de peligroso —le digo a mi esposa, mientras lo observo por el espejo retrovisor.

Va sin acompañante, y su atuendo es más de lugareño que de vacacionero: gorra de viejo, pañuelo al cuello, lentes de aumento y camisa. Además, ese Falcon venido a menos, no soportaría un viaje de varios kilómetros, tiene que ser de por acá.

Continuamos a paso tranquilo respetando nuestro carril. A lo lejos diviso una estación de servicio. Es la referencia que nos indicó el guía para luego doblar a la izquierda y continuar un tramo más.

Vuelvo a mirar para atrás y ahí sigue el viejo, inquieto, no soporta esa velocidad, viene zigzagueando, asomando la cabeza por su ventanilla, pero con tanto auto de frente, no le queda otra que esperar detrás mío y eso me pone alerta. Llegando al cruce no hay semáforos, ni señalizaciones, ni nada que indique que es un cruce. Sólo un arco que anuncia el próximo peaje. El guía que comanda la procesión, baja de la ruta y todos los seguimos por la banquina de tierra que se ensancha notablemente, y las huellas señalan el cruce habitual de este tramo en sentido transversal a la ruta. Aprovecho que disminuimos la marcha y dejo que el viejo se adelante, aunque sólo logra avanzar una posición. Es una regla que mantengo con los que están apurados y me dan mala espina.

La ruta es un hormiguero y vienen autos de ambas manos. Cada tanto se hacen pequeñas pausas y le permiten cruzar a los nuestros, hasta que quedamos el viejo y yo, que mantengo la distancia, por mera precaución.

El Falcon se mece por la ansiedad de su pie celoso sobre el acelerador. Media rueda delantera en la tierra y la otra mitad sobre el asfalto. No viene nadie por la derecha y se manda, pero lento, algo achanchado. Mientras me adelanto para esperar mi turno, de reojo y por la izquierda, un colectivo de línea viene en velocidad. Sólo puedo mirar esa película en primera fila que transcurre en tan solo un parpadeo, pero los detalles se registran firmes, quizás por el chillido de los neumáticos bloqueados, que dejan marcas negras del caucho. El zumbido de una bocina pasa delante mío a solo un metro, y se funde con la chapa retorciéndose, en un golpe seco contra la puerta del Falcon y lo arrastra como una pieza de ajedrez sobre el carril opuesto. Es como una danza entre los dos, que termina en la banquina contraria, unos diez metros más allá.

El tránsito se detiene. Miro a mi esposa que respira agitada y con los ojos llorosos, presa del pánico. Atrás, mi hija y su amiga se miran asombradas, sin hablar. El personal de la estación de servicio socorre al viejo, o lo que queda de él, pues no alcanzamos a ver mucho desde nuestra ubicación. Por un lado, no quiero dejar a las chicas y a mi esposa solas en el auto, por el otro, intento convencerme de que debería bajarme a ayudar al viejo, pero me inclino por cruzar la ruta y seguir camino a la excursión: desconfío de mi coraje cuando la muerte se halla merodeando tan cerca.


Salida transitoria




Hace varios meses que se impuso la cuarentena, y finalmente hoy logro dar los primeros pasos que considero de plena libertad —desde ya, excluyo visitar la verdulería o la carnicería: mis dos salidas semanales—. Soy Neil Armstrong de joggins, buzo y zapatillas de correr. Un poco de música resulta ser la compañía perfecta para la ocasión. Tras caminar un par de cuadras, me descubro solitario, con la compañía indeseable de algunos perros que se desviven por ladrarme y tarasconearme los talones. Acelero la marcha que se convierte en un trote lento. La brisa me acaricia la cara, mis pulmones se oxigenan y me colma una mezcla de emoción y alegría. 

Correr no se ubica en el podio de actividades que más me agradan, y menos practicarlo solo. Pero después de tantos días de encierro —y ser ésta la única opción a mi alcance—, es lo más parecido a la gloria. Cuatrocientos metros de trote y ya empiezo a sufrir los síntomas de la cuarentena. Los músculos desacostumbrados y unos cuantos kilos de más dan avisos de que algo se podría romper o aflojar. Pero este orgullo de quién siempre practicó deportes, me impide rendirme tan fácil. Cuando la maquinaria entre en ritmo seguramente los dolores irán menguando.

Trazo el curso hacia una calle de tierra en los límites de la ciudad, adentrándome en la zona rural. Así evitaré otros transeúntes, dado que estoy en falta porque no está permitido salir a correr. Paso frente a una plaza, y dos madres disfrutan de la tarde tomando mates a charla tendida, mientras sus hijos corretean entre los juegos, sólo les falta lamer las cadenas de las hamacas. Pero quién soy yo para juzgar su accionar, aunque deja a la vista que mi infracción, comparada con la de ellas, se califica de un menor grado.

Son las siete de la tarde y el otoño ya comienza a bajar las persianas de un día propicio para un par de cervezas al aire libre. Las lechuzas posadas sobre los postes miran detenidamente mi andar, o quizás... miran mi detenido andar —se ajusta mejor a esta narración—. La luna es apenas un hilo delgado que cuelga a lo lejos y de a poco va tomando intensidad, mientras los matices rojizos del ocaso se van esfumando entre los tonos grises del anochecer.

Llevo dos kilómetros de trote a velocidad crucero. A unos doscientos metros diviso dos postes de luz que indican el acceso a un campo. Volteo atrás, y lejos se asoman los faros de un auto, y acelero la marcha para llegar a esos postes antes que me sobrepase el vehículo. Es una carrera improvisada para competir contra alguien y de alguna manera sobreponerme al cansancio y a las ganas de rendirme. Inclino el cuerpo hacia adelante ayudado por el impulso de mis brazos y voy aumentando la distancia de las zancadas. El corazón bombea con fuerza, el auto se acerca, pero aún llevo la delantera y mi objetivo está a pocos metros.

Cada cinco pasos reviso por encima de mi hombro la distancia de aquella luz, cuál si fuera una película de terror donde asechan al protagonista. Sigo firme, y el sonido del motor se intensifica. A mis movimientos de brazos coordinados, se le suman los del cuello, la cabeza y una contorsión facial imposible de describir ante semejante exigencia. Mis sensores de temperatura están al rojo vivo y debo de rozar las cinco mil revoluciones, pero no tengo manera de enganchar la tercera, las harinas de la pandemia no fueron un buen combustible.

Escucho el bramido del motor e intuyo la distancia que nos separa. Y, dejando el alma en cada paso consigo mi cometido, cruzo la meta imaginaria junto al destello de los flashes, que no es más ni menos que el juego de luces que me hace un Fiat 600.

Desacelero y camino hasta posarme bajo la luz. Pongo las manos sobre la nuca para facilitar la ingesta de oxígeno, antes de entrar en un paro cardiorrespiratorio. Después de unos segundos, las pequeñas luces traseras de mi competidor se pierden en la oscuridad que ya lo cubre todo.

Viendo que este cuerpo padece las consecuencias de estar sentado frente a una computadora, decido regresar a casa. Antes, aprovecho a estirar un poco: la contracción de los músculos de la pierna es general, y posiblemente se hayan encogido un talle menos.

En mi intento irracional por iniciar el trote de regreso, me atacan calambres como aguijones de avispa clavados en cada gemelo. Opto por caminar a velocidad de andador de geriátrico. A medida que me alejo de los postes de iluminación, me adentro en una densa oscuridad que apenas permite distinguirme las palmas. Se me presentan varias preguntas. ¿Quién me manda a correr de esta forma?, ¿Qué pasaría si se me aparecen los dueños de lo ajeno y me intentan asaltar a punta de pistola?, lo primero que descarto es salir corriendo, en este estado solo puedo desgarrarme o acalambrarme aún más. Imagino los titulares de las noticias de mañana, "hombre de uno cuarenta años sale a caminar y le roban el celular. Personal del SER se hizo presente porque la víctima no podía desplazarse por su mal estado físico". Sería imposible salvar mi dignidad tras semejante espectáculo lamentable, preferiría que me vacíen el cargador y me entierre como abono en el medio del campo.

Por otro lado, pienso que si me descubre la policía no traje el DNI ni el barbijo, y además estoy bastante alejado de los 500 metros permitidos. Por lo tanto, no sé qué es peor: que me roben o me metan preso por violación de cuarentena.

Agudizo los sentidos cada vez que una luz circula en los alrededores. Ya me agarró una paranoia tal, que imagino a policías y ladrones merodeando como tiburones en un naufragio.

La caminata dio sus frutos, el medidor de temperatura está en verde y retomo el trote, al menos, hasta llegar a una zona urbanizada. A lo lejos distingo una luz azul intermitente. Considerando mi atuendo de color negro, mi tez morocha y la barba de unos cuantos días, estoy más cerca de ser confundido con un preso que viola su libertad condicional, a un corredor que infringe la ley de cuarentena. Por precaución, cambio mi itinerario y elijo el camino largo que finalmente me lleva a mi casa, después de cincuenta minutos de ejercicio intenso, y de un grado importante de tensión.

Concluida esta experiencia, me convenzo de que podría soportar otros setenta días sin salir. Después de todo, la libertad no es algo que se consigue de un día para otro sin derramar siquiera una gota de sangre. Menos, cuando se siente en los huesos los primeros fríos del invierno que se aproxima. Sólo puedo pensar en una cosa: chocolate caliente con jesuitas rellenas de jamón y queso... al menos por ahora puedo gozar de la libertad de comer, el ejercicio, se posterga hasta la primavera.


El descanso de las Haches




Qué finalidad cumplen las instalaciones de un club deshabitado. Imposibilitado de cumplir su función para el que fue concebido; contenerenseñar generar lazos.

Sin entrenadores, ni jugadores o padres; sin chicos correteando; ni charlas con mate bajo la arboleda. Sin pitazos ni gritos que interrumpan el sonido armónico del viento al castigar las hojas de aquellos gigantes eucaliptus. Sin el chisporroteo de un fogón que anuncie un encuentro o una simple reunión entre amigos: comunión necesaria a la hora de iniciar o consolidar proyectos grupales.

No se oye la congoja de las hamacas, y la gramilla gana terreno sobre espacios donde el transito impedía su avance. Los palos, son simples palos tirados en el suelo, lejos están de cumplir su rol de espadas imaginarias o fusiles de una batalla librada a media tarde por pequeños delirantes. Los teros anidan en las canchas y se pasean indiferentes, sin necesidad de alertar el peligro de algún extraño. Mientras que los tablones de la tribuna se mantienen inertes, sin soportar los saltos de la hinchada ni el aliento ni los cánticos.

En su lugar, jugadores, preparadores físicos y entrenadores hacen escuela a través de aplicaciones virtuales. Se le destina tiempo, dedicación y trabajo. Pero qué puedo decir al respecto; es como si me dieran a elegir que mire un partido de rugby desde mi casa, o estar sentado en la tribuna del estadio viéndolo en vivo, escuchando el estruendo de los tackles, el sonido de la pegada cuando viaja la pelota directo a las haches, y lo precede el rugido del público. Podría decirse que se disfruta de ambas formas, pero son dos realidades completamente diferentes.

Creo que cuando ocurren estos hechos imprevistos, como lo es la pandemia, se logra apreciar lo que uno ya tenía, y se le da el verdadero valor que corresponde. Los jugadores veteranos esperamos ese asado de los jueves, escuchar nuevamente esas historias ya narradas o ese tercer tiempo sin horario de retorno. Necesitamos de la manada, del deporte en equipo, de fragmentar ese significado de jugador para fundirse con el resto.

Lamentablemente la cuarentena no da muchas opciones y debemos acatar órdenes como lo hacemos en el juego: sin reprocharle nada al árbitro, volviendo rápido en posición defensiva.

Por el momento sólo queda cuidarnos y seguir entrenando desde casa, sin perder la inercia que impulsa lo logrado. No hay mal que dure cien años dice el dicho, y es en estos momentos duros donde se hacen fuertes los equipos, ante la adversidad, cuando se presentan obstáculos y la mente se pone a prueba.

De mi parte, aguardo paciente en mi rol de padre de mis dos hijos que demandan más tiempo en este presente complejo, priorizando mi equipo familiar ante el deportivo, pero haciéndome de algún hueco para seguir en movimiento y estar a la altura de las circunstancias. Esperando expectante y ansioso que la tormenta pase. Y, para cuando salga el sol, justo en ese instante cuando el silbato irrumpa nuevamente el ajetreo sereno de las hojas, podremos seguir disfrutando este regalo divino que nos da la vida, estar en una cancha de rugby, sentir el olor al césped recién cortado y saberse inmunes a todo, incluso al paso del tiempo, al menos por ochenta minutos.   

El exterminio


El exterminio es inminente e inevitable. Desde hoy una página oscura se labrará en la historia de esta Nación qué, contra toda voluntad, debe tomar medidas extremas por el bien común no sólo de este país, sino de toda la humani...

…Cada vez entiendo menos lo que dice el presidente, los políticos usan palabras sofisticadas para encubrir los aumentos de precios y la pobreza. Palabras como inflación, riesgo país, lebacs, leliqs. Pero a todo eso trato de restarle importancia más allá de lo que digan, al final hay que salir a laburar para comer. Al menos así era antes de la epidemia. Mirá si me va a preocupar lo que dice un político, más cuando hace cuatrocientos cincuenta y dos días que estamos en cuarentena. Pero cuarentena...cuarentena.

Mamá —Dios la tenga en la gloria— se me fue en abril. Y digo se me fue, porque cuando anunciaron el toque de queda se escapó de casa, y desde ahí no tengo ni noticias de su paradero. Ella se tomaba dos litros de vino por día, y con esto de quedarse encerrada, la abstinencia la hacía caminar por las paredes. Una noche tormentosa, después de un corte de luz, se fugó en la oscuridad sin dejar rastro ni tampoco alcohol en gel. No creo que haya llegado muy lejos con sus ciento ocho años, pero no pierdo las esperanzas de que algún día aparezca, por lo menos a devolverme el alcohol que últimamente cuesta un ojo de la cara.

Todo, culpa de esta maldita epidemia que nadie sabe cómo se originó, cuál fue el primer caso ni cómo se esparció por los rincones del planeta. Algunos dicen que fueron los Mejicanos del sur de Guanajuato por comer burritos en mal estado —quien se atreve a comer esos pobres animales, tan dóciles y trabajadores, con sus orejitas largas y esas miradas como de Santiagueño a las tres de la tarde—. Otros sostienen que fue un virus creado por lo Yankis, después dijeron que la culpa la tenía un mono. 

En un principio, las mujeres y los chicos se quedaban aislados en sus casas, y los padres salían en busca de alimentos y víveres al supermercado, remontándonos a los orígenes de nuestra especie. Todos creían que, como los hombres suelen ser más prácticos a la hora de comprar, no tienden a detenerse para ver algo que no necesitan: no le hacen sacar todas las remeras del local al que los atiende para terminar comprando la primera que ya les había gustado.

Pensaron que no se amontonarían en las colas y con esto se evitaría gran parte del contagio. Pero no tuvieron en cuenta lo complicado que puede ser comprar un paquete de arroz. Se apilaban de a veinte o treinta hasta que decidían entre el no se pasa, el doble carolina, el fino largo, el corto, el Integral, el glutinoso. Y ni hablar de la variedad interminable de marcas que existen. Otro cuello de botella era frente al papel higiénico. Eso sí que es un mundo aparte. Rollos de cuatro, seis y hasta ocho unidades; de treinta, ochenta, cien y doscientos metros; simple, dobles, lisos, con poros para rasquetearte mejor el culo y hasta con o sin dibujitos. Eran calculadoras humanas multiplicando con los dedos los metros por las unidades y comparando precio y calidad, realmente se tomó conciencia de lo difícil que puede ser algo tan simple como ir a cagar. Pero donde más se amontonaban como moscas era eligiendo toallitas femeninas, eso sí está codificado sólo para mujeres; con alas, sin alas, ultrafinas, paquetes, paquetitos y paquetones, diurnas, nocturnas, un verdadero misterio que parece hecho por los rusos.

Después, cuando todo empeoró y no te dejaban salir ni a la esquina, comenzamos a usar mucho los deliverys telefónicos y las compras por internet que te traen el pedido a tu casa. Por el aspecto que tenían los cadetes, suponíamos que después del reparto diario se volvían directo a la Nasa, a despegar un cohete o algo por el estilo. Unos trajes futuristas como de papel aluminio, todos plateados, con cascos de vidrios espejados, botas blancas, tubos de oxígeno, guantes haciendo juego, una cosa impresionante. Aunque después, cuando se iban en sus motos el casco lo llevaban en la mano, algunas costumbres cuestan erradicarlas por más plata invertida que haya. Lo gracioso fue que con el correr de los días, los cadetes se la fueron creyendo, ¡no miento!, los tipos realmente pensaban que eran astronautas, se comieron el personaje como locos. Hacían la entrega y te decían frases como "has dado un gran paso", cosas así, o cuando se les pinchaba una goma llamaban y decían, "Houston estamos en problemas, manden ayuda de la nave nodriza", como si no supiéramos que la cadetería estaba en el barrio Chacarita frente a la plazoleta. Incluso una vez uno se fue saltando a pasos lentos y pausados como si tuviéramos la misma gravedad de la luna, unos payasos bárbaros. Eso sí, se llenaron de guita cuando prohibieron salir de las casas, para mí estaban entongados con el gobierno de turno.

Uno dice qué lindo es descansar, pero a los sesenta días ya te pudriste de jugar al chinchón, a la escoba de quince, a la canasta, al ludo, al yenga, al buracco, al Estanciero, o al huevo podrido. Me contaron de un policía que quedó en cuarentena en la casa de su suegra y se pusieron a jugar a la ruleta rusa, pero con una nueve milímetros. Sé de una pareja vecina que se divorció porque el marido le hizo trampa jugando al culo sucio, ¡juro que es cierto! Así de tensa se ponen las relaciones cuando se está en cautiverio.

Y cuento esto para que se den una idea por lo que hemos pasado, y por más que digan algo de un exterminio no me van a asustar. Es más, a esta altura ya ni sé que dice el presidente en la tele porque le bajé el volumen.

Después continuó la moda de los cursos en línea. Cursos de diseño gráfico, muchos de cocina y repostería, de corte y confección, de clarividencia, tarot, y reparación hogareña. Pero el golazo fue el de curar el empacho y la ojeadura, un negocio redondo que hasta el día de hoy no para de tener adeptos. Como para salir al hospital o al sanatorio tenes que rellenar mil formularios, el curanderismo pasó a ser lo más cómodo, y, además deja buena guita. Vos le decís tu nombre, el apellido y las coordenadas por GPS donde te encontrás, y te mandan las sanaciones y listo, curado. Eso sí, para que te traspasen los poderes tenes que esperar hasta navidad y hay que tener cuidado a quien llamás, porque hay mucho chanta dando vuelta que tiene el poder, pero de cagar a la gente.

Mi hermana Lidia me contaba que hizo unos cursos de masajista. Practicaba con dos kilos de bola de lomo y cada tanto cambiaba de corte para simular otros músculos. Algunas veces peceto o cuadrada, otras, bondiola de cerdo, matambre de cebú. Pero sin dudas el más complicado era el corte tortuguita que es puro pellejo, le quedaban los dedos acalambrados de tanto darle y darle. Porque en su casa los dos hijos no le daban pelota con el emprendimiento, y al marido se lo llevó el virus. Mis sobrinos no se dejaban hacer masajes, cosas de adolescentes, bien que después se comían las milanesas que hacía con esa carne: eran fuera de serie, una manteca, todas descontracturadas, podían cortarse con el tenedor.

Algunos problemas surgieron cuando el pasto empezó a crecer en forma desmedida. Sucede que, como nadie podía salir a los frentes ni al patio de sus propias casas, el pueblo se había transformado en una selva misionera. Hasta que una pareja de ancianos que iban al sanatorio, fue asechada por un par de hienas que salieron de entre las malezas. Y, si bien nadie atestiguó lo ocurrido, la verdad saltó a la luz cuando encontraron a una anaconda que se había comido a las dos hienas y estaba regurgitando los carnet de la obra social de los pobres viejos. Tras ese acontecimiento nos dejaron cortar el pasto una vez a la semana.

Otro problema fueron los velorios, primero se hacían con el finado y la viuda únicamente. Un silencio, un aburrimiento, nadie con quién hablar, hasta daba miedo quedarse con un muerto en la soledad de la noche. No vaya a ser que te hable o se levante convertido en zombie, a veces la imaginación te juega una mala pasada, peor estando cansado. Se dieron cuenta que esto era contraproducente, que la gente sufría mucho. Por lo que se decidió virtualizar los velorios. Le colocaban una camarita enfocando la cara del finado, y el que quería se conectaba desde su casa a dar el pésame, a contar historias, y porque no un par de chistes como en todo velorio. No faltaba el que se tomaba unas copas de más y decía alguna barbaridad, pero como la viuda era la que administraba la sala virtual, lo desconectaba y listo. Incluso algunos de estos programas tenían juegos y entretenimientos en red, así daba gusto conectarse a los velorios porque aparte era todo gratis. 

Qué puede ser peor que esto, que estar encerrado tantos días. Veo que el presidente giró dos llaves y apretó un botón rojo, debe de estar llamando al servicio para que le traigan un vaso de agua o algo de comer. Si esto fuera en Inglaterra te diría que pidió un té, son la cinco de la tarde así que da justo el horario. Pero estando acá puede ser cualquier cosa, tenemos hábitos muy surtidos, de mucho inmigrante. Puede estar entre un mate cocido, unos tererés, un café con leche, facturas o una grapa con miel. Lo que noto distinto es que afuera deben estar festejando algo, se escucha un griterío insoportable. Capaz anunciaron que ya se puede salir o debe ser San Fermín, aunque ahora que recuerdo eso es en España, pero como festejamos San Patricio vestidos de irlandeses, no te extrañe que suelten un par de toros en la avenida del centro. Nos gusta adueñarnos de las fiestas extranjeras, la navidad, el año nuevo chino, el día de la marmota, Halloween y el último fue el día de la Independencia, pero de Hazajistán. Qué tenemos que ver con Hazajistán, no sé, pero mientras haya comida y chupe no prendemos en todas. 

Ahora mismo comenzaron los fuegos artificiales o es lo que parece por ese resplandor en el cielo, y me da la impresión de que algo está volando directo hacia acá. Pueda ser que no hagan mucho ruido, más de todo por los perritos, está prohibida la pirotecnia en el barrio pero siempre hay un desubicado que da la nota cuando sale campeón algún cuadro de fútbol, o para las fiestas de fin de año. 

Bueno, ya es muy tarde para mí, son casi las doce de la noche, no quiero mirar más ese resplandor porque tengo miedo de que me haga mal la vista, igual que los eclipses cuando mirás con una radiografía vieja a contraluz. Resulta que ahora no se puede mirar así, te puede quemar la retina o se te ceca el ojo... cosas que por ahí se dicen. Yo, mejor me voy a acostar, es tarde, y con tantas luces tengo un dolor de cabeza que en cualquier momento me explotan los sesos.