martes, 21 de mayo de 2019

Partido de Veteranos


Amanece un poco nublado y comienzan a sentirse los primeros fríos otoñales. La cancha uno del Jockey Club esta pesada, durante la noche y en las primeras horas de la mañana, llovió intensamente y de seguro, empeorará luego de los partidos previstos para la jornada.

Para muchos un día más, para otros no tanto. Desde el vestuario local comienzan a ingresar señores de más de cuarenta años con bolso en mano. Mientras tanto, cerca del mediodía, nos avisan que el equipo rival no trae reserva. Lamentablemente son situaciones que en nuestro nivel ya son moneda corriente. Tenemos tres horas de espera para ver el partido de primera, pero antes hay un evento que se roba nuestra atención. A la cancha salen dos equipos, el visitante con camiseta celeste y franjas blancas, mientras que el local, camiseta alternativa blanca con unas pequeñas franjas rojinegras. Y digo pequeñas, porque en esos cuerpos predomina el blanco en la zona media frontal, sumado a que las camisetas son muy ajustadas, no favorecen la estética de esos cuerpos tallados. 

No se advierte nerviosismo, experiencia sobra por todos lados. De todas formas algún sentimiento encontrado es ineludible, no lo exteriorizan, pero esa sensación de volver a pisar una cancha, de ver nuevamente a tu lado gente que usa tus mismo atuendo, de ser otra vez parte de un equipo, de pertenecer a los de la línea de cal para adentro, seguramente habrá invadido de recuerdos y nostalgia a más de uno.

Precalentamiento de pases. También veo al ocho pateando —cosa de no creer—, pero como es un partido de veteranos se puede esperar mucho de esto. Movimiento de hombros y trote suave para no malgastar piernas, hay que guardar las energías para quemarlas después del pitazo inicial. Lo sigue la foto grupal con ambos equipos mezclados, es imprescindible que se tome antes del partido porque hay apellidos de renombre capaces de convertir una cancha de rugby en un cuadrilátero tan solo con el chasquido de los dedos; pero el clima de camaradería parece deambular en el ambiente, al menos, durante la previa. 

La tribuna se llena de jugadores y familiares para disfrutar el encuentro. Los más chicos van a ver a sus entrenadores para tener fundamentos y poder contrarrestar algún posible reproche a futuro, "que me pedís que la de, si cuando te vi jugar te las comías todas..." o "¿que cuide la pelota?, ¿te vi tirando ese off load al hombre invisible y me queres corregir...?" Por suerte, el dicho: Haz lo que yo digo y no lo que yo hago, se aplica sin problemas a este tipo de insubordinamientos. 

La cancha se achica cinco metros de cada lateral, diez jugadores de un lado y diez del otro. Algunas reglas son adaptadas para este nivel y sin más preámbulos comienza el encuentro. Lo que parecía ser un partido de exhibición se transforma en un verdadero encuentro de rugby, tackles de una agresividad que se apoderan de la exclamación tribunera. Pases sobre contacto y buenas carreras dan como resultado el primer try del Jockey. Algunas cosas no han cambiado, el que no la daba, sigue con el hábito intacto. El de los pases pizzeros no perdió el don, pero así y todo, el equipo tiene un amplio poderío sobre el visitante y se escapa rápidamente en el marcador a pesar de algunas fallas que son totalmente entendibles por la falta de entrenamiento. La hinchada enloquece de a ratos con algunas magias individuales y corridas memorables que terminan en puntos a favor. También las risas se multiplican ante algún rastrón mal ejecutado, un buen tackle de ellos a los nuestros, o un mal pase, que en el segundo tiempo empiezan a denotarse con mayor frecuencia por el cansancio. En consecuencia, los cambios son reincidentes, el que mete un try o corre más de quince metros sale por uno más fresco. No solo los jugadores son los protagonistas, en un momento y cansado de los reclamos y quejas, el árbitro parece querer iniciar una contienda con un veterano Querandí, pero los locales logran calmarlo. Eso hubiese sido la frutilla del postre, digno de verse desde la tribuna comiendo pochoclo y en este momento seguramente estaría escribiendo las crónicas del árbitro y de sus dotes pugilísticos y no sobre los jugadores.

El juego se reanuda y de a ratos las piernas no responden. Parece un pasamanos de jugadores de metegol, hasta que uno de los nuestros se corta después de una linda jugada y faltando cinco metros, cuando el árbitro casi convalida lo que parecía inevitable, se le cae la pelota como quien lleva una bombucha en la mano y al mirar la hora, esta se le escurre por los dedos terminando en el piso, y un nnaaaaaaaa!! baja de la multitud instalada en la  tribuna después de ver algo, nunca antes visto.

Ya transcurridos dos tiempos de quince minutos y un suplementario, finalizó el encuentro. El saldo de lesionados no fue tan trágico, una rodilla con hielo a los cinco minutos del inicio, un tirón después de una corrida épica y un par de botines que necesitaban un cambio. Posiblemente a la noche los calambres y dolores habrán despertado esos cuerpos desacostumbrados, pero no cuentan como lesión, sino se ajustan al refrán Sarna con gusto no pica... pero duele. Un abultado resultado dejó como ganador a los veteranos del Jockey Club. Si bien, está lejos de ser un dato importante, ganar o perder no va a cambiar lo vivido, las caras de felicidad de sacarse las ganas, el aplauso de todos por un espectáculo que divirtió tanto a los de adentro como a los de afuera. Ver viejas glorias y otras no tan viejas pisar el césped, genera una agradable satisfacción de quienes alguna vez jugamos con ellos. 

Cerramos con una foto y nos quedamos compartiendo sus alegrías, hasta el comienzo del tercer tiempo que estuvo a la altura del encuentro. Desempolvando anécdotas y reviviendo jugadas y situaciones del partido.   

El Jockey es un club en crecimiento, ha apostado todo para lograr el cambio de categoría de su primera división, y si bien, muchos estamos aferrados a ese sueño, sentado en las gradas puede vislumbrar el desenlace de otro importante para los que pintamos canas, el de los futuros retirados, uno que va a prolongar ese cosquilleo por un tiempo más, uno que se llama: "Veteranos del Jockey Club".

viernes, 3 de mayo de 2019

3 de mayo de 2010


Recuerdo estar en la escuela cuando mi señorita de 4to grado, trazando una línea perfecta a lo ancho del pizarrón, con una raya al inicio y una flecha al final, nos decía, —esto les va a facilitar comprender los sucesos a través del tiempo y ubicarse cuando ocurrió cada uno—. Yo, por más que me esforzaba por retener, me preguntaba —¿Cómo va a hacer esta mujer para que memorice que paso en cada rayita?—, y hasta el día de hoy me cuesta memorizar muchas cosas y cada vez más. Por eso, tener tantos detalles minuciosos de un día en particular no es algo habitual. Seguramente ha quedado almacenado en mi “memoria a largo plazo episódica”, que permite recordar hechos concretos o experiencias personales, algo así como la memoria ROM de una compu, esa que no se borra cuando la reinicias.

Son las tres de la madrugada y ahí me veo sentado en mi cama con el celular en la mano, no estoy jugando Candy Crash, de hecho, se creó dos años más tarde en 2012. Estoy cronometrando el tiempo de cada contracción, cual si fuese una carrera de regularidad, tratando de seguir al pie de la letra lo que indicó el obstetra y no caer al sanatorio cinco horas antes por una falsa alarma. Sucede que los profesionales de la salud no entienden que uno ha crecido mirado películas a lo largo de su vida y en todas ellas la madre tiene dos contracciones, se sienta en la cama, o en la silla de un restaurante y dice —ahí vieneee!!!—, acto seguido todos salen corriendo como locos gritando, la desesperación y el caos se apodera de cada personaje y huyen a toda velocidad en su vehículo rumbo al hospital. Entonces llamo al doctor, porque después de varias contracciones ya te invade la desconfianza. El curso de preparto se diluye como agua entre los dedos y las dudas de no saber cuánto tiempo duraban las contracciones y de cuanto era la pausa, o alguna se pasa del tiempo y vos la contas como regular. En fin, el tipo te atiende con una voz relajada y te recalca, —cuando sean cada 5 minutos por una hora tráela, ¿ya despidió el tapón mucoso?— Y uno piensa qué forma tendría que tener un tapón mucoso, ¿se habrá salido y no lo ví?. A lo que respondo —un segundo que le pregunto a mi señora…—ella seguramente debe saber. 

Después de varias idas y venidas por teléfono nos da el Ok para ir, Martita se da un baño relajante y terminamos de guardar las últimas prendas en los bolsos de mamá y la futura bebé. Llamamos un remis que milagrosamente viene sin demoras y subimos al vehículo. Nos encaminamos rumbo al Sanatorio, pero esta vez, no hay interacción con el chofer como suele suceder, no importa el clima, lo caro que están las cosas o la inseguridad, solo estamos enfocados en las contracciones que no cesan. El remisero al darse cuenta de la situación, comienza a notarse algo asustado y percibo que acelera su vehículo, porque aparentemente veía las mismas películas que yo y que todos los padres primerizos. Toma la calle Islas Malvinas y cruzamos Av. Santa Fe, transita unos cincuenta metros y se come una loma de burro nuevita, reluciente, con el lomo ensanchado y vigoroso esperando que algún desprevenido la transite, esas que te hacen pegar la cabeza contra el techo y que quedara en la memoria de la futura madre que casi pare en el mismísimo auto. En ese instante, su panza se endurece y se acuerda de la mamá del remisero, de la abuela y de todos sus ancestros. De hecho, no hay vez que pasemos por ese lugar y no reflote ese episodio tan desafortunado. 

Continuamos con el trayecto, gracias a Dios sin nuevos sobresaltos y finalmente llegamos al Sanatorio. Luego de anunciarnos en recepción nos llevan a una sala donde empiezan con el goteo para inducir el parto. Yo al lado de Martita tomando su mano, dando apoyo psicológico y frotando su espalda para dar lucha a los dolores, mientras me estrangula mis dedos a tal punto, que no sé si es un bebé o alguna especie de Alien asesino que le saldrá por el pecho. Recuerdo también haber escuchado alguna frase como —por dios, saquenmelooo — pero puede ser idea mía. Ese tiempo parece eterno, pero por suerte la dilatación es la esperada y transcurrida aproximadamente una hora, deciden trasladarla a la sala de parto. La enfermera se me acerca y me pide la ropa para la bebé, usa términos como “ranita”, “bodis”, “batita”, “mantita”, todo en diminutivo. En mi mente parece nuevamente trazarse una línea de tiempo con rayitas porque no entiendo nada. Viendo que estoy en un estado de total incomprensión a ese conjunto de nuevos términos, me dice sutilmente y con tono solemne, —a ver papá dame el bolso—, y vuelvo a reaccionar. 

Me dan una especie de guardapolvo para presenciar el nacimiento. Entro y todo parece estar listo. Me ubico al lado de Martita, que está acostada en una camilla inclinada con las piernas abiertas y semiflexionadas. El doc con tono de maestra de jardín de Infantes le dice, —Bueno mami, cuando sientas que viene la contracción vamos a pujar—, luego del primer pujo, me asomo y su cabecita también lo hace. En ese instante, el médico toma el bisturí y para mi asombro, le hace un tajo en la chuchis, pochola, cachucha, cotorra o como quieran nombrarla. Lo quedo mirando y me hago varias preguntas, ¿Qué hijo de mil, cómo le pudo hacer ese tajo sin avisarme?, ¿eso estaba programado?, ¿no era que en el parto natural salía los bebes y listo?. Al tiempo después de googlear entendí que era según el tamaño de la criatura y la dilatación para que no sufra un  desgarro la madre. A todo esto vuelvo en sí y en solo tres o cuatro pujos más, sale una niña cubierta vérnix o unto sebáceo, (una sustancia blanca y grasa que protege la piel de la bebé mientras se encuentran en el líquido amniótico). Ahí pienso dos cosas, —en las películas los bebes no nacen así —, y lo otro es —me imagino que la van a limpiar primero antes de dármela —. La cubren con una manta y se la muestran primero a mamá, para que conozca a su hija y luego de emocionarse, acto seguido entra en un sueño letargo, cuasi oso en su cueva espera que empiece el duro invierno. Es que entre los nervios y el trabajo de parto quedó totalmente exhausta. 

Luego la toma su pediatra y la lleva para control. Aspira sus pulmones, la limpia, controla sus signos vitales, sus reflejos y la viste. Miro asombrado el procedimiento, pero todavía no tomo noción de lo sucedido, empiezo a darme cuenta lo hermosa que es y de sus buenas cuerdas vocales para llorar. Entonces llega mi turno. La tomo en mi brazos, quedo con esa pequeña de manitos arrugadas y de labios enrojecidos solos por primera vez, mirándonos. Creo que en ese instante me di cuenta que nada seria como antes. Que había dejado de ser Hijo para convertirme en algo más. En ese acto, me fue entregado un manual que decía en la tapa “Como ser padre”, con la desdicha de que todas las hojas estaban en blanco, apenas un prólogo el la primer hoja con consejos de mis viejos, que me fueron dados a lo largo mi vida y que muchas veces ignoré por pensar que eran anticuados y nunca los usaría. Para peores el primer capítulo ya tiene colocado un título que dice “Como cambiar su primer pañal”, y seguramente lo voy a tener que escribir en minutos pero no tengo la menor idea que poner. Me hago el desentendido, como cuando rompíamos un vidrio de chicos y ponías cara de.. ¿Quién habrá sido?. Para mi suerte apareció la pediatra y se encargó del tema, mientras ella la limpiaba fui tomado nota minuciosamente de cada paso. Una vez en la habitación la dejo descansar en su cunita, recién ahí avisamos a los familiares que nació, queríamos ese momento solo para nosotros, algo único, tranquilo y totalmente íntimo, donde pudiéramos disfrutarla y se sintiera a gusto en su nuevo mundo, sin que nadie la altere.

Hoy, con nueve años recién cumplidos, no puedo dejar de asombrarme cuanto has crecido, tu gran capacidad para las artes, ese sentido del humor tan contagioso (y tan cambiante), muy parecida a mí pero tan diferente a la vez. Sé que resta mucho por recorrer pero quería regalarte este relato de unos de los pocos días que recuerdo tan nítidos y con tantos detalles, para compartirlos con la niña que cambió mi vida, y despertó una sentimiento de protección, mientras que una sensación de vulnerabilidad me inundó el alma y me arrancó la armadura que hasta ese momento me hacía creer invencible.

sábado, 20 de abril de 2019

Un consejo Común y Corriente


Las campañas de prevención cumplen un rol importantísimo en la sociedad, Nos ayudan a prevenir y en caso de estar ya instaladas, de evitar la propagación de distintas problemáticas, pero por sobre todo te alertan de algo que siempre creemos que le va a pasar a otro.

Desde chico una de las advertencias más habituales radicaba en los peligros de la electricidad. Mi vieja solía decirme a los gritos, —no habrás la puerta de la heladera descalzo que te vas a quedar pegado!! —y lo seguía un —Y no tomes agua del pico de la botella!!!— No era necesario que me encontrara en su radio visual, desde cualquier ambiente de la casa, con el solo hecho de escuchar el sonido a sopapa de los burletes de goma de la puerta, ya se despachaba con sus gritos.


En esa etapa de mi vida, me daba hambre cada quince o veinte minutos. Disfrutaba incurrir en la heladera en reiterados casos sosteniendo que de tantas veces que lo hacía, aparecía algo de mi agrado. 

En ocasiones con mi viejo, nos encontrábamos descalzos y se me ocurría tomar algo de la heladera y mi madre decía, —mejor deja que vaya tu padre —, por lo que daba lugar a pensar varias cosas: o mi papá tenia un seguro de vida de varios ceros por cobrar, o la electricidad al igual que la poliomielitis solo afectaba a los niños. Pero como no se enseñaba mucho con el ejemplo sino con el "porque No" o con el "porque SI", no se me ocurría decirle a mi vieja —por qué el puede y yo no? —.

Por otro lado estaba mi viejo, que respaldaba sus advertencias con tiernas fabulas o historias de dudosa procedencia, como si fuera una especie de Rolón o Bucai pero sin título de psicólogo. —Te vas a quedar como al finado Rosendo que fue a cambiar la tele mientras tenia los pies en remojo para sacarse los cayos y quedo calcinado —con tanta descripción meticulosa me daba mas asco imaginarme los cayos de Don Rosendo, que el viejo chamuscado, tratando de dar vuelta la ruedita de la tele para cambiar de canal. No pretendía contradecir tal posible muerte de ese singular personaje, pero me lo dijeron tantas veces y de una manera tan dramática que costaba creerlo. Convengamos que las instalaciones en los hogares eran muchos mas precarias, no tenían disyuntores, sino unos tapones con alambres de cobre que se cortaban ante un cortocircuito. Sucedía que a veces reemplazaban el alambre con uno mas grueso para que no salten por cualquier boludes, pero el problema era cuando esa boludes, eras vos con los dedos en el enchufe, o Rosendo cambiando la programación.

Otras advertencias llegando a estas fechas santas, era al comer pescado —tené cuidado porque se te puede clavar una espina . O cuando engullía grandes cantidades de comida solían contarme una historia de un chico, que al ahogarse con comida, lo salvo su padre carnicero haciéndole una traqueotomía con la cuchilla de despostar animales. Imagínense después de eso la concentración requerida para comer ese plato, era como desarmar una bomba... mi vieja alegaba  —el pescado no llena —, y como me iba a llenar si estaba tres horas para degustar un filet de merluza, pensando que en cada bocado ponía en juego mi vida.

Ahora que me toca estar del otro lado, puedo empatizar con muchas de aquellas advertencias y prevenciones. Los manotazos de muñeca para cruzar la calle acompañados de un par de sacudones, para que el conocimiento adquirido se grabe en alguna parte específica del cerebro. Las necesidad de tantas vacunas, el mertiolate supuestamente indoloro, no correr con un chupetín en la boca, tener cuidado con los cuchillos, no hablar con extraños, aquel —abrigáte que te vas a enfermar!! —en verano, con treinta y cinco grados a la sombra y una infinidad de situaciones que podría citar. Pero no solo me di cuenta de eso, sino de un montón de otros temores ocultos, porque ciertamente ser padres es eso, querer evitar que sus hijos transiten por cualquier escenario doloroso, mantenerlos ajenos al sufrimiento físico o psíquico. Porque si el lastimado es uno, tenemos herramientas para defendernos: gritar, pelear, ignorar, reír o llorar, pero cuando es tu hijo... cuando es tu hijo no hay escudo que te proteja. No hay armas que derroten ese sentimiento de impotencia. Que quiten ese nudo en la garganta. Levantamos penitencia impuestas o cualquier cosa que este a nuestro alcance, con tal de cambiarles el ánimo. 

Por eso ahora de grande cuando abro la puerta de la heladera descalzo y tomo agua del pico, nadie cuestiona mi accionar, porque ya no es tan importante lo que yo haga, ahora, lo más importante, son ellos.

martes, 16 de abril de 2019

Nace un artista


Hace un par de años descubrí un sitio en Internet para revelar fotos a un precio exorbitantemente económico. Como prueba inicial mandamos a imprimir cien, para apreciar la calidad y asegurarnos que llegaran a destino. 

Por ese entonces, recordé que en segundo grado de primaria, nos pidieron de un día para otro, que llevásemos una foto actualizada de nosotros mismos o en caso que no tuviéramos, la nota decía que podíamos dibujar un autorretrato. En esos días odiaba dibujar o pintar. Aparte era consciente que carecía de dicha habilidad, y algo que en la actualidad parece tan sencillo, como tomar una foto con el celular, enviarla a un centro de fotografías para que sea revelada en pocos minutos o incluso imprimirla en casa; en aquellos tiempos era un poco mas complejo. Debíamos tomar la foto, y había que terminar el rollo a como de lugar, porque salía un dinero considerable como para andar desperdiciando fotos en blanco, luego debíamos llevarlo a revelar y con suerte en un par de día podría estar lista. Todo esto por supuesto, si éramos tan agraciados de tener una cámara fotográfica, sino, solo dependíamos de fotógrafos que se contrataban para eventos familiares, actos de la escuela o para algún carnet o dni. En mi caso la última foto la habíamos tomado en un cumpleaños de mi abuelo bastante tiempo atrás y recuerdo estar de espaldas, en brazos de mi vieja, dormido.

Totalmente negado y amargado por esa situación, no quería ni pisar la escuela. El clima en casa comenzó a ponerse tenso, hasta que mi viejo entraba en acción y paradójicamente, desaparecía mi negación y me calmaba sin chistar o alguna objeción fuera de lugar, pondría en juego la continuidad de mis piezas dentales en su lugar habitual. 

De todos modos, más allá que lo intentara, no iba poder dibujar mi propio retrato mirándome al espejo, tampoco utilizando una foto porque la última era de mil años atrás.

Cuando se fueron calmando las aguas, mi viejo tomó la iniciativa y como si fuera Piccaso o Salvador Dalí, me tomó del brazo, me sentó en una silla que tenía en mi habitación, apuntó la lámpara portátil hacia mi rostro, de mi cartuchera agarró un lápiz Faber Castel, apoyó 
sobre sus piernas el cuaderno Gloria que yo usaba en clases, y comenzó a retratarme con una concentración como pocas veces puede apreciar en él. De ver sus manos realizar trazos, observarme unos segundos y luego bajar la mirada nuevamente para seguir plasmando una línea tras otra, con la delicadeza sutil y armoniosa que suelen experimentar los dibujantes, hizo que mi sensación de amargura fuera evaporándose. Porque confiaba en las capacidades de aquel hombre, era muy seguro de sí mismo. En ocasiones recto como lo había sido su padre con él, e infundía un profundo respeto. Transcurrida media hora, quizá un poco más,  termina de hacer unos retoques, borra en un extremo, repasa con el lápiz aquí y allá, mira el cuaderno, posa su mirada en alguna parte de mi rostro, vuelve a realizar esta acción reiteradas veces cerciorándose de que todo este en su lugar, y aprecie en su cara el reflejo de la satisfacción hecha persona. Se fija en mí con los ojos iluminados y como habrá hecho Leonado Da Vinci con Lisa Gherardini, en aquella pintura conocida como "La Mona Lisa", extiende sus brazos con el cuaderno en la mano y lo gira mostrándome su creación. En ese momento no pude esbozar expresión alguna, estaba perplejo ante semejante espectáculo. No sabía como describir lo que veían mis ojos, era una mezcla entre el petizo orejudo, (aquel famoso asesino), y el boxeador Mike Tyson. No sabía si reír o llorar. Yo, que había depositado toda mi esperanza en ese hombre que me salvaría de la vergüenza del curso, había hecho un retrato, que más bien, parecía un identikit de alguien sacado de la Comisaria Primera. Solo faltaba el cartel que diga, "Se busca vivo o muerto". No recuerdo como reaccioné después de contemplar aquello. Quizás porque la negación me abordaba de tal forma, que posiblemente produjo un cortocircuito en los recónditos rincones de mi memoria. Pero independiente si me largué a llorar o le agradecí por el esfuerzo y tiempo dedicado, es difícil que mi cara haya podido ocultar esos sentimientos de amargura y desilusión.

Al día siguiente sin más remedio, tuve que asistir a clases. No hubo escusa posible que me evitara pasar por esa situación embarazosa, ni el dolor de panza, ni posibles síntomas de una depresión postraumática, ni esas nubes cargada que amenazaban un posible diluvio. Una vez en el curso, todos allí mostraban sus fotos y yo haciéndome el desentendido, miraba sus cuadernos apreciando esas fotografías y terminaba poniendo una escusa creativa para no exponer el mío. Hasta que en una de esas, me lo cruzo a Marquitos, quién también poseía su retrato plasmado con similares técnicas artísticas. Me muestra el suyo; yo hago lo mismo con el mío, y nos empezamos reír por varios minutos de esas dos abominables creaciones. Por suerte ese día pude salvar mi honor gracias a la complicidad y las risas de un amigo, aunque esas páginas quedaron selladas para siempre luego de cumplir con aquella consigna solicitada. Nunca más esos trazos lograron ver la luz y sucumbieron en la oscuridad eterna de mi mochila. Y de los despertares de aquel dibujante no se supo mucho más, en silencio, volvió a las sombras donde lo conocí y de donde no debió haber salido jamás.

viernes, 12 de abril de 2019

Un viaje inesperado


Transcurría el año 1992 o 93, en épocas despojadas de celulares y sin más tecnología que un teléfono fijo o fichas para algún teléfono público. Junto a un par de amigos que no voy a nombrar para no exponerlos en este relato, (habremos sido cuatro o cinco) quedamos de acuerdo que al día siguiente nos encontraríamos todos, en un horario cercano a las diez treinta u once de la mañana, para ir a la laguna “La Bademia”. En esos tiempos la palabra de un hombre era una cualidad de muchos, porque no tenías posibilidad de retrotraerte de tus compromisos, no tanto por la integridad de la persona sino porque no había forma de avisar a los demás, no todos disponíamos de un teléfono en el hogar y creo que tampoco era una necesidad prioritaria tenerlo. El motivo de aquella reunión era una excusa para comer un asadito en un lugar poco común y luego volveríamos al pueblo, repasando proezas que podrían llegar a surgir de aquel encuentro improvisado.

Había varios puntos de partida, el mío era desde la casa de mi amigo Lucho, él tenía una moto Juki amarilla y yo con una Zanella 50cc. de color gris, que le habían regalado a mi hermana para su cumpleaños. Emprendimos viaje por bastos caminos de tierra y guadal que van dividiendo los campos contorneando sus límites. 

Al llegar, ese paisaje parsimonioso podía apreciarse casi sin alteraciones, un ancho y largo 
espejo de agua parecía unirse con el cielo en el horizonte. A lo lejos flamencos rosados que parecían caminar sobre el agua dado su poca profundidad, deslumbraban con su elegancia. Las gaviotas merodeaban sobre la orilla y algunos patos salvajes enriquecían aquella fauna compuesta mayormente de aves. La calma podía percibirse a kilómetros por la ausencia del progreso, en ese lugar que tranquilamente podría ser inspirador para el arte y la lectura.

Luego de apreciar el entorno y transcurrido 20…30 y hasta 50 minutos, llegamos a la conclusión que el resto del grupo nos habían dejado plantados. Por ese entonces, nos encontrábamos solos y carcomidos por la indignación de esa falta de compromiso, con aproximadamente un kilo de carne para asar en cada mochila, y con la primer planta que nos podía proveer un par de leños para cocinar tal banquete, a varios kilómetros de distancia. En aquel lugar cubierto de sal, de superficie irregular que olía a barro podrido, infestado de desquiciados mosquitos y cagadas de vaca por doquier, un lugar que difícilmente inspire para realizar alguna actividad. Sumado a que un fuerte viento te atravesaba el alma y yo solo había traído 5 fósforos y un pedazo de la caja para raspar y encenderlos. Diría que eso no solo parecía un pantano, sino el peor lugar del mundo para hacer un asado.

Ya cansados de ver solo agua estancada y adentrándose el horario del almuerzo emprendimos la retirada. Volvimos sobre nuestros pasos donde se ubicaban las motos y lo único positivo de esa situación, fue haber encontrado una moneda de 50 centavos en la inmensidad de todo eso, tengan en cuenta que para esa época y para nuestra corta edad, encontrar dinero, por más ínfimo que sea, era digno de festejo.

Para cualquier ser humano promedio, el retorno a casa sería un desenlace inminente para esta historia, pero para nosotros, no. Era como volver derrotados por la naturaleza y por aquellos que faltaron a su palabra. Tuvimos que redoblar la apuesta a semejante viaje y en eso Lucho esboza una idea muy propia de él, me dice —Vamos hasta Maggiolo a comer el asado? — un pueblo vecino ubicado a veinte minutos de ahí. Todos pensaran porque a Maggiolo?  La verdad que hasta el día de hoy, no puedo entender el porqué de ese destino. Solo que con 12 o 13 años, no habíamos traspasado muchas veces los límites más allá de nuestro pueblo y menos por nuestros propios medios. Parecía algo alocado e irracional por ende merecía ser ejecutado. Nos sentíamos cruzando la frontera entre la Alemania Federal y la Alemania Democrática, en épocas del Muro de Berlín, sobre todo porque mis viejos no lo sabían y si me llegaba a pasar algo, el destino que me esperaba era similar al de aquellas persona que intentaron cruzarlo. Sin más preámbulos, dimos rienda suelta a la irracionalidad y emprendimos el viaje por un camino alternativo, para evitar los peligros de la ruta y a su vez acortar un poco las distancias.

En la travesía no hubo altercados. Al llegar cruzamos el pueblo en busca de un sitio apto para nuestro propósito. Esto nos llevó alrededor de minuto o minuto y medio.. (convengamos que Maggiolo no se destaca por ser una de las planicies de tierra más extensas, sino más bien todo lo contrario).

Finalmente localizamos el acceso pavimentado al pueblo, que estaba dotado sobre sus orillas de enormes eucaliptus que proveían una espesa sombra y buena cantidad de ramas caídas, que contribuyeron a una fogata. Sobre una parrilla improvisada yacían trozos de carne asándose, con su grasa dorada y crocante rechinando al contacto con las brasas, alcanzando su punto de cocción alrededor de las tres de la tarde, momento justo para la degustación que no precisaba palabras para describirse. Pero la trama principal de aquel día no era el asado, sino al finalizar este. Cuando revisamos los tanques de nafta, ninguno de los dos tenía suficiente combustible para volver. Es como si estuviéramos cumpliendo alguna una ley física que desconocíamos hasta ese momento, algo así como, “a ideas incoherentes, le corresponde un resultado directamente proporcional a los salames que se les ocurren”

Empezamos a rasgar nuestro bolsillos y apenas un puñado de monedas podíamos juntar entre los dos. Un peso con veinticinco no era suficiente para ambos, pero por suerte esos cincuenta centavos encontrados en la laguna fueron la salvación, porque cargamos 1 pesos en el tanque de Lucho y 70 centavos en el mío, que recién empezaba a utilizar la reserva, y le regalamos una historia alocada al playero de la estación de servicio, que parecía no entender los límites de la estupidez humana. Y ese día, si bien, no dejo una enseñanza o un mensaje esperanzador para futuras generaciones, ni de alguna de aquellas charlas salió la cura de alguna enfermedad terminal, solo sirvió para entender que los buenos lugares lo hacen las buenas compañías y que cuando me juntaba con Lucho, alguien o alguna fuerza sobrenatural se encargaba de darnos una mano para que todo no nos saliera tan mal.

sábado, 6 de abril de 2019

Habilidades innatas



Suele pasar que a muy temprana edad, en algunos niños se manifiesten habilidades que lo destaquen. Ya sea para el deporte, para las matemáticas, para el ajedrez, para el canto. 

En mi caso puedo decir que nací con el don de la vergüenza. Prendido a las piernas de mi madre cuando chico, solía esconderme ante la aparición de algún extraño, o si me hablaban no respondía, y otras actitudes de tal similitud. Ya más grandecito comencé a tener otros tabúes. Hablar por el teléfono fijo podía ser una actividad simple para cualquiera, pero no para mí... levantaba el tubo con la voz temblorosa, pensando que la persona ubicada en el otro extremo de ese cable podía ver lo idiota que era expresándome a través de ese aparato. Siempre me olvidaba preguntar quién llamaba. No sé si les ha pasado, que las personas se presenten y luego de hablar cierto tiempo prudente, el nombre se escurre de la mente. Créanlo o no, a mí me daba vergüenza preguntárselo otra vez. O mi otro temor era que me dejaran un mensaje extenso para retrasmitirlo a alguien, y no lo recordara. De hecho, creo que eso me sigue ocurriendo.
Ni hablar de ir a la despensa. Mi vieja solía mandarme a tres cuadras de casa a comprar algún ingrediente para la comida del mediodía.
comprarme crema de leche, que no tengo para la salsa—me pedía Olguita. 
Primero rezongaba un poco para ver si zafaba, o el truco de los dolores de rodillas, pero siempre de mala gana terminaba haciendo lo que me pedían. Cuando entraba al almacén permanecía impoluto en un rincón aguardando que me llamen. El almacenero fijaba su mirada en mí y me pregunta que iba a llevar. 
—Deme un pote de crema leche —esperando que la transacción se efectúe con éxito y poder salir por donde vine. Pero pocas ves sucedía eso 
—Bueno, ¿Sancor, La Serenísima o Nestlé? —y que quieren que les diga, para mí que a esa edad no tenía el cerebro madurado totalmente, como si la toma de decisiones estuviera bloqueado para esos casos. Capaz era necesario pasar algún nivel para que se habilitara esa destreza, cual si fuere un video juego, no lo sé. 
Espere don Roberto que voy hasta mi casa y le pregunto a mi mamá. —Tras caminar tres cuadras de regreso, preguntarle a mi vieja que me decía: 
—Trae cualquiera, cualquiera 
Y otras tres de vuelta, pensaba: por qué hay tantas marcas de crema de leche. Y puteaba por lo bajo al que se le ocurrió la libre competencia, debería haber una y listo.
Algo similar ocurría cuando había tres medidas distintas de algo, o no había cebolla común pero había morada, y la típica del fiambre, ¿cual querés, el económico o el Paladini?, en fin, todo ese tipo de dilemas existenciales era con los que lidiaba en aquellos tiempos.  
El miedo radicaba en dos cosas: primero en que, no me alcance la plata que me daba mi vieja, (que nunca era tan mano suelta), parece que tenía la lista de precio impresa en su mente porque por lo general no me sobraba mucho, sabiendo que las monedas no tenían retorno. Pero cuando se quedaba corta y tenía que pedir que me lo fíe… se lo decía muy bajito para que el resto de los clientes no escuche, a tal punto que creo que era perceptible solo por los perros, que pueden oír frecuencias mucho menores a las nuestras. 

Y lo otro, era tener que volver con el producto equivocado en la mano. El hecho de regresar y ver la cara de don Roberto como insinuando “que hace de vuelta éste por acá”. Tener que acercarme al mostrador y entregárselo, con voz de pito decirle  
—Me manda mi mamá porque que éste no es el que necesita, es aquel —señalando con el dedo índice. Les puedo asegurar que me sentía tan pelotudo, un estado menopáusico de calores me recorría por la espalda y la nuca, para terminar incinerando mis orejas. 

Ni hablar si me daban mal el vuelto, me tenía que comer la cagada a pedos de mi vieja, pero era mejor eso a tener que regresar, porque a veces era mucha la diferencia. Les juro que en esas tres cuadras prefería que se aparezca el diablo, para venderle mi alma e irme directo al mismísimo infierno con tal de evitar ese momento tan embarazoso que me iba a tocar vivir.
Pero por suerte en el colegio, más precisamente en la escuela primaria, fui transformándome en un especialista en eludir centenares de actos, imagínense si hablar con el almacenero me daba vergüenza como creen que me sentiría exponiéndome frente a toda una escuela con centenares de ojos apuntándome, esperando que me equivoque o salga al escenario olvidando ponerme los pantalones. Era algo que requería de toda mi astucia y talento, tan solo me falló un par de veces. Una en tercer grado cuando me toco recitar un verso de memoria para un 12 de octubre, comenzaba algo así como: ”Puerto de palos tres carabelas...”, solo tenía que sentarme en el piso junto a Marquitos, sin necesidad de tener que vestirme de soldado, de indio o de nada que se le parezca. La señorita nos acercaba el micrófono cerca de la boca y cada uno hacía su gracia. Otra vez recuerdo haber tenido que cantar la canción del mundial Italia 90 en su idioma nativo. Yo, que ni siquiera podía hablar por teléfono en español, pero por suerte, era junto a todos mis compañeros de curso, acompañados con la cinta original del tema, me ubiqué atrás de todo experimentando mis dotes de maestro del playback, sin que nadie se diera cuenta, movía solo los labios sin emitir sonido.
Creo que estos síntomas me acompañaron hasta empezar la secundaria que fue cuando se despertó la rebeldía y no paraba de hacer macana tras macana sin importar hacer el ridículo. Porque al fin y al cabo, la edad el pavo fue una coraza que durmió muchos de mis miedos y mis vergüenzas.
Con el paso del tiempo he logrado controlarlo, a tal punto que contar esto a quienes me conocen de grande, los haría pensar que estoy difamando a mi niñez. Pero a veces, aquel chico vergonzoso suele dar indicios como si nunca se hubiese ido. Solo que esta vez no la tengo a mi vieja obligándome a volver al almacén, pero sí a mi señora, poniendo a prueba mi paciencia cuando me rehúso a hacer algo, suele decirme —¿qué? ¿Te da vergüenza? —y vuelvo a sentir ese calor en las orejas, pensando que todavía hay personas, que a pesar del tiempo y por más que quiera ocultarlo, se siguen dando cuenta que sigo siendo un pelotudo.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...