El
frío polar había escarchado el rocío de la mañana en las calles de Villa
O’Higgins. Ella caminaba por la vereda resbaladiza sosteniendo una pequeña
jaula. Un resbalón casi la tira al piso, y se detuvo a recuperar el
equilibrio. Fue ahí que, entre el silencio que paralizaba la ciudad, se sintió
observada.
Se
quitó los lentes. Giró. Y, el reflejo desde la ventana del segundo piso en
el Berlín Hotel —ubicado a 600 metros — fundió sus pies a las baldosas de
la vereda. Comprendió que era inútil correr, no se trataba de cualquier
reflejo, sino, el de una mira telescópica que le apuntaba al pecho. No conocía
a su ejecutor, o al menos, eso creía.
Él
acomodó su dedo en el gatillo, y esperó a que ella voltease para confirmar el
objetivo. No bien la vio, creyó confundirla con alguien; pero cuando
consiguió sacudirle los años a esa cara, supo quién se ocultaba detrás de
la enigmática mujer. En ella aún seguían impregnados los rasgos de aquella
niña de moños en el pelo, y guardapolvo con tablas.
Los
datos del servicio de inteligencia no habían sido precisos como otras
veces:
OBJETIVO.
Nombre: desconocido
Edad: 32
Estatura: 1.73
Apodo: Firewall.
Oficio: Ingeniera en
sistemas.
Aspecto: Trigueña – pelo
ondulado – ojos marrones – delgada.
Accesorios: gafas de sol,
pañuelos al cuello y boina francesa. Lleva en su jaula de mano, un hámster.
—¿A quién se le
ocurre tener por mascota una rata? —había pensado él en voz
alta tras leer el informe— Odio a esos bichos.
Al
parecer, Firewall tenía en su poder información que comprometía a funcionarios
del gobierno: nombres de agentes infiltrados en un operativo llamado
«Viento del Oeste», que consistía en escuchas telefónicas a
funcionarios opositores, residentes en el ala Oeste del país. Era claro que, de
conocerse esto, causaría un gran revuelo de estado, y más teniendo en cuenta
la proximidad de las elecciones presidenciales.
El
verdadero nombre de Firewall era una incógnita para los servicios de
inteligencia. Ella se había encargado de limpiar su identidad de toda base
de datos. Pero a ellos sólo les interesaba quitarse de encima el problema, y a
decir verdad, su identidad poco importaba. Estaban confiados en que el trabajo
se haría, puesto que le asignaron esa responsabilidad al hombre que nunca había
fallado una misión en su extensa carrera militar. Se rumoreaba incluso, que
podía acertarle al ojo de un hornero en pleno vuelo; pero tanto se hablaba de
él, que ya no se distinguía el mito de la realidad.
Por
primera vez la confusión aplacó esa frialdad que le hizo ganar su reputación.
Ya había lidiado con personas conocidas. Seudo amigos de su juventud, que se
movían en terrenos donde la ley no tenía jurisdicción, y jamás había titubeado
ni le tembló el pulso. Hasta hoy. Cuando reconoció que su objetivo era Laura
Gálvez, su compañera de cuarto grado.
No
disponía de tiempo para andar dudando, y se molestó al no apretar del gatillo.
Cuando quiso cederle el control a su lado inclemente y bloquear el pasado, los
recuerdos brotaron como postales: jugando juntos en los recreos; en el
cine viendo una película; o la vez que lo defendió de los hermanos Imbert en la
plaza, para que no le sigan pegando.
También
recordó las meriendas en casa de Laura, y el sonido de su risa contagiosa: ese
recuerdo le provocó un leve arqueo en los labios. No era cualquier mujer, y él
lo sabía. Era quizá la única persona que en esos años le dio sentido a una
niñez solitaria, desabrida, fugaz, y por supuesto, ella había sido su
primer amor.
Pero
a ese amor no tuvieron tiempo siquiera de poder acostumbrarse.
—El
viernes me voy a la capital —le había dicho, Laura, con la voz entrecortada—.
Mi papá consiguió trabajo en una empresa importante, y nos vamos con mi
familia después de la mudanza.
La
noticia cayó como una piedra en el barro, y un gusto a hiel les explotó en la
garganta. El beso de despedida mezclado con el sabor de las lágrimas
de Laura fueron los últimos recuerdos que sobrevivían de aquel helado mes
de Julio.
En
qué encrucijada se había metido. El nombre de Laura Gálvez lo hacía verse
vulnerable, humanamente vulnerable; incluso a pesar del tiempo. ¿Estaría
casada? ¿Sería feliz con su marido? ¿Tendría hijos? ¿Se acordaría de él?… qué
importaba eso ahora.
Laura
tragó saliva, y miró nuevamente hacia la ventana. Se extrañó que aún siguiera
viva, y la volvió a tentar la idea de correr, pero las calles estaban
enjabonadas por el hielo, y no tenía donde ocultarse. Entonces, se
convenció de que también sería inútil gritar o pedir ayuda.
El
aire apenas soplaba y la incertidumbre se interrumpió con el sonido, casi
imperceptible, de un disparo. Laura cerró con fuerza los parpados, contuvo el
aire y esperó.
¡La
puta madre que lo parió!, dijo él, antes de apretar el gatillo. Fue
en ese instante en que, con una eficacia pocas veces vista, la bala perforó el
diminuto ojo del hámster, atravesando la jaula de lado a lado. Y, como aquel
frío viernes de julio, otra vez, la tuvo que dejar ir.